Mi vida en el gulag

El magnate del petróleo y archienemigo de Vladimir Putin Mijaíl Jodorkovski está en libertad. Las chicas del grupo punk Pussy Riot también. Pero miles de reclusos -entre ellos, algunos presos políticos- siguen malviviendo en los campos penitenciarios rusos en condiciones terribles, como en los tiempos de la Unión Soviética. Por Andreas Albes.

A primera vista, Mijaíl Jodorkovski no tiene a sus 50 años el aspecto de un hombre que ha pasado diez años en las prisiones rusas. Pero hay que mirarle a los ojos.

Cara a cara se ven en ellos el temor y un dolor profundo. «Al final ya no me hacía muchas ilusiones -declaró en Berlín en su primera aparición en libertad-. Un preso está acabado cuando ve que sus esperanzas son destruidas una y otra vez».

Ahora es un hombre libre gracias a la clemencia de Putin, aunque no tiene muy claro qué es lo que llevó al amo y señor del Kremlin a tomar esa decisión. Jodorkovski, en tiempos presidente de la compañía Yukos y uno de los más poderosos magnates del nuevo capitalismo ruso, ha aprendido en la cárcel que todo el mundo está sujeto a la arbitrariedad del sistema… por mucho que te puedas permitir contratar a los mejores abogados del mundo.

De un millón de causas penales, solo 716 acabaron en absolución. Un acusado en Rusia es casi un condenado

Una persona acusada en Rusia tiene muy pocas probabilidades de librarse de una condena. La ley de procedimiento penal establece que todos los acusados asistan a su juicio dentro de un recinto cerrado con barrotes o acristalado, detalle que basta para hacer que la presunción de inocencia suene a chiste. Algunos abogados llevan recogiendo datos sobre los juicios celebrados en el país desde 2012. El resultado: de un millón de procedimientos penales, solo 716 terminaron en la absolución del acusado. Las cárceles están abarrotadas. Hay 680.000 reclusos, más de 100.00 están en prisión preventiva.

Una persona juzgada no solo pierde su libertad. A menudo pierde también todo contacto con su familia si tiene la desgracia de ser enviada a un campo de trabajo en la otra punta de este inmenso país. Y pierde, además, su dignidad como ser humano. Jodorkovski está dispuesto a luchar para cambiar esto. «Hay muchos que lo han pasado peor que yo».

Desde su detención en octubre de 2003 ha estado en dos colonias penitenciarias y en dos cárceles preventivas. Tras el juicio fue enviado a Krasnokamensk, cerca de la frontera con Mongolia. En su traslado pasó seis días dentro de un vagón penitenciario. Ni él ni su familia fueron informados del destino.

El campo penitenciario era el número JaG 14/10; el suyo era el octavo de los 13 barracones con un dormitorio común y capacidad para 100 hombres. Uno de sus compañeros de encierro le cedió la litera inferior, lo que se considera una señal de respeto. Jodorkovski pasó muchos días en la celda de castigo por haber bebido té a escondidas o no haber colocado las manos a la espalda de forma reglamentaria al salir al patio. Una noche, un preso lo atacó en la oscuridad y lo hirió con un cuchillo en la cara. Su mujer, Inna, tenía autorización para visitarlo cuatro veces al año. El aeropuerto más cercano está a nueve horas en coche. Solo le permitían permanecer tres días. En agosto de 2008, un tribunal de Chita -la ciudad a la que lo habían trasladado- rechazó su puesta en libertad. El juez argumentó que carecía de propósito de enmienda, además de que se había negado a aprender «un oficio sensato» en la cárcel. Antiguos compañeros y amigos describen a Jodorkovski como una persona dura e inflexible. Es cierto que el antiguo oligarca podría haberse ahorrado los diez años de cárcel. Le habría bastado con desaparecer en el extranjero llevándose su fortuna consigo. En vez de eso decidió quedarse en Rusia, acusó a Putin de fomentar la corrupción y financió a la oposición.

Los presos tienen que dormir por turnos. No hay camas para todos. Y no pueden lavarse durante semanas

El propio Jodorkovski cuenta que prácticamente todos los días de su encierro se planteaba si ahora haría las cosas de otra manera. «Y tengo que admitirlo: en lo que se refiere a nuestro sistema judicial, fui muy ingenuo… Si hubiese sabido que tendría que pasar diez años en la cárcel, creo que me habría pegado un tiro».

La situación de los centros penitenciarios rusos es en algunos lugares tan dramática que los presos tienen que dormir por turnos porque no hay camas para todos. O las duchas están estropeadas y no pueden lavarse durante semanas. La ley de amnistía aprobada por la Duma en diciembre solo supondrá un ligero alivio de la situación. Estos días están siendo puestos en libertad unos 20.000 hombres y mujeres condenados por delitos leves, como vandalismo.

Según datos de la organización de defensa de los derechos humanos Memorial, entre ellos figuran 37 de los 70 presos políticos. A los opositores al régimen se les suele acusar de delitos que poco tienen que ver con las actividades políticas. Ese fue el caso de Jodorkovski. Y también ha sido el del opositor más conocido en la actualidad, Alexéi Navalni, condenado en julio a cinco años en un campo penitenciario por malversación. Es verdad que la condena fue suspendida poco después, pero sigue pendiendo sobre él como una espada de Damocles.

