Cuando arde un bosque es como si algo consanguíneo nuestro, algo familiar y querido, hubiera sido llevado al tormento y despedazado. Pocas imágenes nos sobrecogen tanto como el incendio de un bosque, tal vez porque un bosque es reserva de vida y también metáfora de muchas de nuestras inquietudes espirituales. Nuestra hermandad con el árbol es mayor que con cualquier criatura de las que pueblan la tierra: hundidas en la tierra las raíces, anhelantes de cielo las ramas, sufrido y robusto el tronco. Es difícil encontrar una vida más triste que la de quien no cobija algún recuerdo infantil asociado al bosque, la de quien no guarda memoria de alguna aventura o descubrimiento acaecidos en un bosque, la de quien no se estremece dulcemente al evocar un paseo por el bosque, una acampada en el bosque, un encuentro (aunque sea apenas entrevisto) con un animal acechante o huidizo en el bosque. El bosque nutre la vena imaginativa y poética de los hombres desde que el mundo es mundo. A la vez que nos inspira un sentimiento de fraternidad, nos conmueve con su grandeza, nos invita a pensar en misterios muy hondos, nos infunde temor reverencial y rendida gratitud, según la circunstancia, porque tiene algo de templo a la intemperie donde se cobija la tumultuosa vida. Por eso el incendio de un bosque nos entristece y sobrecoge tanto (y a quien no le entristece y sobrecoge es porque está enfermo, tal vez infiernado). Sin embargo, cada vez que en España arde un bosque, en lugar del duelo debido afloran discusiones bizantinas sobre la incompetencia de nuestros gobernantes, sobre la deficiencia de nuestros servicios forestales, sobre la falta de coordinación y la chapucería de las diversas administraciones, así como profesiones de fe en el cambio climático, que bajo su cáscara científica esconden un meollo ideológico. Y todo ello con el propósito evidente de atizar el fuego de la demogresca, que es la gasolina que mantiene engrasados los engranajes del rifirrafe político, a la vez que aniquila a los pueblos. Acaba de ocurrir con ocasión del abrumador número de incendios simultáneos desatados en Galicia y regiones limítrofes, hace menos de quince días. Hemos escuchado acusaciones de incompetencia, negligencia, falta de previsión y racaneo presupuestario a las autoridades con mando en plaza; pero lo cierto es que resulta imposible combatir ciento cincuenta incendios simultáneos, por mucho dinero que se destine al cuidado del monte, por muy competentes, diligentes y previsoras que sean nuestras autoridades. Seguramente se hayan cometido muchos errores y hasta desmanes políticos, por acción y omisión; seguramente la rapacidad humana haya contribuido en la modificación del clima, en la desertificación del paisaje, en la ausencia tan prolongada de lluvias. Pero cuando se declaran de forma casi simultánea ciento cincuenta incendios nos enfrentamos a una realidad de otra índole. La inmensa mayoría de los incendios forestales son, como sabemos, provocados. A veces por una imprudente quema de rastrojos, a veces por lastimosas querellas vecinales, a veces por la estulticia y frivolidad de domingueros que prenden una fogata o arrojan una colilla encendida sobre un matojo seco. Y también sabemos que muchos desaprensivos buscan algún tipo de rédito económico en los bosques calcinados que se nos escapa. Pero los incendios que asolaron Galicia hace dos semanas no eran producto de la desidia, ni de la frivolidad, ni siquiera de la avaricia. Aquellos incendios simultáneos fueron meticulosamente planeados, aprovechando una serie de circunstancias (sequía, altas temperaturas, vientos huracanados) que los hacían más temibles. El modus operandi de quienes los concibieron fue semejante al de quienes diseñan ataques cibernéticos a gran escala, o violencias masivas cuya finalidad primordial no es -aunque a simple vista lo parezca- obtener algún tipo de recompensa económica o la satisfacción de unos instintos aberrantes. Tales incendios tienen el inequívoco olor a chamusquina que desprenden los crímenes indiscriminados, urdidos y perpetrados con el deseo de sembrar el caos, provocar tensiones y doblegar voluntades, con el propósito último de extender el desamparo entre las gentes a las que se pretende hundir moralmente y esclavizar. Hoy queman el bosque, mañana pueden envenenar las aguas o propagar nuevas pestes. Han empezado a cogerle el gusto a estas 'quedadas' perversas o aquelarres de última generación, expresión agónica de un mundo completamente infiernado.
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