Nada provoca tanto pánico como la posibilidad de sufrir un ataque bacteriológico, capaz de matar en segundos. Su uso no es nuevo. Ya los griegos y los fenicios utilizaban los vapores sulfúricos en la guerra. Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Y dónde podemos acabar? Por Carlos Manuel Sánchez/Fotos: Cordon Press

• Nuevas armas de los bomberos para protegerse de los ataques biológicos

El mito del eterno retorno, esa repetición tozuda y cíclica de la historia planteada por Nietzsche, sigue dando coletazos. Que el último episodio de una de las más infames prácticas de guerra ideadas por la humanidad haya sucedido en Siria, según ha constatado la ONU, es como volver a la casilla de salida.

Porque es precisamente en territorio sirio, a orillas del Éufrates, donde se han encontrado las pruebas más tempranas del uso de armas químicas. Una veintena de cadáveres de soldados romanos se apiñan en un túnel bajo las murallas de Dura Europos. Se sabe que murieron gaseados por los persas, que utilizaron una mezcla letal de betún y cristales de azufre. Era el siglo III a. C. y ocurrió en Mesopotamia, cuna de la civilización. Pero el hombre es el único animal que tropieza (una y otra vez) en la misma piedra.

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El primer ataque químico. El yacimiento sirio de Dura Europos es la prueba arqueológica más antigua del uso de armas químicas. En el siglo III a. C., los persas usaron una humareda tóxica para asfixiar a soldados romanos en un túnel.

Hace miles años, los cazadores ya untaban las puntas de sus flechas con veneno de serpiente, escorpión o hierbas, y seguramente las utilizaron también contra otros seres humanos, pero las excavaciones en el yacimiento de Dura Europos, lideradas por Simon James, de la Universidad de Leicester, son la primera evidencia arqueológica de una batalla librada con armamento no convencional.

Los textos clásicos están plagados de referencias al empleo de humos tóxicos. Los vapores sulfúricos ya fueron usados por griegos y fenicios. No existían dispositivos para lanzar el gas en la dirección deseada, así que era el viento el que dictaba quién sería la víctima. Las huestes de Alejandro Magno, en el 332 a. C., fueron repelidas con humaredas ponzoñosas durante el asedio de Tiro. Y el historiador Plutarco relata que en Hispania, en el siglo I a. C., los romanos utilizaron una mezcla de arena, cal viva y azufre contra los celtíberos, esparcida por caballos al galope. La nube tóxica cegaba al enemigo, que aún estaba tosiendo y con los ojos llorosos cuando llegaba la infantería.

En una batalla naval en el año 184 a.c., Aníbal ordenó lanzar vasijas llenas de víboras a las naves enemigas

El envenenamiento de los pozos de agua con vitriolo también fue una práctica habitual de las legiones, así como el lanzamiento de carroña de animales en descomposición sobre los muros de las ciudades sitiadas. Durante una batalla naval en el año 184 a. C., el general cartaginés Aníbal ordenó lanzar vasijas de barro llenas de víboras a las naves enemigas. Por aquella época, los chinos se valían de nubes de pimienta y fueron los primeros en utilizar los ‘vasos fétidos’, unos globos de terracota que al romperse dejaban escapar gases irritantes.

El empleo de armas químicas se fue refinando con los avances tecnológicos de cada época. Pronto se descubrió que las sustancias que se empleaban para calafatear los barcos, como el alquitrán, podían utilizarse en mortíferas mezclas incendiarias. Los bizantinos inventaron el fuego griego en el siglo VI, que se usó con profusión hasta la Edad Media, sobre todo en las Cruzadas. Su fórmula original era un secreto de Estado y se ha perdido, pero sus ingredientes más probables eran la nafta, la cal viva, el azufre y el nitrato. Se utilizaban sifones presurizados para lanzar el líquido al enemigo; o bien botellas de terracota sin tapón, a modo de primitivos cócteles molotov, que se arrojaban por medio de hondas. Fue un arma devastadora en las batallas navales, pues continuaba ardiendo incluso después de haber caído al agua.

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El fuego griego. Lo inventaron los bizantinos para vencer a los árabes. Hecho con nafta, cal viva, azufre, nitrato, su composición aún hoy es un secreto. Se generalizó entre los siglos VI y XIII en batallas navales porque el fuego no se apagaba en el agua.

Los alquimistas árabes idearon unos cohetes cargados de trementina, arsénico, ácido nítrico, alcanfor y otras sustancias que despedían vapores venenosos y causaban estragos entre los caballeros cristianos; un precedente de los misiles con ojivas químicas.

