Descubrir un Leonardo tras un oscuro repinte, devolver a un Velázquez su esplendor original y hasta encontrar las piernas de un santo del Greco bajo un vulgar lienzo del XIX. Todo esto puede pasar en esta sala. Bienvenidos al taller de restauración del Museo del Prado. Por Berta López.
• Dos siglos en el Museo del Prado
Entramos en el quirófano del arte. Los talleres donde los secretos de las obras maestras se analizan con las técnicas más sofisticadas y se curan las heridas que el tiempo y los malos restauradores les han causado. Y todo, con dos modestos instrumentos: un bastoncillo y un pincel. Es un mundo altamente especializado, pero que viene de lejos.
Concretamente del año 1734, cuando se incendió el alcázar, y su pintor de cámara, Juan García de Miranda, tuvo que ocuparse ‘del arreglo’ de las obras que se salvaron. De hacer los recortes y readaptaciones necesarias sobre las partes más dañadas. Y de la forración de los lienzos, una técnica que ha pervivido hasta los años ochenta y que consiste en aplicar un engrudo caliente a base de harina sobre la tela. Su labor despierta todavía hoy la admiración de expertos como Rocío Dávila, la más veterana de las conservadoras actuales. Toda una institución en el museo, por cuyas manos han pasado la mitad de sus Velázquez y los Tiziano.
«La consigna es intervenir lo mínimo, pero este trabajo es como una sinfornía: el resultado final depende mucho de la personalidad de quien la toca»
«La restauración en el Prado -explica Dávila- sigue una tradición clara. es muy conservadora. Preferimos utilizar materiales originales; barnices y adhesivos naturales, en lugar de acrílicos o productos muy novedosos pero que no se sabe cómo se comportarán. Se procura que las limpiezas no sean excesivas, porque eso es irreversible. Hay que tocar poco la obra, lo menos posible. Aunque quieras o no, la personalidad del que restaura influye en el resultado. Se debe tener una sensibilidad muy afinada, porque esto muchas veces es como tocar una sinfonía. el resultado depende bastante del que la toca. Pienso que siempre es mejor quedarse corto que seguir y llegar a un punto en que acabas tergiversando la obra. Porque hay recursos pictóricos muy frágiles. Las veladuras, por ejemplo, que al estar hechas con muy poco color, son poco estables. Cualquier intervención las daña. Y los colores cambian con el tiempo. Solo el blanco se conserva intacto. Pero las tierras se oscurecen; los rojos, verdes y azules cambian muchísimo Se ha de jugar con ese balance de colores en diferente conservación para revivir lo que el pintor quiso decir. En fin, hay que ser muy respetuoso con la obra. Eso es lo que aprendí de los restauradores de antes».
Fotos, radiografías de infarrojos, fluorescencias… como cualquier paciente en un hospital, la pintura que llega al taller lo hace con una analítica completa
Rocío Dávila es el eslabón entre los antiguos restauradores y los nuevos. Entró en los años setenta, cuando se crearon el gabinete técnico y el laboratorio. «Yo soy de la primera promoción de restauradores con carrera. Fue un artículo en ABC hablando de ello lo que me dio la idea de dedicarme a esto. Antes no había especialidad. Los restauradores venían de Bellas Artes, de Artes y Oficios. O del Instituto de Martín Gamo, que hizo las estatuas de todas las películas que Samuel Bronston rodó en España, como El coloso de Rodas. Este era un mundo muy pequeño. Éramos cuatro restauradores de pintura, dos ayudantes, una persona para escultura y dos para marcos. Ahora hay 26″. Quince en pintura, uno en soportes de madera, uno en escultura, uno en papel, tres para marcos; tres en el gabinete técnico y dos en el laboratorio. Excepto cinco, todas son mujeres. Pasa en todo el mundo, tal vez por aquello de la delicadeza y el esmero.
La restauración, paso a paso
Ese equipo sigue un mismo proceso cada vez que se pone en marcha una restauración. Normalmente es el conservador el que la propone, porque la obra está sucia o deteriorada o porque va a viajar a alguna exposición. Se hacen tres estudios previos: el fotográfico, que detalla el estado del cuadro; la radiografía de infrarrojos, que informa sobre el dibujo subyacente a la imagen; y la fluorescencia ultravioleta, que detecta las aportaciones posteriores al original. Y además del análisis que hace el restaurador, también pueden pedirse otros al laboratorio químico, para saber el tipo de pigmentos, de barnices… De modo que la pintura llega al taller con una analítica completa, como para cualquier operación. Pero el resultado final, al cabo de un tiempo muy variable –Las meninas se terminaron en unas semanas y La fiesta de San Martín, de Brueghel el Viejo, en año y medio-,» sigue dependiendo de la sensibilidad y la experiencia del restaurador» , como explica Manuela Mena.
La evolución y las modas
«A principios del siglo pasado gustaba ese ‘amarilleado’. Que los cuadros tuvieran una especie de pátina dorada para que se viera que eran antiguos y, al restaurarlos, se les daba encima una capa de barniz coloreado. Se falsificaba la obra. En los soportes también se hacían intervenciones muy agresivas. Se cepillaban las tablas y se dejaban muy finas para lograr el efecto plano. Pero la madera se mueve y hay que dejarle libertad para hacerlo», dice Gabriele Finaldi, director adjunto de conservación.
Ha habido intervenciones funestas. Se han llegado a cortar cuadros, añadido tela… el tiempo en general ha sido más benévolo que ciertas restauraciones antiguas
Los criterios han cambiado mucho porque hemos ido entendiendo cómo se comporta cada material. los barnices, los aceites, los pigmentos En algunos casos a base de meter la pata. Pero hoy eso no ocurre. Los nuevos restauradores tienen mucha formación. Viajan, se conocen entre ellos. La profesión ha evolucionado de forma que en todos los países se trabaja de la misma manera. Y no es cuestión de gustos. Hay una ética de la restauración, lo que se considera una actuación correcta, muy clara. que todo lo que se haga sea reversible. Que se intervenga lo mínimo y que nunca se retire material original de la obra. Aunque siempre hay que contar con la personalidad del restaurador, que es el que se enfrenta físicamente al cuadro. Pero aquí conocen muy a fondo la colección del museo, las técnicas de sus artistas y las intervenciones anteriores que ha habido. Porque muchas veces lo que se restaura no es el cuadro original, sino que se están arreglando y retirando las actuaciones anteriores. Y eso a veces sorprende, porque nos hemos acostumbrado a ver la obra de determinada manera y nos molesta que cambie de aspecto. No hay más que recordar la polémica que suscitó la restauración de la Capilla Sixtina. Es cierto que ha habido intervenciones funestas. Se cortan cuadros para que entren en un hueco. La ronda noche, en el Museo de Ámsterdam, está cortada. ¡Trozos de Rembrandt perdidos! Las hilanderas tiene tela añadida. Nosotros hemos decidido no retirarla, sino esconderla para que se vea como era originalmente. Yo diría que, por lo general, el tiempo es más benévolo con la obra de arte que algunas restauraciones antiguas. Pero creo también que las del Prado van a seguir dando sorpresas. No lo dudo .
Dos siglos en el Museo del Prado
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