¿Cómo llega alguien a pesar 267 kilos? Este cocinero vasco lo sabe bien. Y sabe, también, cómo perderlos. En apenas 18 meses ha bajado más de 110 kilos. Mano derecha de Martín Berasategui y conductor de un irreverente programa televisivo, De Jorge -Robin Food para el gran público- es todo un ejemplo para quienes sufren problemas de peso. Socarrón y excesivo, estas son las claves de su milagro. Por Fernando Goitia

David de Jorge es un hombre nuevo. «El mismo gilipollas de siempre, eso sí», matiza el aludido. El cambio es una cuestión de peso. No en vano este guipuzcoano de Fuenterrabía llegó a pesar 267 kilos. «Como un ternero lechal», ilustra. A los 41 años formaba parte de ese uno por ciento de españoles que sufre de obesidad mórbida. Año y medio después, desde el palco que le proporciona Robin Food. Atracón a mano armada, su programa en ETB2, comparte cada semana su lucha contra la báscula con la audiencia, a la que ofrece las recetas que lo han ayudado a perder más de 110 kilos. En su cuartel general en Lasarte, bajo la cocina tres estrellas Michelin de Martín Berasategui -su padrino profesional-, este deslenguado justiciero de los fogones refiere a XLSemanal su proceso adelgazante, confiesa sus perversiones culinarias, sus fobias hacia Walt Disney y «los místicos de la cocina» e invita a Ferran Adriá a hacer ‘guarrindongadas’. Como testigo de sus diatribas, enmarcado en la pared de su despacho, un pantalón de cuando alcanzó su peso máximo. «Lo puse ahí para que no se me olvide la carpa de circo que llegué a ser. Da miedo, ¿eh?».

XLSemanal. ¿Cómo llega uno a pesar 267 kilos?

David de Jorge. ¡Uf! Malos hábitos, tendencia a engordar… , pero la clave de todo es que te abandonas. Si dejas de preocuparte por tu peso, estás perdido.

XL. ¿Y eso cuándo ocurrió?

D.J. A ver, yo he sido un gordo toda la vida. Siempre me recuerdo con michelines. Hasta la adolescencia me preocupaba, hice dietas y bajé alguna vez de peso y todo, pero a partir de ahí…

XL. ¿Qué le hizo reaccionar?

D.J. Una báscula para ganado que vi en un matadero hace cuatro años. Me dije: «Hace siglos que no me peso, con 180 kilos. Vamos a ver». Esperé a quedarme solo y… ¡215 kilos! Me quedé acojonado.

XL. ¡Pues alcanzó los 267!

D.J. Ya, ya, pero fue el primer aviso. Es que yo he sido siempre muy excesivo. Por suerte, no me dio por la heroína. Si comiendo bocadillos de tocineta y demás llegué a 267 kilos, me meto un ‘pico’ y palmo por sobredosis en 20 días.

«Llegó un momento en que me sentía un inválido. Me dolían las rodillas y las piernas. andar era agotador. Hacía el programa, pero acababa reventado»

XL. Volviendo a lo de la chispa…

D.J. A ver, he sido consciente de mi obesidad todos los días de mi vida. Cada noche, en la cama, me decía: «Esto hay que resolverlo» . Pero nunca tuve el valor de hacerlo. Hasta que llegó un momento en que me sentía un inválido. Me dije: «O lo arreglas o te mueres». Vivir era muy difícil. Conseguía hacer el programa, pero acababa reventado. Eso sí, le echaba dos cojones y lo hacía, pero porque tengo una vitalidad del copón.

XL. ¿Qué consecuencias físicas implica pesar 267 kilos?

D.J. Sobre todo, dolor en rodillas y piernas. Andar es agotador. Y luego lo difícil que es ir en coche, avión… He descubierto el placer de sentarme en una terraza, jamás lo había hecho. Las sillas me han desafiado constantemente [se ríe]. Otra cosa genial es encontrar ropa de mi talla. Estar tan gordo es una mierda, no tiene una sola ventaja.

XL. Vestía la ropa a medida, claro…

D.J. Desde hace 15 años. Y siempre pantalón corto, camiseta y alpargatas.

XL. ¿Y en invierno?

D.J. También. Este año experimentaré el frío por primera vez. Era como una orca.

