Héroes anónimos: la hora de los valientes

¿Qué se siente al salvar una vida? ¿Qué nos impulsa a actuar ante una injusticia? Los protagonistas de este reportaje lo saben. Por Fernando Goitia

Un barcelonés, heróe de Indonesia

Un buen día, todos ellos tuvieron que decidir, en una fracción de segundo, si ayudaban o no a alguien. Y tomaron la decisión adecuada. Estas son sus historias. Gente con coraje.

Sor María Luisa. Dos monjas frente a un deshaucio

Esta religiosa y otra compañera suya evitaron el desalojo de Ronale de la Cruz y su familia, incluida una niña de cuatro años, en el distrito madrileño de Villaverde.

Desde el balcón de Ronale de la Cruz se ve la puerta del colegio Nuestra Señora del Carmen. Cada mañana, su hija de cinco años cruza la calle para estudiar en este centro concertado. Así lo hizo el 9 de febrero de 2012, solo que aquel gélido día su padre dejó en clase a la pequeña Noelia y a uno de sus hermanos, Odalís, ya en último curso, y antes de salir hizo una petición a las monjas: «Verán, nos van a desalojar a las 9.30 y, por favor, no quiero que mis hijos lo vean».

«No podíamos permitir que una niña de cuatro años durmiera en la calle aquella noche tan fría»

Al escucharlo, la hermana María Luisa sintió una agitación en el pecho e informó a su directora. «Hermana Inmaculada, hay que hacer algo. No podemos dejar a una niña de cuatro años en la calle con este frío». Al rato estaban frente al portal. «Salimos con la idea de abordar al del banco -recuerda-. El mayor acababa bachiller en junio y, con ese argumento, queríamos conseguir una prórroga hasta fin de curso». El procurador no había llegado, así que les tocó vigilar. «Cada una hacia un lado -cuenta la religiosa, Hermana de la Caridad desde hace 54 años-, y a eso de las diez lo vi. «¡Inmaculada, allí!» .

Sor María Luisa, de 72 años, y Ronale de la Cruz, de 49, en el colegio Nuestra Señora del Carmen, en Villaverde

Ante la casa había decenas de policías, unos 100 activistas antidesahucios, vecinos; lo habitual en estos casos. Lo que no esperaban los ejecutores del alzamiento eran los ruegos de dos servidoras de Jesús. «Sí, señor, claro, es su trabajo, pero en un día como hoy no puede…» , le dijeron. «Hágalo por los niños, tiene dos en el colegio. una de cuatro y otro que acaba este año» , le argumentaron. «Debe parar esto, al menos hasta fin de curso» , le insistieron.

«Ronale es un buen padre y cumplió religiosamente hasta que se quedó sin trabajo. Yo les digo a los bancos que no traten a la gente como números»

A su lado, Ronale escucha atento el relato de María Luisa. «Sin ellas no sé qué habría pasado -concede-. Yo estaba con el abogado, pero el del banco solo escuchaba a las hermanas». Negociaron hasta mediodía, cuando al fin las religiosas consiguieron arrancarle un aplazamiento de ocho días. «Pero no era suficiente», subraya María Luisa. El procurador juraba y perjuraba que no podía hacer más, pero su corazón ya estaba derretido sin remedio.

«De pronto, -rememora la monja-, nos llevó a un rincón y, en voz baja, nos dijo con quién debíamos hablar. Así que llamamos al banco. Ahí estuvimos, Inmaculada con el teléfono y yo a su lado: «Corazón de Jesús en Ti confío. Corazón de Jesús en Ti confío’. ¡Y unos saltos cuando respondían! Como loca» . Las gestiones, de escalón en escalón por la estructura de Bankia, dieron fruto el sexto día y el desahucio se aplazó al 30 de junio. «Ahí nos fuimos de alquiler, -dice Ronale. No queríamos que se montara otro show» . Al final, el banco no ejecutó el embargo y, como el piso seguía vacío, en octubre Ronale regresó con su familia. Ahora tiene trabajo. Se lo ofreció un empresario tras ver su peripecia en los medios.