En 1346 los tártaros sitiaban la ciudad de Caffa, en Crimea, cuando una plaga misteriosa diezmó sus filas. Pero los tártaros decidieron lanzar los cadáveres por medio de catapultas con la idea de que el hedor molestase a los sitiados. Lo que hicieron fue mucho peor: propagaron la peste negra entre la población de Caffa. El lanzamiento de los cuerpos en descomposición cuando brotaban epidemias se generalizó, inaugurando de este modo la guerra bacteriológica.

Leonardo da Vinci también vislumbró el poder destructivo y, sobre todo, intimidatorio del armamento químico -«la amenaza es el arma del amenazado», escribió- y estudió nuevas formas de empleo, pero también fue el primero en idear sistemas de protección, premonitorios de los actuales trajes NBQ (nuclear-bacteriológico-químico).

Pero el impulso definitivo a la producción de armas químicas no llegaría hasta la Revolución Industrial. Los tintes que se empleaban en los telares para teñir los tejidos de algodón -entre ellos, por ejemplo, los ácidos escarlata- eran muy tóxicos, como se descubrió en varios accidentes en las fábricas. Y los estrategas militares tomaron nota.

El fosgeno, utilizado como pesticida y para la fabricación de plásticos, fue descubierto en 1812 y posee un olor agradable, como a heno recién cortado. Es asfixiante. También el cloro lo es. La iperita fue un hallazgo casual de 1860. Era un vesicante (causaba ampollas). Estos tres ingredientes, perfeccionados a lo largo del siglo XIX, causaron cien mil muertos durante la Primera Guerra Mundial, que escenificó la competencia entre químicos e ingenieros.

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Año 1916. La gran amenaza. En esa época, Alemania ya empleaba bombonas cargadas con cloro como arma

Cuando los Estados Mayores se percataron de que las bombas no podían destruir los refugios de hormigón, echaron mano de la química. Un pecado del que la humanidad pareció arrepentirse en 1925, con la firma del Protocolo de Ginebra, que prohibió el uso de gases venenosos, asfixiantes o de cualquier otro tipo. Pero el arrepentimiento no pareció durar mucho y no tardaron en llegar después el napalm, el agente naranja, los gases nerviosos, el sarín, las esporas de ántrax… Como escribió Ángel González: «Nada es lo mismo, nada permanece. Menos la Historia y la morcilla de mi tierra: se hacen las dos con sangre, se repiten».

SEIS TIPOS DE ARMAS  (características y consecuencias)

Agentes asfixiantes. Fosgeno y otros compuestos de cloro. Encharcan los pulmones y provocan asfixia. Son dispersados por el viento. Se detectan por el olor. Protección: máscaras antigás.

Sustancias vesicantes. Producen pústulas y quemaduras. Si se respiran, queman la tráquea y los bronquios. La lewisita produce daño multiorgánico. La iperita es la más conocida. Fue usada por Alemania en la Primera Guerra Mundial y bautizada como gas mostaza por su olor. Absorbida por la piel, las máscaras son insuficientes.

Agentes nerviosos. Los más tóxicos. Una inhalación puede matarnos. El gas tabún, el somán y el sarín, los más conocidos. Este último, desarrollado como pesticida en 1939 en Alemania, es 20 veces más letal que el cianuro. Paraliza los músculos de la respiración y provoca la asfixia. Incoloro, inodoro, insípido. Una secta lo usó en el metro de Tokio en 1995. Tratamiento: atropina, diazepam (para las convulsiones) y otros fármacos.

Gases V. Una familia de agentes nerviosos aún más potente hallada en los cincuenta por los ingleses. Se absorben por vía inhalatoria, digestiva y cutánea. Irritan los ojos y provocan vómitos, diarrea e hipotensión. El VX es el más mortífero. Para ser letal, bastan 10 mg en contacto con la piel.

El napalm. Al ser un gel de gasolina, es un arma incendiaria, no química. Pero sus efectos son de tal sadismo se adhiere a la piel y la derrite que se incluye en el arsenal químico. Es, a su vez, combinado con otras sustancias, como el fósforo blanco. Muy barato. Lo creó EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial.

Armas biológicas. Se basan en el uso de bacterias, virus y toxinas. Son las más temidas por su facilidad para ser usadas por bioterroristas, con consecuencias impredecibles. Las esporas de ántrax son muy virulentas, aunque exigen alta concentración para ser letales. Los ingleses contaminaron con ellas la isla de Gruinard (Escocia) en un ensayo. Tardaron décadas en descontaminarla…

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