La historia jamás contada de los 33 mineros chilenos

Setenta días atrapados a 720 metros de profundidad pueden ser muy largos. Dieron para el pánico, la fraternidad, la alegría y la miseria.  Un libro, En la oscuridad, y una película, Los 33, se adentraron cinco años después en la mina San José, donde el 5 de agosto de 2010 un derrumbe atrapó a 33 hombres y conmocionó al mundo. Por Carlos Manuel Sánchez

• Los últimos mineros del carbón

El director, Carlos Pinilla, no hace otra cosa que lo que los dueños siempre le han dicho: mantener la mina en marcha. En caso de accidente, confía en que la dura diorita de la rampa aguante y permita escapar a los mineros. Si cierra la mina, ordena salir a todos y la mina no cede, su empleo peligra. Y ahí, cree él, quedan al menos otros veinte años de producción.

El derrumbamiento

El estruendo y la onda expansiva interrumpen la labor de los 34 hombres que trabajan en las galerías. El conductor del camión que subía, Raúl Villegas, es el único de los 34 bajo tierra en ese momento que logra escapar. Al resto, el derrumbamiento les llega como un rugido, cual si un enorme rascacielos se derrumbara a sus espaldas. Un bloque de diorita de la altura de un edificio de 45 pisos se ha desprendido de la montaña y cae atravesando los estratos de la mina y provocando una reacción en cadena que hace que se venga abajo la parte superior de la montaña. En un despacho, a unos 30 metros por encima de la bocamina, Carlos Pinilla, el director, oye el trueno, y su primer pensamiento es: «Si hoy no había que barrenar…». Pero llega a la conclusión de que seguramente se trata de otra explosión dentro del pozo, lo cual no es preocupante. Pero el fuerte ruido no cesa. Suena el teléfono y una voz dice: «Salga fuera y mire la bocamina». Pinilla sale al sol de mediodía y ve que se forma una nube de polvo como no ha visto en su vida.

Sepultados

La rampa está bloqueada de arriba abajo y de lado a lado por un muro de piedra. A Luis Urzúa se le antoja «la losa del sepulcro de Jesús». Los mineros se quedan paralizados como quien se ve al pie de un acantilado de granito: la losa que tienen ante ellos mide más de 180 metros de alto y pesa 700 millones de kilos. Algunos de los mineros perciben ya la enorme desgracia. «La hemos cagado», dice un minero.

El asalto a la despensa

Se supone que el armario de la despensa guarda suficiente comida para 25 hombres durante 48 horas en caso de emergencia. [Mientras un grupo busca alguna ruta para salir a la superficie, otro se amotina]. Víctor Zamora coge una cizalla para abrir el candado. Otro minero, Franklin Lobos, le dice: «Un momento, yo tengo la llave». Lobos piensa que no hay más remedio que ceder ante esos hombres hambrientos. «Era absurdo pelearse».

Los saqueadores comían a oscuras, con los frontales apagados, como avergonzados de su hambre

Abre el armario y aparece el principal objeto de deseo de los amotinados: paquetes de galletas. Son galletas para niños, de crema con sabor a limón. Se reparten varios paquetes sin control, aunque algunos no los aceptan. Zamora diría más tarde que no pensó en lo que hacía. «Tenía hambre. Era la hora del almuerzo. Casi no le di importancia». Más tarde, uno de los mineros recordaría oír a los saqueadores de la caja comiendo sentados a oscuras con los frontales apagados, como avergonzados de su hambre, pero sin dejar de romper y estrujar envases de plástico, entre chasquidos crujientes al masticar y sin poder evitar que los que no comían los oyeran.

Los nombres de los 33 mineros fueron escritos sobre una roca por los familiares cuando todavía no se tenía noticia de ellos. El día 17 llegó a la superficie la nota de la esperanza. Estaban vivos

Racionar la comida 

A las 12.00 del segundo día están dentro del refugio los 33 hombres cuando Mario Sepúlveda reparte las porciones de la comida diaria. Forman varias filas con 33 vasos de plástico y echa una cucharada, o cucharadita, de atún en conserva en cada uno de ellos, añadiendo un poco de agua a modo de caldo. Les entrega dos galletas y les dice: «Que aproveche. Es delicioso. Que os dure». Esa única comida, a mediodía, contendrá unas 300 calorías y tiene que sostenerlos hasta las 12.00 del día siguiente. [Beben el agua de la refrigeración de las máquinas, turbia de aceite de motor].

Un día normal de trabajo, los hombres se toman el pelo unos a otros sin piedad, y el recurso de Víctor Zamora para intentar tranquilizar a sus compañeros es burlarse de Yonni. A Yonni le trae sin cuidado que sus hermanos mineros se burlen de él. Quiere verlos reír porque, por la noche, los ve serios y desvalidos. Yonni observa que a uno de sus compañeros le tiembla la mano y que otro sufre temblores en el tronco. Conoce algo de la vida de esos hombres, y para él es evidente que les afecta la abstinencia de alcohol. Su ansia de nicotina la han podido satisfacer a base de colillas de la basura, pero no hay restos de bebida fuerte.