También fueron amnistiadas por Navidad las componentes del grupo Pussy Riot María Aliójina y Nadezhda Tolokónnikova. Ambas fueron condenadas a dos años por su actuación musical contra Putin en una catedral. Tolokónnikova, de 24 años, fue enviada primero a la colonia correccional número 14, situada en Mordovia. En una entrevista contó: «Mi día era levantarme a las 5.45, 12 minutos de ejercicios matutinos, luego el desayuno y los trabajos forzados. Poder ir al baño o fumarte un cigarrillo dependía del humor de los guardias». Luego escribió: «En junio gané 29 rublos (60 céntimos). En mi departamento cosemos cada día 150 uniformes de policía. Las manos se te llenan de pinchazos de agujas y arañazos y el banco de trabajo, de sangre, pero tienes que seguir cosiendo. Mi grupo cose de 16 a 17 horas diarias. Desde las 8 de la mañana hasta las 12.30 de la noche. Si tenemos suerte, dormimos cuatro horas».

Ahora, una vez liberadas las dos, las Pussy Riot quieren implicarse en la defensa de los derechos de las reclusas: «El sistema penitenciario ruso se basa en la represión sistemática de la personalidad. Las personas son empujadas a la perfidia. Cualquier escrúpulo desaparece». El preso más famoso a día de hoy es el antiguo vicepresidente de Yukos, Platon Lebedev, de 57 años. Todavía tiene que pasar otros cuatro meses en prisión. Está internado a 700 kilómetros al norte de Moscú y sufre hepatitis. A otros directivos de Yukos encarcelados les ha ido bastante peor. Vasili Alexanian, anterior director del departamento legal, fue diagnosticado de sida; enfermó de tuberculosis y cáncer de hígado, por lo que fue puesto en libertad tras depositar una fianza de 1,25 millones de euros. Cuando murió, acababa de cumplir 40 años.

No se sabe cómo entró en contacto con el virus del sida, pero unos 55.000 presos están infectados y 35.000 padecen tuberculosis. Según datos oficiales, el año pasado murieron en prisión 4121 personas. A los casos de enfermedad se suman los suicidios y las muertes por malos tratos. Lev Ponomariov, de la Fundación por los Derechos de los Presos, afirma. «Muchas veces recibimos explicaciones increíbles, como que un recluso se golpeó él solo contra la pared, hasta caer muerto».

«Gulag light» es el término que Jodorkovski utiliza para referirse a las condiciones de vida en las cárceles rusas. Empezó a escribir sobre su estancia en 2011. Los textos aparecían en un pequeño periódico de la oposición. Jodorkovski habla de presos que trabajan como guardianes, como el borracho Sergei, encargado del mantenimiento del orden en el campo y cuya especialidad era golpear a los presos para no les quedaran marcas externas, «pero a los pocos días aparecía sangre en la orina». Otras formas de castigo eran, según relata, las correcciones faciales y las llamadas «extensiones de piernas»: el preso tiene que mantenerse durante horas de pie con las piernas abiertas.

Una historia que le afectó mucho fue lade un joven llamado Kolia, de 23 años. «Como la mitad de los presos, había sido condenado por posesión de drogas», escribe Jodorkovski. Para maquillar las estadísticas, la Policía quiso atribuirle también el robo de un bolso. Cuando Kolia se enteró de que tenía que reconocer que había robado el bolso a una jubilada, protestó: «¡Nunca le haría nada a una mujer!» . Los agentes lo golpearon y lo mandaron de vuelta a su celda para que «reflexionara». Al poco tiempo, Kolia empezó a aporrear la puerta de su cubículo. Cuando los policías abrieron la trampilla por la que se introduce la comida, vieron que el joven se estaba sujetando los intestinos. «Se había abierto las tripas, -cuenta Jodorkovski-. Sobrevivió de milagro. Hoy es un inválido, pero no se arrepiente de nada».

«Fui un ingenuo. Si hubiese sabido que tenía que pasar diez años en la cárcel, me habría pegado un tiro», dice Jodorkovski

A las 731 colonias correccionales que perviven en Rusia se las sigue llamando popularmente ‘zona’, como en los tiempos de Stalin, y todavía cumplen con muchas de las tradiciones del gulag, un entramado penitenciario dirigido con una cruel perfección. El paradigma del terror del gulag lo constituían los campos situados en la Siberia oriental, a lo largo del río Kolimá, donde en invierno se alcanzan los 60 grados bajo cero. Los presos de Stalin estaban obligados a trabajar en las minas de oro y uranio; también tuvieron que construir la carretera de Kolimá para llevar las materias primas hasta el puerto de Magadan.

Cada dos kilómetros se levantaba un campo de prisioneros. Sorprende ver que apenas había vallas. Pero no eran necesarias, explican los yakutos, el pueblo nativo del lugar: los que intentaran huir no sabrían ni en qué dirección correr. En sus agrestes paisajes se puede caminar durante semanas sin encontrarse con un alma. Una fuga solo tendría ciertas posibilidades de éxito si dos hombres se pusieran de acuerdo y llevaran a un tercero… como comida.

A finales de los cincuenta se puso fin al sistema del gulag, pero el último campo penitenciario de Kolimá siguió activo hasta 1987. En la Rusia actual, la revisión histórica de aquellos crímenes no despierta mucho interés. Siempre que se plantea levantar un monumento en algún lugar de Rusia, la idea choca con la oposición de la población. Muchos prefieren que no les recuerden el pasado. «¿Para qué? -dicen muchos-. El presente ya es bastante duro».

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