Rubén Martínez. Salvar a la mujer o morir en el intento

Este policía estaba fuera de servicio cuando salvó a una mujer de 52 años en el Metro de Madrid. Se lanzó a las vías para evitar que el tren la arrollara.

Todo ocurrió en la estación Marqués de Vadillo, del Metro de Madrid, en medio minuto

Lo recuerda perfectamente. El 21 de enero pasaban 27 segundos de las 13.50. Ese fue el instante en que Rubén salvó una vida. Ocurrió en el Metro y, desde entonces, cada vez que ve un tren llegar a una estación algo se dispara en su cabeza. «¡Mira a qué velocidad entra! Es que es imposible parar a tiempo». Aquel día, sin embargo, el convoy sí se detuvo a tiempo. O, mejor dicho, lo detuvo él. «Yo estaba al principio del andén, tranquilo, leyendo mis apuntes del curso para subinspector camino del trabajo. De pronto oí un grito, -recuerda Rubén, bilbaíno de 38 años y policía desde hace 14-. Me asomé y vi a una persona caída sobre la vía. Estaba al otro extremo de la estación».

El policía Rubén Martínez, de 28 años, en una estación del Metro de Madrid.

Rubén no sabía que su nombre era María Luisa, ni que tenía 52 años, ni que había sufrido un mareo y se había caído de cabeza. La vio inconsciente sobre los raíles y miró al túnel; el estruendo del convoy, las luces destellando se precipitaban hacia la estación. «Salté a la vía y me puse a correr. No es que te lo pienses mucho, no puedes, pero se me debió de pasar por la cabeza: ‘Si salto y corro por la vía, quizá el maquinista me vea y frene a tiempo'».

«Ahora, me quedo blanco cuando veo lo rápido que entran los trenes en la estación»

Fue la decisión correcta, el maquinista frenó a varios metros del punto donde María Luisa se había desmayado. «Me lo dijo el conductor después:  ‘Si no te vemos, no frenamos; a ella no la habíamos visto’. Por eso, ahora me quedo blanco al ver lo rápido que entran los trenes». Rubén corrió sin mirar hacia atrás, llegó hasta la mujer, un cuerpo sin voluntad, la cogió en brazos, cruzó la vía y la stros usuarios. «Yo solo no podía, por la altura y por el peso», recuerda. Una de aquellas personas era médico. «Hasta en eso tuvo suerte, -subraya Rubén-. Sacó instrumental, le tomó la tensión, ella recobró la consciencia y, para que no perdiera otra vez el sentido, me puse a preguntarle: ‘¿Cómo te llamas?’, ‘¿dónde vives?’, ‘¿de dónde eres?’ Es lo que me dijeron en el curso de primeros auxilios que hice hace dos años» .

María Luisa apenas sufrió una contusión leve en la cabeza. «Ella no quiso desvelar su identidad completa ni aparecer en los medios por cuestiones personales, pero mantenemos contacto. En todo caso, tampoco es habitual empatizar tanto con alguien a quien ayudas. Sería una locura, porque como policía socorres constantemente a personas. Pero en este caso, no sé, fue algo especial».

Rubén llegó tarde a trabajar ese día, pero lejos de causarle problemas, pocas horas después lo llamarían un ministro y un secretario de Estado, y el director general de la Policía se acercó a su comisaría a conocerlo en persona. Rubén, en todo caso, no es la primera vez que ayuda a alguien fuera de servicio. El verano pasado, de vacaciones en Croacia, sacó de un lago a una niña de cuatro años. «Recuerdo otra vez, tomando algo con una amiga, que un sujeto levantó un móvil en la mesa de al lado y le eché el guante». Rubén es hijo de policía, un camino que también ha seguido su hermana pequeña. Su madre, confiesa medio en broma, le lanzó un leve reproche. «Me dijo: ‘Pero tú estás loco, hijo mío. ¿Cómo se te ocurre tirarte ahí?'». Lo cuenta y sonríe. Pero vamos, que ella está más orgullosa que nadie .

Antonio García Delicado. La mano entre los escombros

Albañil de profesión, él y varios vecinos de Lorca rescataron a dos niños de entre los cascotes en el seísmo que asoló la ciudad murciana en 2011.