El pastor

A José Henríquez, evangélico devoto, sus compañeros le llamarán el Pastor porque cuando comienza a hablar queda claro que sabe hablar de Dios y a Dios. Tiene 54 años y es minero desde la década de 1970. Ha sobrevivido a cinco accidentes de mina, incluidos dos en el sur de Chile, en el que perecieron casi todos los compañeros de su turno. Henríquez se pone de rodillas e invita a los mineros a hacer lo propio. «No somos lo mejor de los hombres, Señor, pero ten piedad de nosotros», comienza Henríquez, y con esta simple afirmación impresiona a algunos. Víctor Segovia es consciente de que bebe demasiado; Víctor Zamora se encoleriza fácilmente; Pedro Cortez piensa en lo mal padre que ha sido con su hija…

«¡Levántate! Si sigues ahí tumbado en el suelo vas a morirte y te comeremos». Y esas palabras cobran sentido inviable en otras circunstancias. Claudio se pone de pie. Le tiemblan las piernas

Frente al horror

Mario Sepúlveda se mantiene lo bastante entero y espabilado para apreciar cómo prospera la degradación entre los hombres del refugio. Se fija en el frágil Claudio Yáñez, que apenas se mueve y se encuentra en un estado lamentable. «¡Eh, concha de tu madre, incorpórate! Levántate porque, si sigues ahí tumbado en el suelo, vas a morirte y te comeremos». Dichas por alguien que hace tantos días que no come, esas palabras de «te comeremos» cobran un sentido inviable en otras circunstancias. «Más vale que te levantes porque, si no, vamos a obligarte a patadas». Sobresaltado, Claudio se pone en pie y todos pueden ver lo flaco que está. Se ha levantado con gran esfuerzo sobre sus piernas temblorosas. «Era como ver a un potrillo recién nacido que intenta caminar», diría Omar Raygadas. Finalmente, el potrillo endereza las piernas y da un paso.

Varios de los mineros atrapados, a través de la cámara que se bajó con la sonda que los localizó 17 días después del accidente. Les quedaban todavía dos meses hasta ser rescatados

La mano de metal

El trépano [taladro] ha abierto brecha a 688 metros de profundidad. Richard Villarroel y José Ojeda se ponen en pie de un salto y echan a correr hacia donde se escuchó el ruido, como una leve explosión. Richard coge de paso su llave inglesa, la más grande que tiene. Golpea el trozo visible de tubo con alegría y desesperación; un clanc-clanc incesante para anunciar la presencia humana al operario de superficie: «¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí!». Los 33 mineros se reúnen rápidamente alrededor del tubo y el trépano. Carlos Mamani cae de rodillas ante el taladro: «Sentí como si una mano hubiese atravesado la roca y llegado hasta nosotros».

«¡Están vivos todos los huevones!»

Emerge el último tubo de la perforación cubierto de barro. Los operarios echan agua y aparece en el metal una marca roja que los mineros habían pintado.» ¿Estaba eso ahí antes?» , pregunta el ministro. «¡No!» , contestan emocionados. Por fin tienen la confirmación de que hay al menos un hombre vivo allá abajo. El ministro ve que hay algo envuelto en la punta y lo coge. Son trozos de goma, debajo hay trozos de papel. [Los mineros han pegado una docena de mensajes al tubo, pero solo llegan tres]. El ministro saca con cuidado un papel húmedo. Lee en voz alta. «El trépano abrió brecha en el nivel 94…» . Empieza a leer otra nota. «Querida Lilia. Estoy bien». Mientras lee, un peón ha desplazado con el pie los trozos de goma que el ministro ha tirado al suelo. Hay algo dentro. «Es otra nota», advierte alguien. El ministro la abre. «Estamos bien en el refugio. Los 33». «Vivos». Aquellos 33 cabezas huecas siguen con vida. «¡Todos los huevones!». De pronto, todo son vítores y abrazos, y uno de los perforadores cae de rodillas. Algunos sollozan.

Como astronautas

La profesionalidad de los médicos en la superficie salva a los mineros. Toman la decisión de «no meter comida por el agujero»para hacerla llegar hasta aquellos hombres hambrientos que suplican por ella. Cualquier hombre que haya estado privado de alimento durante un lapso de entre cinco y siete días, o más, está falto de fosfatos y potasio que el organismo necesita para digerir carbohidratos. Cualquier atracón puede desencadenar un fallo cardiaco. Esa fue una lección aprendida durante los días finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados mataron sin querer a muchos supervivientes de los campos de concentración al alimentarlos con latas de raciones C (comida precocinada) y chocolatinas. Las autoridades chilenas han consultado con expertos de la NASA y optan por seguir su consejo de proceder «con suma frugalidad y lentitud». Empezarán suministrando a aquellos hombres alimentos por un total de 500 calorías diarias durante los primeros días, proporcionadas por una bebida energética con suplementos de potasio, fosfatos y tiamina (vitamina B).

