Una mujer de clase media-alta, de 36 años, decide contar en primera persona el porqué de su obsesión: liposucción, rinoplastia, aumento de pecho… Su búsqueda de la perfección la llevará a los mejores cirujanos del mundo y a otros descubrimientos…

Estoy tumbada. Me han insertado una especie de compresas en ambas fosas nasales, tengo los ojos tan hinchados que apenas puedo ver, y la respiración se convierte en una labor dificultosa a la que tengo que obligarme cada 30 segundos. Lo veo todo borroso, pero acierto a discernir los contornos de una enfermera con los labios gruesos, que está de pie a mi lado. «¡Trague!», ladra con fuerte acento ruso, mientras me ofrece una gran tableta de color blanco. Obedezco con la esperanza de que el narcótico que sea alivie un poco mi terrible dolor de cabeza.

Hace tres horas que he entrado en la sala de operaciones. Soy una mujer de 36 años, estoy bien de salud, pero tengo una pequeña protuberancia en la nariz. Hace dos años decidí que dicha protuberancia era muy desagradable y me embarqué en la búsqueda del mejor cirujano que el dinero pudiera pagar, con la idea de que me transformara: de narizotas a bella como un cisne.

Mi afición a la cirugía plástica empezó hace seis años, tras el nacimiento de mi segundo hijo, cuando decidí que darle el pecho había tenido consecuencias y que iba a tener que realzar mis dos encantos naturales. Doscientos veinticinco centímetros cúbicos de silicona después, mi ego estaba casi tan sobredimensionado como mi talla de sujetador. Me sentía eufórica. ¡Ojalá todo fuera así de fácil en la vida! No iba a tener problema en acostumbrarme a este tipo de cosas.

«Todas mis amigas han probado el bótox. No estamos hablando de petardas descerebradas. La mayoría son mujeres con estudios superiores»

Esta primera idílica experiencia bajo el bisturí vino a convertirme en una entusiasta de la cirugía estética. No soy la mujer de un futbolista ni una estrellita de la televisión, pero soy lo bastante afortunada como para no tener que preocuparme por las implicaciones económicas derivadas de someterme a este tipo de operaciones. La mayor parte de mis amigas están en la misma situación, y todas tienen por costumbre corregir aquellos elementos de su físico que no terminan de convencerlas, por medio de visitas diarias a la peluquería, del bótox o de los rellenos antiarrugas, de las limpiezas de cutis una vez por semana, de los implantes mamarios y de lo que haga falta. No estamos hablando de petardas descerebradas: la mayoría de ellas son mujeres con estudios superiores.

En mi casa de Londres o en el muy exclusivo colegio de Knightsbridge en el que estudia mi hija, es normal que las conversaciones se centren en la cirugía plástica: quién se la ha hecho y quién no, las buenas, las feas y las malas. De hecho, en mi círculo casi no hay una sola mujer que no haya probado el bótox; hoy lo normal es lo contrario.

Hay más. El hecho de que en la adolescencia fuera una chica gordita y poco atractiva ha dejado secuelas en mi psique. La búsqueda del glamour se convirtió en mi santo grial particular, una constante sed de belleza que tan solo podía ser saciada por medio de nuevas operaciones y tratamientos. En el colegio siempre quise ser como las chicas guapas, y la cirugía plástica me ofrecía la ocasión de borrar todos aquellos años, o eso pensaba yo.

Por supuesto, si tuviera que escoger entre pagar los colegios de mis hijos o dotarme de una frente tersa, me vería obligada a sopesar los pros y los contras de cada tratamiento con cuidado. Está claro que el hecho de tener los medios económicos me ha convertido en menos tolerante con mis imperfecciones físicas. La mayor parte de las mujeres aprenden a vivir con sus defectos porque no pueden permitirse corregirlos. Pero yo sí puedo, y la tentación es tan seductora que no puedo resistirme.

Mi marido, con quien llevo 12 años casada, siempre se ha mostrado paciente y tolerante. No es un hombre que espere que su mujer sea físicamente perfecta, y de hecho no es eso lo que quiere, pero siempre ha entendido que la cirugía y la autoestima están inextricablemente ligadas en mis pensamientos.

Me he convertido en una especie de deslumbrante conejillo de Indias, abocada a la exploración de las nuevas fronteras de la cirugía plástica, lo cual las mujeres con menos dinero no pueden permitirse. Si aparece un procedimiento novedoso que promete convertirme en más hermosa, no me lo pienso dos veces.

Hace un par de meses fui a visitar la pequeña consulta en Kensington del doctor Maurice Dray, el famosísimo dermatólogo parisino, para someterme a su «estiramiento facial en diez minutos». Todos los miércoles, Dray llega desde Francia para administrar su tratamiento milagroso -precio: 450 libras- a las mujeres adineradas de Londres. El tratamiento consiste en la inyección de un compuesto de calcio en las mejillas a fin de estirar la piel del rostro. Es verdad que mis facciones después aparecían más tersas, pero las reveladoras marcas rojizas de las múltiples inyecciones al día siguiente me impidieron asistir a una reunión de padres del colegio.

