En un archivo olvidado estaban 200 clichés con imágenes de Picasso. Su autor, el fotógrafo Henri Traverso, nunca quiso publicarlas… Un documento inédito que ilustra uno de los periodos más convulsos del genio: la transición entre los dos amores de su vida, Françoise Gilot y Jacqueline Roque. Por Carlos Manuel Sánchez

• La influencia de Olga, la primera mujer de Picasso, en su obra

«Para mí solo hay dos clases de mujeres: diosas y felpudos». Pablo Picasso (1881-1973) reconocía que podía ser mezquino con las personas a las que amaba —»con la gente que me resulta indiferente solo soy amable»— y especialmente cruel con las mujeres de su vida. Fueron ocho. Una de ellas, la sagaz Dora Maar, afirmaba que cuando Picasso cambiaba de amante, todo lo demás en su entorno cambiaba también: el estilo artístico, la casa en la que vivía, el poeta que le servía de musa complementaria, la tertulia de amigos en la que buscaba aceptación… cambiaba incluso el perro que le seguía los pasos. Esas fotos inéditas ilustran uno de esos periodos convulsos: la transición de una mujer a otra, en este caso, los dos últimos amores de su vida: de Françoise Gilot, la díscola, la única que lo abandonó —»no se puede vivir con un monumento histórico»—, a Jacqueline Roque, sumisa hasta lo patológico, que se dirigía al artista en tercera persona, le besaba la mano y lo llamaba dios o monseñor.

Françoise tenía 21 años cuando conoció al artista malagueño, que le llevaba 40; Jacqueline, 27, cuando ya era septuagenario. Pero como también decía Picasso: «Un hombre tiene la edad de la mujer a la que ama». La Costa Azul francesa, años cincuenta. Los cambios en las costumbres del pintor se desarrollaron siguiendo al pie de la letra la predicción de Dora Maar: se muda del cuchitril de Vallauris a una gran mansión, Villa La Californie, en Cannes, una mudanza que inspira una serie de cuadros decorativos, con Jacqueline de modelo, inspirados en Matisse y los harenes de Delacroix; Jean Cocteau, que había caído en desgracia, vuelve ser su poeta laureado y su bufón de corte; renueva su círculo de amigos, que incluye mecenas, marchantes, escritores, biógrafos, toreros, actores… Entre el puñado de españoles con los que se arropa: Luis Miguel Dominguín, Lucía Bosé, Rafael Alberti o Eugenio Arias, guerrillero antifranquista convertido en barbero, que le cortaba el pelo antes de cada corrida. «Arias, ven siempre que quieras. Cuando vienes me parece estar en España», le decía. Y luego estaban los animales: pájaros cantores, un dálmata llamado Perro, un teckel llamado Lump y una cabra llamada Esmeralda que aparecía en cualquier habitación.

Picasso y Jacqueline se instalaron en La Californie en 1955, después de la muerte de Olga, la esposa de Picasso, de la que nunca quiso divorciarse porque le hubiera tenido que dar la mitad de su fortuna. Cuenta John Richardson, el biógrafo más meticuloso del artista, que Jacqueline temía que la noticia animase a las ex amantes a llamar al artista, ahora libre, para insinuarle que estaban disponibles; y que se refugiaron en Cannes huyendo de esas inoportunas candidatas a suceder a Olga. Aquella villa se convirtió en lugar de peregrinación. Desde amigos a «cientos de don nadies», admiradores y curiosos, e incluso un asesino. Pocos se libraban de tener que pedir audiencia y debían esperar horas o días para ser recibidos. Un grupo de pintores malagueños llega con una furgoneta y Picasso, siempre nostálgico de su tierra, se vuelca con ellos. «No me llaméis don Pablo, para los amigos soy Pablito». Les da un sobre con 500.000 francos, les dibuja un fauno con su firma, les da consejos para exponer en París…

Varios fotógrafos tenían barra libre para retratar a Picasso en aquel microcosmos caótico, entre ellos Henri Traverso, un fotoperiodista local al que el pintor «respetaba porque lo consideraba un artista», rememora su hijo, Gilles. Cuatro generaciones de la familia Traverso han documentado la vida en Cannes desde 1919. Y en el archivo familiar hay un millón de clichés, del que ahora se han rescatado estas imágenes. Picasso tenía aversión a los ‘paparazzi’, pero se sentía como pez en el agua frente a una cámara si existía complicidad con el fotógrafo. Entonces no hacía distinción entre su vida pública y privada. «Se comportaba de una manera muy natural, pero también posaba y gastaba bromas y hacía el payaso. Mi padre era una persona discreta. Tenía acceso a mucha gente famosa por el festival de cine, pero era muy prudente. Después de retratar a Grace Kelly, por ejemplo, ésta le invitó a tomar el aperitivo y se negó porque decía que él no pertenecía a ese mundo. En agradecimiento, Picasso le regaló un cuadro, ¡pero se perdió!»