Una de las imágenes de los mineros en el refugio cuando ya se había iniciado el rescate, que se llevó a cabo con una cápsula especialmente diseñada para ello

Un animal en cautividad

Así se siente un animal en cautividad [Les anuncian que no podrán sacarlos hasta Navidad, faltan casi dos meses]. Víctor Segovia escribe en su diario: «Los ánimos de todos están muy bajos. Antes de que llegara la ayuda, había paz, rezábamos todos los días. [… ] Ahora que ha llegado ayuda, en vez de estar más unidos, no hacemos más que pelearnos y discutir». Cada dos días, Víctor constata nuevos estruendos provenientes de las entrañas del cerro, un recordatorio del desprendimiento de roca que los atrapó allí dentro. Por el momento, lo único que puede hacer es esperar a que los rescaten y a que les den comida… «Ahora sé cómo se siente un animal en cautividad, siempre dependiendo de una mano humana que lo alimente».

‘Gran hermano’

Las llamadas telefónicas son muy breves, de quince segundos al principio. Déjennos hablar con nuestras esposas y nuestros críos, piden los mineros. [Y se quejan del paternalismo de los psicólogos, que restringen las comunicaciones para evitarles ansiedad. En cambio, les han puesto una línea de fibra óptica. Tienen señal de televisión]: Partido de fútbol de la selección de Chile. El equipo chileno lleva camisetas con la leyenda «Fuerza, mineros». Uno de ellos graba a sus compañeros mientras ven el fútbol y el vídeo es distribuido por el Gobierno. Los hombres sonríen y saludan a cámara. Víctor Segovia opta por no sumarse a sus colegas porque no quiere que la gente del exterior piense que todo va bien dentro de su prisión-caverna, cuando en realidad no es así. Con el tiempo, otros mineros se rebelan también contra la idea de ser pececitos en un acuario para que todo el mundo los contemple: durante unas horas tapan la cámara, que emite una señal de vídeo continua hacia la superficie.

«¡Nos vamos a la playa!»

Estudiar para el examen de conducir mientras la vida de uno pende de un hilo es demencial. Es uno de los delirios de la fiebre del dinero que Carlos Bugueño considera que se está apoderando de él y de sus compañeros. «La plata [el dinero] estaba empezando a nublarnos el juicio» , afirma. Los detalles de la vida fácil que les aguarda en el exterior vienen de todas partes. El enlace por fibra óptica les trae la señal de un programa de televisión donde anuncian que el Gobierno de la República Dominicana ha ofrecido llevar a los 33 mineros y a sus familiares a un complejo turístico del Caribe. «¡Nos vamos a la playa!» , grita uno de los soterrados. Los hombres llevan un mes sin ver la luz del sol y la mayoría no ha puesto nunca el pie fuera de Chile.

«Te meto preso»

Sea como sea que se cuente la historia de aquellos hombres, quedará por determinar quién se beneficiará de contarla. Tengamos cabeza, dicen varios de los mineros, y no permitamos que otros ganen dinero con nuestro sufrimiento, como hacen siempre. [Hacen un pacto de silencio, a propuesta de Juan Illanes, que se ha convertido en una especie de asesor jurídico allí abajo]. Mario Sepúlveda se acerca a consultarle. Sepúlveda no dice que tenga un contrato para dar una entrevista, pero el simple hecho de que le esté preguntando de qué puede hablar despierta las sospechas de Illanes. «Mira, compadre -le dice Illanes-, ándate con mucho cuidado. Porque entre lo que es tuyo y lo que es propiedad del grupo hay una línea muy fina de separación. Si vos la cagáis, yo te meto preso. Dejemos eso claro. No hay nada aquí abajo que sea solo tuyo. Nada. ¿Vas a decirme que si te hubiéramos dejado encerrado aquí durante semanas sin compañía de nadie, completamente solo, y luego viniéramos a rescatarte, te encontraríamos tan lúcido y en forma como ahora? ¿Has conseguido estar así tú solo, por tu cuenta? No, compadre. Vos llegasteis tan lejos porque detrás de vos estábamos otros 32».

El rescate

La cápsula entra en la caverna del nivel 135. Yonni Barrios, desnudo de cintura para arriba, es el primero en acudir y saludar a González -el rescatador-, quien sale de ella con su mono naranja inmaculado. A Yonni se le saltan las lágrimas y ambos hombres se funden en un abrazo. «¡Ahí arriba hay la leche de gente esperándolos, muchachos!» , los anima González. A González, el aspecto de los 33 hombres le recuerda el de un grupo de hombres primitivos. Varios están desnudos de cintura para arriba, llevan pantalones cortos recogidos por encima de los muslos que más bien parecen unos pañales y calzan unas botas que están hechas trizas. «Era como si fueran una panda de cavernícolas».

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