Hace poco descubrí que tenía unas arrugas en el trasero. No perdí el tiempo y contraté un procedimiento llamado Thermage. Entre otras cosas, el especialista me estuvo masajeando la piel con un aparato ardiente, lo que supuestamente favorece la producción de colágeno y provoca que la piel se torne tan suave como la de un bebé. El dolor era tan intenso que tuve que morder un juguete de plástico para perros a fin de que mis gritos no inquietaran a las demás pacientes. No tuve problema en pagar dos mil libras por un tratamiento científicamente dudoso, impelida por la simple imagen de un culito respingón en un folleto comercial.

Como si no fuera suficiente, otro médico me explicó que seguramente era la candidata ideal para someterme a una técnica de ultimísimo grito: la llamada liposucción Vaser. Según agregó, no sería necesaria una anestesia general; bastaría con una indolora anestesia local, tras la cual insertaría una cánula para quitar toda la grasa subcutánea. La combinación de Thermage y Vaser, afirmó, me proporcionaría el trasero de mis sueños. ¿Y quién era yo para discutirlo? Al momento firmé los papeles que me puso por delante. Eso fue un viernes. El lunes siguiente me encontré tumbada boca abajo en una improvisada sala de operaciones, convertida en la primera paciente a la que el médico sometía a una liposucción Vaser. Cuando me clavó una gran aguja en la nalga y empezó el interminable proceso de extraerme las grasas, me sentí sumida en el pánico. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Me había vuelto loca? Desesperada por lucir palmito o estar despampanante con un biquini en Ibiza, ¿en qué me había convertido?

Resultó que la liposucción Vaser es un tratamiento traumático. Durante las 48 horas posteriores estuve rezumando y chorreando. No voy a olvidar la abyecta humillación de tener que pedirle a la niñera que fuese a la farmacia a comprar compresas para incontinentes, para poder seguir tumbada en la cama sin empapar las sábanas. Y luego estaba la hinchazón. Mis pantorrillas y trasero -«las áreas problemáticas» tratadas por el especialista- aparecían infladas, tumefactas, enormes. Durante cuatro semanas tuve que llevar bragas de refuerzo especiales, lo que no es muy sexy que digamos. De hecho, tenía tan mala pinta que mi marido se retiró a dormir al cuarto de los invitados.

Seis semanas después de la fecha tan señalada volví al especialista para oír la buena nueva. Los resultados habían sido decepcionantes. Ni él mismo estaba en condiciones de diferenciar entre las fotografías de antes y después. El Vaser había sido un error, con un coste de cinco mil libras. Me sentí estúpida. Durante los meses posteriores al fiasco volví a concentrarme en lo esencial. Usaba desodorantes orgánicos y me cepillaba los dientes con dentífrico de menta fresca. Había decidido tomarme la vida de una forma holística y olvidarme de mis accesos de vanidad.

Eso duró hasta que vi a mi amiga Georgina. En enero cumplía 40 años; me invitó a su fiesta. No la había visto en cuatro años, desde que se mudó a vivir a Los Ángeles, y me quedé asombrada por la diferencia. Su nariz su rostro entero tenía un aspecto magnífico. ¿El secreto? Una operación hecha por el doctor Kanodia, conocido como ‘el rey de las narices’ de Hollywood. Kanodia es pionero en el desarrollo de una técnica llamada ‘rinoplastia cerrada’, lo que en lenguaje profano indica que es capaz de arreglar la nariz sin incisiones exteriores: o sea, que no deja cicatrices.

Durante nuestro primer encuentro, Kanodia examinó mi cara y explicó que su técnica era comparable con el «ajuste fino de un Rembrandt». Valiéndose de su experiencia como cirujano (nuestro hombre efectúa 300 rinoplastias al año) y de su ojo artístico (tiene por costumbre pasar horas en el Louvre contemplando retratos de los viejos maestros en busca de inspiración), iba a proporcionarme la nariz que tan solo Dios podía crear… Dios o el dinero, pues la intervención sale por quince mil dólares. Una oferta irresistible para servidora. Al fin y al cabo, mi nariz no era sino un elemento más en una larga serie de ‘apaños’ a los que llevaba tiempo sometiéndome. Nada iba a detenerme. Si Georgina podía tener la nariz de sus sueños, yo no iba a ser menos.

