Entre los desafueros provocados por la llamada crisis económica merece destacarse la desproporción creciente entre los ingresos que las familias perciben y el precio de los bienes de primera necesidad. nos rebajan los sueldos, nos arrebatan las pagas extraordinarias, nos aumentan los impuestos pero los precios no descienden. Si ya el tránsito al euro supuso para los españoles una importante pérdida de poder adquisitivo (disfrazada por una expansión insensata del crédito), la crisis amenaza con adelgazar hasta la consunción a las sufridas clases medias españolas que, o bien pierden su trabajo, o bien han de resignarse a trabajos cada vez peor remunerados con los que muy malamente pueden subvenir sus necesidades. Siempre se nos había dicho que una sociedad que estrangula a sus clases medias es una sociedad altamente inflamable; lo hemos comprobado en fases felizmente superadas de nuestra Historia y empezamos a comprobarlo hoy, con algaradas callejeras todavía de baja intensidad que no harán sino crecer si nuestros irresponsables gobernantes no ceden en su empeño de esquilmar la maltrecha economía real.
Para infundir en la gente expoliada la falsa impresión de que su poder adquisitivo no se ha visto demasiado mermado, la propaganda nos apedrea con estadísticas en las que la inflación aparece embridada. El espejismo es posible gracias al aparatoso estallido de la burbuja inmobiliaria y al incesante deterioro del sector de servicios, que para captar una clientela remisa al gasto necesita ofrecer precios cada vez más baratos (lo que a su vez provoca que quienes se desempeñan en este sector deban someterse a condiciones laborales cada vez más inicuas). Pero los alimentos (y no digamos el combustible y la energía) no han dejado de aumentar sus precios; y, en algunos casos, tal aumento ha sido desorbitado, tan desorbitado que solo puede explicarlo una crisis de materias primas encubierta.
Cuando hablamos de 'especulación', tendemos a imaginarnos operaciones bursátiles y birlibirloques financieros; y tendemos también a creer que el precio de los alimentos y de las materias primas depende en exclusiva de las condiciones de producción o de la fecundidad de las cosechas. Nada más alejado de la realidad. desde que la economía abandonó sus cauces naturales y se convirtió en crematística, nada se ha visto más sometido a las tormentas especulativas (mucho más lesivas que las tormentas venidas del cielo) que las materias primas. En los países europeos tal proceso especulativo adquiere tintes especialmente siniestros. primeramente, se subvencionó a los agricultores para que no cultivasen sus tierras (no se nos ocurre forma más diabólica de subvención), a la vez que se compraba la producción agrícola de países 'tercermundistas' que aseguraban precios más baratos. Esta deriva suicida ha asegurado durante unas décadas el abastecimiento de los países ricos, que a la vez que tiraban por la borda una tradición agrícola y ganadera milenaria se dedicaban a una vida regalada, en donde la maldición bíblica ganarás el pan con el sudor de tu frente parecía haber sido abolida para siempre. Pero a los especuladores no les pasó inadvertida esta maniobra; y, a la vez que desarrollaron una tupida red de intermediarios entre el productor y el consumidor al que le venden los alimentos a un precio que centuplica la cantidad que pagaron a sus productores, se han dedicado en los últimos años a comprar ingentes cantidades de terreno en los países 'tercermundistas' que les aseguran un control cada vez más eficaz de las materias primas.
Así vemos cómo la codicia de los especuladores se desarrolla simultáneamente en dos flancos. a la vez que obligan a los Estados a exprimir al contribuyente, reduciendo sus ingresos, aumentan artificiosamente el precio de los alimentos. Esta rigurosísima tenaza no hará en los próximos años sino agravarse. en la actualidad, más de la mitad de las cien mayores economías del mundo no son Estados nacionales, sino empresas transnacionales que se hallan en disposición de imponer las reglas por las que deben regirse los Estados y los mercados; y la tendencia se acentúa a medida que avanzan los estragos de la crisis. Caminamos hacia una sociedad altamente inflamable, sin clases medias ni Estados que las protejan; una sociedad entregada al arbitrio de los especuladores. Y nuestros gobernantes, entretanto, engolfados en la caza del gamusino, que ahora llaman 'mantenerse en el euro'. Pobres diablos.
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