XL. ¿Colesterol, ácido úrico, azúcar… ?

D.J. Te vas a descojonar, pero el colesterol y el ácido úrico los tenía perfectamente. El azúcar era lo que tenía peor; iba camino de ser diabético.

XL. Y cuando se dijo «o lo arreglas o te mueres», ¿qué hizo?

D.J. Empecé a cuidarme mucho más, en serio, a hacer dieta, pero ya estaba tan desbordado por la situación que ya no podía resolverlo por mí mismo. Necesitaba ayuda médica y pedí cita con un especialista.

XL. ¿Qué le dijo?

D.J. Que era más peligroso seguir así que la operación. El problema es que no me podían operar. No puedes entrar a un quirófano con 267 kilos. Piensa solo en la anestesia que necesitas o en si sufro una hemorragia con tanta carne; ¡una burrada, vamos! Tenía que bajar hasta los 200. Durante siete meses llevé un balón gástrico y conseguí mi objetivo.

XL. No sería tan sencillo, supongo…

D.J. Al principio, no podía ver comida; era como una gastroenteritis, pero sin ir al baño. Por la noche parecía como si el balón fuera a salirme por la boca o por detrás. No es agradable, pero perdí once kilos en una semana y me animé.

XL. Tras años de alimentar hábitos pantagruélicos, ¿no sintió debilidad?

D.J. Mira, al llegar a casa del hospital me puse, en plan gudari, a recoger hojas en el jardín. Pues casi me desmayo. Con las verduritas y tal mi estómago sonaba como el rugido de un tiranosaurio. Normal, ¡es que era como un macuto de la mili!

XL. ¿Hizo la mili?

D.J. ¡Qué coño! Me libré por gordo. Alguna ventaja debía tener esto de criar michelines, ¿no? [se ríe].

XL. ¿Cuál es la clave para gestionar un cambio de hábitos tan drástico?

D.J. No dar margen a la ingesta. En cuanto me lleno, paro.

XL. ¿Y qué come?

D.J. Los primeros dos meses tras la cirugía fueron de dieta severa: caldo, zumos y yogur. Pero llegó un momento en que echaba en falta masticar. Así que decidí crear menús compatibles con mi situación. Pasteles de carne, pollo o pescado desgrasados; mousse de sardinas en lata…

XL. ¿Hasta dónde adelgazará?

D.J. Hasta los 120, al menos. Luego necesitaré cirugía para eliminar los faldones y michelines que me cuelgan. Con eso adelgazaré otros 15 kilos de golpe [se ríe]. Será como retroceder 20 años. En cuanto a peso, claro, porque en cuanto a gilipollas, ahora lo soy mucho más que entonces [se ríe].

XL. ¿Y la familia, los amigos y los compañeros? ¿Le presionaban? ¿Le decían que se cuidara?

D.J. Los que más te quieren son los que menos coñazo te dan. Saben que, si no adelgazas, vas mal, pero son delicados. Martín Berasategui y su mujer, Oneka Arregui, han sido ejemplares. Sin decirme nada, han trabajado para que yo tomara esta decisión. Y mi familia; mi mujer, Eli Abad.

XL. ¿Nunca le dijo nada su mujer?

D.J. Hace meses me confesó que se veía viuda joven. He vivido pensando que cualquier día te morías . Llevamos diez años juntos y siempre fue respetuosa, pero se me pusieron los pelos como escarpias. Es que Eli es la polla en vinagre. Sonará cursi, pero es verdad. Soy un tipo con suerte.

XL. ¿Hace ejercicio?

D.J. No había hecho nada en mi vida, pero es vital porque hay un momento en que te estancas. Con mi peso, lo único que podía hacer era ir a la piscina.

XL. Nadar con 267 kilos no debe de ser nada…

D.J. Nadar, no; soy un puto pato. Camino. Además, es que te metes al agua de mala leche y sales como si te hubieran bautizado en el Jordán.

XL. ¿Más cambios dignos de mención?

D.J. Nunca desayunaba. Me metía a la cama cebado y me levantaba sin ganas de comer. Y, ¡oye!, arrancas de otro modo.

XL. ¿Tenía muebles reforzados en casa?

D.J. No tengo una cama con soldadura de plomo [se ríe], pero buscas lo más resistente.