Pasamos al presente. Estoy en el Pearl Recovery Retreat del hotel SLS en Los Ángeles, y lo que quiero es que me pongan una inyección letal. Tengo tan intenso dolor de cabeza que sigo sintiendo las reverberaciones del martillo empleado para machacarme la nariz. No puedo tolerar la luz. Tengo ganas de vomitar. En lugar del reconfortante cóctel de medicamentos que esperaba, tan solo me dan Vicodin, cada tres horas. La cabeza se me va. Durante 48 horas sigo tumbada en la cama. Empapada en sudor, tengo alucinaciones con la actriz Anne Hathaway y con mi madre. Como estoy en un hotel de lujo, y no en un hospital, en mi habitación no hay un solo elemento que tenga que ver con la medicina. Podría sufrir un paro cardiaco, y para reanimarme tan solo contarían con un albornoz de baño y velas aromáticas. Las enfermeras no hablan bien inglés, y si una necesita que vengan, tiene que llamar a la recepción del hotel y esperar cinco minutos a que la pongan con el piso pertinente. Hago venir a una enfermera y me quejo de náuseas; la mujer me ofrece un zumo de manzana y un masaje. La escayola en la nariz me provoca fuertes picores, y toso sangre. Cuando bebo un sorbito de agua, me ahogo, pues tengo la nariz bloqueada por entero. Finalmente he llegado al infierno.

Sin embargo, mis padecimientos no pillan por sorpresa a las enfermeras que me atienden. Todos los días, unos 20 pacientes ingresan en el Pearl Recovery Retreat, uno de tantos lujosos centros de recuperación que hay en Los Ángeles. Estos pacientes han pasado por intervenciones de todo tipo, desde estiramientos a liposucciones, implantes mamarios y hasta implantes de barbilla. «Las reducciones de tripa son las peores, las que más duelen» , dice la enfermera. «Las narices en comparación no son nada».

Es un hecho que la cirugía plástica está tan extendida en Los Ángeles que ya casi ni la consideran un procedimiento médico. Vienen a ser el siguiente paso después de una tarde en el spa. Hablo con una agente inmobiliaria de 52 años que acaba de someterse a una intervención ‘dos por uno’: un equipo de especialistas ha estado trabajándole el rostro y otro equipo, su cuerpo. ¡Máximo rendimiento! Al existir tanta demanda, los centros de recuperación como el Pearl están proliferando en Los Ángeles como los bares ilegales en la era de la prohibición. Todo el mundo encuentra normal someterse a remiendos plásticos de forma rutinaria. No solo eso, en Los Ángeles casi está mal visto que una persona no se someta al escalpelo.

«Durante los seis días posteriores deambulo un tanto mareada por el efecto de la escayola que llevo en la nariz. La peluquera solo me pregunta: ‘¿Qué médico le ha hecho la operación?’.»

Me dan el alta en el Pearl, de forma muy poco ceremoniosa, pues me limito a pagar la factura de 800 dólares por noche de estancia sin que ni me miren las constantes vitales. Durante los seis días posteriores deambulo por Los Ángeles un tanto mareada por efecto de la escayola que llevo en la nariz. Los transeúntes que se cruzan conmigo en ningún momento me miran con horror. De hecho, ni pestañean. Con la escayola en la nariz, voy a la muy exclusiva peluquería Meche, para hacerme unas mechas, y resulta que me sientan entre Drew Barrymore y Jennifer Flavin. La simpática peluquera tan solo me hace una pregunta: ¿qué médico me ha hecho la operación?

Con la meticulosa precisión de una mujer con una misión en la vida, he hecho que mi intervención coincidiera con las vacaciones de Pascua de mis hijos. Mientras me recupero, mis pequeños están en Disneyland. Una vez allí, mi hija se hace una herida en la barbilla tras tropezar con un Mickey Mouse seguramente demasiado entusiasta. Mientras le cose unos puntos, el apuesto cirujano me ofrece un ‘paquete de mamá’ (reducción de barriga más aumento de pechos). Según explica, me sentaría de maravilla con la nueva nariz. Beverly Hills es una verdadera Disneyland para los adultos vanidosos y forrados.

Una semana después de la operación, Kanodia me quita la escayola. Mientras estoy echada para atrás en el sillón, por primera vez en mi vida adulta tengo ganas de que mi cara siga siendo la de antes. Quiero tener la pinta de ser yo misma. Es una epifanía. De pronto estoy haciéndole frente a todos los años de autoodio y de necesidad compulsiva de cambiar mi aspecto. Mi búsqueda de la belleza de repente me parece un absurdo absoluto. ¿Qué he estado haciendo al tragarme este ideal de muñeca Barbie? Me siento una desgraciada.

Mientras Kanodia retira con delicadeza el yeso, me lamento interiormente. Echo de menos mis tetas caídas y mi ajado culo de mujer que ha tenido hijos. Echo de menos ser yo misma.

Han pasado dos meses, y ahora tengo una nariz estupenda. No hay duda de que Kanodia ha hecho un buen trabajo. La cuestión estriba en saber a cuántas intervenciones más voy a someterme. Aunque no descarto el bótox, los rellenos, un estiramiento o hasta una reducción de barriga, mi experiencia en Los Ángeles hace que me lo vaya a pensar dos veces en el futuro. Es posible que se trate de un cliché, pero estoy intentando comprender de dónde procede mi compulsión a cambiar de aspecto y qué puedo hacer para no transmitir esta obsesión a mis hijas. No estoy segura de si voy a encontrar la respuesta en mis visitas regulares al psicólogo, pero ahora por lo menos tengo claro que la respuesta no está en el bisturí de un cirujano.

(La autora ha pedido mantenerse en el anonimato)

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