Antonio García Delicado, de 38 años, ante una fachada agrietada por el terremoto en el lorquino barrio de la Viña.

«El primer temblor fue a las 17.05, una sacudida rápida, -rememora Antonio-. Mi mujer y el mayor de mis hijos estaban en la cocina; todo cayó al suelo. A mí me pilló en el pasillo. El suelo hizo una ola y corrí a la habitación de mi hija, que dormía la siesta. La cogí en brazos y dije. ‘¡Todos abajo!’ Tras un temblor siempre vienen réplicas, pero, claro, nadie esperaba lo que vino después». En concreto, una hora y 42 minutos después.

«Si antes del terremoto me preguntan si soy capaz de hacer lo que hice, diría. ‘¡Ni hablar, salgo corriendo!’. Pero no, lo hice. Ahora lo sé»

«Mi familia se fue donde mi suegra, pero yo volví para ver los daños. Caminaba por el medio de la calle para evitar los cascotes que caían de las fachadas y, al doblar la esquina, llegó el segundo. Sucedió todo muy rápido. Salté por los aires y vi el edificio a mi izquierda separándose de la pared. Se oyó un estruendo bestial, los escombros me golpearon las piernas y, de pronto, el polvo. Me dije. Hasta aquí has llegado, Antonio. Recuerdo las alarmas, los gritos, un hombre en el suelo sangrando, una mujer histérica con un crío de la mano; otra sin zapatos y el rostro desencajado. ‘¡Mi casa, mi casa!’. Entonces se disipó la nube y la vimos: su cuerpo asomaba entre las ruinas con las manos hacia arriba; la boca, abierta, llena de polvo. No soy médico, pero se veía que… Antes del temblor había diez o doce personas por allí. ‘Aquí tiene que haber gente’, grité y nos quedamos en silencio. Se oyó a un niño. Un sonido débil. No sé cuántos éramos; solo que nos pusimos a retirar escombros, cristales, fontanería, vigas, el peto de un balcón… ¡una barbaridad! Lo sacamos, pero insistí en que tenía que haber más gente enterrada. De nuevo en silencio oímos al otro, como a lo lejos. Nos pusimos a escarbar y vi su pelo; casi lo habíamos descubierto cuando él solo pegó un bote y salió». La mujer era la madre de ambos niños. el primero, de seis años; el segundo, de tres. «Yo me quedé de rodillas y empecé a llorar. Alguien me tocó. ‘Ya está, venga, ya está’. Levanté la vista, vi el gas de una tubería que movía la polvareda y eché a andar, como un zombi, cubierto de polvo. Si me preguntas antes de aquello si soy capaz de hacer lo que hice, te diría. ‘¡Buh, ni hablar, salgo corriendo!’ Pero no, lo hice. Ahora ya lo sé» .

Inma Alcázar. Nacer entre las nubes

La llaman la matrona de Iberia, aunque nunca estudió Enfermería. Desde hace casi dos años es la madrina de un bebé nacido a bordo de un avión. Ella ayudó a traerlo al mundo.

Inma Alcázar, de 41 años, en las oficinas de la aerolínea para la que trabaja.

«Entre Malabo y Madrid hay seis horas de avión. Un vuelo de corto radio en el argot aéreo. Se vuela de madrugada. El 3 de junio de 2011, a dos horas de Malabo, Inma, 15 años como azafata, 12 en Iberia, ya había entregado el servicio al pasaje, casi todo el mundo dormía en aquel Airbus 319 y los tripulantes se disponían a cenar cuando una mujer le tocó la espalda. «Señorita, creo que la persona a mi lado va a tener un bebé». Por suerte, no sujetaba objetos quebradizos entre las manos.