XL. Y lo de cocinar, ¿de dónde le viene?

D.J. Soy cocinero desde niño. ¡Mi madre me tenía que echar de la cocina! Con 14 años, todos forraban la carpeta con fotos de surf, ídolos pop y demás, y en la mía llevaba un marmitako, a Arzak y a Berasategui. ¡Yo era un trastornado del copón!

XL. ¿Cómo conoció a Martín Berasategui?

D.J. De la Escuela de Cocina y de comer en su restaurante, el antiguo Bodegón Alejandro, en San Sebastián. Gané un Campeonato de España de Cocina y con el dinero fui a Francia a trabajar con Michel Guérard, Roger Vergé… , los de la nouvelle cuisine. Martín me dijo que, al volver, le fuera a ver. Con 23 años, me nombró jefe de cocina. Pero, ojo, ¡que yo era un inútil!

«Con 14 años, todos los chicos forraban sus carpetas con fotos de surf y de cantantes pop. en la mía llevaba un ‘marmitako’, a Arzak y a Berasategui»

XL. ¿Sus padres lo veían de cocinero?

D.J. Ellos siempre quisieron que me ganara la vida con lo que más me gustara. Mira, levantarse para ir a un trabajo donde no disfrutas es la puerta hacia la depresión, la enfermedad o el suicidio. Yo es que salgo de casa y me tiro en plancha para llegar aquí. ¡Una ilusión!

XL. ¿Qué solía pedir como regalo por su cumpleaños?

D.J. Con 14 años, les dije a mis padres. «¡Quiero ir a Arzak!, ¡quiero ir a Arzak!». Y, ¡hala!, a Arzak. Conservo la carta firmada de ese día. Es como si un chaval que ama el fútbol se cruzara con Messi.

XL. ¿Jugaba al fútbol de niño?

D.J. El deporte, la educación física era una tortura para mí. Y eso que, con diez años, mi padre me llevaba a Atocha [el antiguo campo de la Real Sociedad], donde vi a López Ufarte, Satrústegui y demás, pero luego empezaron a gustarme más las tías y la cocina que el fútbol [se ríe].

XL. ¿Veía películas de Walt Disney?

D.J. No puedo creer que me preguntes eso. ¡Detesto a Walt Disney! Ese señor ha hecho mucho daño a este mundo.

XL. ¿Y eso?

D.J. Todo ese rollo de humanizar a los animales nos ha jodido siglos y siglos de tradición. Ves al Pato Donald charlando con Mickey Mouse y todo se va a la mierda. Al hacer hablar a patos, conejos, ciervos y demás, Walt Disney nos hizo un flaco favor. Comer es matar. Así ha sido desde que el hombre pisó la Tierra. Habría que desenchufar la nevera donde dicen que está criogenizado, descongelarlo, echarlo a la cazuela y zamparnos a ese terrorista. Pero, oye, que igual es una teoría un poco a mi estilo, exagerada y tal.

XL. Hombre, como teoría desde luego es bastante bestia…

D.J. [Se ríe]. Pero, mira, antes en las matanzas los niños presenciaban los gritos, el corte, el chorro de sangre cayendo al cubo… No sé, que cada vez más la muerte sea un tabú cuando hablamos de comida es una jodienda.

XL. ¿Mataría un pollo ante las cámaras?

D.J. Eso estaría bien, pero es que me matan luego a mí. Mira, de niño en Fuenterrabía veíamos mucho la tele francesa; ahí vi mis primeras tetas [se ríe]. ¡Me pareció la hostia!

XL. Sexo y comida. Se pone interesante.

D.J. No, no [se ríe], lo que te contaba era que veía unos programas de cocina donde una mujer sacaba una anguila de un cubo y le metía un hachazo; cogía una gallina, le cortaba la cabeza y la desangraba. Era todo de lo más normal. Ahora es distinto, yo una vez empecé el programa con un corazón de vaca en la mano y todo dios apagó la tele. Hubo quien me llamó ‘sádico’ y lindezas así. Y, oye, ¡que no maté a nadie!

XL. La casquería tiene hoy mala fama

D.J. Hoy manda el alimento desgrasado, empaquetado, inodoro y con abrefácil. A la gente le da asco oler a abono cuando sale de la ciudad o ver nata en la leche. Si mi abuela viviera, fliparía ante tanta pasteurización social.