«Las pantomimas no eran más que una forma de disimular su timidez y facilitar la comunicación con ciertas visitas que se sentían intimidadas o no tenían un lenguaje en común con él», explica Richardson. Picasso era capaz, durante un almuerzo, de restregarse un pulpo frito por la calva porque decía que su aceite era un crecepelo. «Cerdo —le dijo Jacqueline—, que tú tengas tan poco sentido del olfato no significa que los demás no lo tengan». Ella cocinaba. Platos chinos o hindúes, o más sencillos, acompañados de foie gras, melocotones al coñac, arenques… Las comidas favoritas del pintor, en aquella época, eran el bacalao a la provenzal, anguilas y queso Stilton. «Sentía gran curiosidad por los alimentos, aunque comía poco y bebía aún menos. Pero le gustaba representar el papel de anfitrión». Cuando comía en un bistró solía doblar y rasgar el mantel de papel y hacer garabatos que regalaba a los comensales. Los más precavidos tenían la previsión de que se los firmase.

Casi nunca tiraba nada, de modo que su colección de trastos amenazaba con sepultar sus diferentes casas. «Soy el rey de los traperos», decía. Su estudio de trabajo estaba decorado con un enorme y horrible tapiz que parodiaba Las señoritas de Aviñón. «Es mucho mejor que el original», decía muy serio cuando quería tomarle el pelo a algún historiador del arte.

Picasso vampirizaba la vitalidad de los que tenía alrededor. Podía ser encantador, pero los maltrataba si no eran tan entregados como él consideraba que debían ser. Y había normalizado el hecho de tener una camarilla jaleándole con lealtad y entusiasmo. Necesitaba sentirse poderoso para volcar ese poder en la pintura, que era el único sentido de su existencia. Sentirse importante para seguir haciendo lo que le hacía ser importante ante el mundo. Y lo siguió haciendo a los 70 años, a los 80 y hasta su muerte a los 92. Era una fuerza de la naturaleza que realizó 45.000 pinturas, esculturas, cerámicas, dibujos y litografías. «Ver trabajar a Picasso, ver esa intensidad imponente, fue una revelación. Si uno pintaba, no podía hacer nada más. La pintura era lo único que importaba», recuerda Françoise Gilot, que también era pintora. «Pero me interesaban un montón de cosas más. Él consideraba que si se era pintor, se era pintor todo el tiempo. Esa concentración canalizaba su energía». Richarson se maravillaba cuando, al final de la jornada «Picasso había agotado la energía de todos, la cual le servía de combustible para trabajar en su estudio hasta el amanecer. Los invitados nos quedábamos en un estado de agotamiento nervioso. No es extraño que Jacqueline terminase dándole a la botella». Finalmente se suicidó, incapaz de afrontar la muerte del genio.

Jacqueline reveló un secreto a Richardson: la promesa que hizo Picasso a Dios cuando era un niño. «Como su hermana Conchita se estaba muriendo de difteria, prometió que no volvería a a pintar jamás si ésta se salvaba. Volvió a pintar, y su hermana no se salvó. Aquello explicaba la identificación de Picasso con el minotauro y la ofrenda de doncellas; también explicaba la obediente aceptación del papel de víctima propiciatoria por parte de Jaqueline». Su antecesora en el corazón y en la cama del artista, Françoise Gilot, intuyó que estaba destinada a ser felpudo y huyó a tiempo. «A las otras mujeres les complacía que el famoso Picasso las pintara todo el tiempo, porque eso las hacía sentirse importantes. Se sentían halagadas… Pero como sabemos todos los artistas, aunque Picasso estaba pintando el retrato de una mujer, siempre se trataba de su propio autorretrato». Además, la manera de Picasso de eliminar una mujer tras otra era pintarlas. Los cuadros podían ser inmisericordes cuando una amante perdía su favor: bocas con dentadura de cuchillos, cuerpos retorcidos, vaginas con dientes de sierra… Y añade Gilot: «Picasso me dijo que un minotauro tiene a su lado muchas mujeres y las trata muy bien, pero que reina sobre ellas por el terror. Así que ellas terminan alegrándose de que este muerto».

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