«El pasaje dormía y me disponía a cenar. De pronto, vino una mujer y me dijo: ‘Señorita, la persona a mi lado va a tener un bebé’

«Me quedé de piedra. ‘¡Cómo!’, le dije». Por si no lo había dejado claro, le confirmó. «Que va a tener un bebé». Asegura Inma que siempre lo recordará todo. «Cuando llegué, la mujer respiraba fuerte. Fui a avisar a mis compañeros y regresé. Le dije que estábamos buscando doctores y que me avisara si rompía aguas. Fue girarme y de pronto me dice. ‘He roto aguas’. Y yo. ¡¿Cómo que ha roto aguas?!, ¡no puede ser!». Y bueno, por instinto o qué sé yo, le preparé en el asiento y, sin darnos cuenta, la cabeza ya estaba fuera. No pude ni pensar ni entrar en pánico. Agarré al bebé y me puse a estirar. La pobre mujer me miraba asustada: ‘¿Pero tú sabes algo de esto?’. Y yo: ‘Pues no, pero es lo que hay’ [se ríe]. Total, que saqué al niño. Salió… ¡Vamos, que si no lo sujeto se cae al suelo! Empezó a llorar y se lo puse a la mamá en la barriguita para que lo abrazara. Ahí aparecieron una matrona guineana, un médico boliviano y una pediatra argentina. Ellos se encargaron del cordón y de todo lo demás» .

Al bebé le pusieron Antonino. «Ese niño siempre va a ser muy especial para mí -prosigue-. ¡Fue todo tan mágico! La madre, que se llama Priscila, enseguida me dijo: ‘Tú serás la madrina de mi bebé, ¿verdad?’. Y yo. ‘Por supuesto que sí'» . Al mes, a Inma la destinaron a largo radio y mantener el contacto con su nueva familia se le hizo más difícil. «Ahora vuelo a las Américas, pero si siguiera en corto radio, pedía todos los Malabo que pudiera. En abril lo bautizamos, en Bata, en Guinea, y el mes que viene voy a verlos. Me ha cambiado la vida», sostiene. Tanto que, confiesa. «Después de ver lo fácil que fue todo, te dan más ganas de ser madre».

Moisés Belloch. Un bebé entre las llamas

Salvar vidas forma parte de su día a día, incluso cuando no está trabajando. Fue así como rescató, a pelo, a un niño de tres años y a su madre de las llamas.

Moisés Bellock, de 49 años, ante el edificio donde salvó la vida de una mujer y su hijo de tres años.

«Mi trabajo consiste en hacer cosas así» , subraya Moisés, bombero durante 25 años. Por cosas así se refiere a rescatar de las llamas, solito y fuera de servicio, a una madre y a su hijo de tres años en un inmueble de Alcira (Valencia) el 7 de febrero de 2006. «Estaba en el bajo, en un centro de día, haciendo terapia con perros a enfermos de alzhéimer -parte de mi trabajo con IAE (Intervención, Ayuda y Emergencias), una ONG que presido-.

«Estaban en el interior, paralizados en medio del fuego, inhalando humos. Así es el miedo, el pánico. Tuve que entrar a por ellos»

De pronto hubo una explosión, salimos a la calle y vimos humo en el segundo. Se oía gritar a una mujer y a un niño llorando. Subí por las escaleras y eché la puerta abajo, pero era todo fuego y humo. Bajé y los vecinos me indicaron una ventanita por la que acceder al patio. Rompí el cristal y desde allí trepé al balcón de la cocina. Ahí los vi, agarrados de la mano, paralizados en medio del incendio, inhalando humos. Los llamé, pero no se movían. El pánico. Unos minutos más y se asfixian. Así que entré y los saqué al balcón, la zona más segura.

Cogí al niño en brazos y bajé por la pared, se lo entregué a un policía y al regresar a por la madre salía fuego bajo del balcón y ya no pude subir. Le dije que aguantara ahí, que ya llegaban los bomberos» . Y así fue, al poco sacaron a la madre y procedieron a la extinción. «Cuando todo acabó -recuerda Moisés, actual jefe de bomberos de Játiva-, volví y aluciné. No sé cómo trepé por la pared; era lisa, apenas había un tornillo. La adrenalina» . Moisés nunca supo nada de la madre y del niño. «Es que no tuvo más importancia -admite con modestia-. En estos años ha habido intervenciones mucho más significativas para mí, en terremotos, donde trabajas en un caos total, destrucción por todas partes, gritos, llantos; eso sí que se te queda grabado».

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