XL. Matar una gallina, no, pero con las ‘guarrindongadas’ que muestra en su programa ha creado escuela…

D.J. Es que el ‘guarrindonguismo’ es un arte que hay que tener muy en cuenta. A la audiencia le encantan. He recibido más de 20.000. Mira, si me encuentro con Ferran Adriá, le diré que en esa superfundación que va a crear incluya una cátedra de ‘guarrindonguismo’ [se ríe].

XL. ¿Podría dar una definición del asunto para lectores profanos en la materia?

D.J. La ‘guarrindongada’ es como la perversión sexual de cada uno, pero en la cocina. Esa receta inconfesable que repites y perfeccionas con los años.

XL. Mi hermano, por ejemplo, comía bocadillos de uvas con Nocilla. ¿Es una ‘guarrindongada’?

D.J. ¡Y de las buenas! Lo típico es leche condensada con anchoas; chorizo, o sobrasada, con chocolate; Chiquilín con mahonesa y chorizo de Pamplona… Aunque lo mejor es que alguien se me acerque por la calle y me la confiese a plena luz del día. Me siento como si fuera Elena Ochoa, la del programa de sexo, y alguien me abordara: «Hola, señora Ochoa, a mí me gusta que me metan el dedo por el ano». Y tú: «Ah, qué interesante. Tomo nota. Hablaré de ello en mi programa» [se ríe].

«Es lícito que el cocinero, que siempre ha estado en un agujero sudoroso, se reivindique y diga que es artista, pero me da mucha pereza tanto místico de los fogones»

XL. ¿Qué piensa cuando alguien le dice: «No sé hacer un huevo frito» ?

D.J. Que hay mucho huevón. Mienten para escaquearse. Si dices que no sabes, viene tu madre o tu pareja y te dice. A ver, sal de aquí, energúmeno . ¿Para qué vas a aprender a cocinar si tienes quien te sirva?

XL. Y a usted, ¿qué le enseñaron en la Escuela de Cocina?

D.J. Mis profesores eran cocineros de toda la vida, gente sabia. Hacíamos merluza a la vasca, marmitako, guisos… Y, sobre todo, fregaba. Salí con una técnica de fregado del copón. Ahora les dan improvisación, estructura del plato y marcianadas así. ¡Es construir la casa por el tejado! Antes de pensar en algo innovador y sofisticado para que te aplaudan, debes aprender muchas cosas.

XL. Su lema es «cocinar sin gilipolleces» . ¿Es una carga contra esa corriente?

D.J. Es que en España hemos tenido una generación que ha hecho cosas increíbles, pero hay muchos también que se han dedicado a ejercer de sacerdotes. Se ha hablado poco de cocina, se ha cocinado poco y se ha hecho mucha reflexión metafísica citando a Nietzsche, a Schopenhauer, a Dennis Hopper o a su madre para hablar de comida. El cocinero no puede equipararse con el pintor, el arquitecto o el músico, cuyos nombres perduran por los siglos…

XL. Chefs como Ferran Adriá ocupan portadas de The New York Times, Le Monde, Time…¿Se refiere a eso?

D.J. No, bueno, a ver… Es cojonudo que le den esa atención a Adriá; sobre todo para él, claro. Me parece lícito que el cocinero, que toda la vida ha estado en un agujero sudoroso como un desgraciado, se reivindique y vaya por ahí diciendo que es un artista, pero me da mucha pereza tanto místico de los fogones. Aunque, oye, que yo no soy más que un energúmeno que hace año y medio pesaba 267 kilos. No me puedo poner como ejemplo de nada…

XL. ¿Los cocineros tienen dotes especiales para la comunicación o los que salen en televisión sois, más bien, la excepción que confirma la regla?

D.J. Me dicen que lo hago muy bien, pero me siento muy limitado. Hablo rápido, mi vocabulario es reducido, soy un deslenguado y, a veces, me cuesta explicarme; no soy un gran comunicador. El maestro es Arguiñano. Lo mismo le da a él un programa de cocina, presentar la OTI o un escaño en el Parlamento.

XL. ¿Lo propone para presidente?

D.J. [Se ríe]. ¡Pues lo haría de la hostia! Sería el amo. En todo caso, la mayoría de los cocineros donde mejor están es en la cocina. Es como el escritor al que admiras y el día que lo conoces se tira pedos, huele fatal y no le gusta el vino. ¡Lo matarías! Aquí, igual. tú, al fogón y a hablar a través de tus platos.

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