De niños de la guerra a esclavos en Turquía
Trabajan doce horas al día, seis días por semana… para ganar treinta euros. Miles de niños sirios huidos de la guerra son explotados en Turquía. Sus familias dependen de sus ingresos para sobrevivir. Por Raphael Geiger / Fotos: Cigdem Yuksel
Cuando Nuri habla, de su boca infantil salen frases de adulto. Parece que se hiciera mayor de repente, más serio. Se muestra prudente, conciso, sin sentimentalismo superfluo. ¿Qué eres, Nuri, un niño o un adulto? «¿Un adulto joven, a lo mejor? -responde Nuri a sus 14 años-. En casa sigo siendo un niño, pero trabajo, gano dinero, así que ya no soy un niño». Y lleva así desde los 10 años, trabajando 12 horas al día, 6 días por semana. Se levanta a las 7:30, y a las 8 entra en una pequeña fábrica de Gaziantep, al sur de Turquía, cerca de la frontera Siria, una ciudad donde conviven miles de sirios sin papeles y dueños de fábricas, también sirios, con conexiones en puestos claves de la burocracia local.
Nuri se sienta en una silla de plástico junto a los bancos de trabajo donde están las máquinas de coser. Huele a cola. En una radio suena pop turco. Nuri trabaja en silencio, con rapidez; siempre el mismo movimiento: cortar con unas tijeras una ristra de piezas de material sintético que sus compañeros cosen a máquina a las suelas de sandalias baratas para mujer. Con una mano coloca la pieza sobre el regazo, con la otra la corta siguiendo el patrón. Podría hacerlo con los ojos cerrados.
La legión infantil siria
En la fábrica donde trabaja Nuri hay sirios adultos y niños, incluso el hijo del dueño, a sus 5 años, echa una mano. Los menores trabajan y ganan lo mismo que los adultos. Son parte de la legión de niños sirios en Turquía -unos 380.000- que no van a la escuela. Nuri es de los mayores. «Ya hay bastantes delincuentes juveniles por aquí -se justifica el dueño de la fábrica-; es mejor tenerlos trabajando que verlos todo el día en la calle sin hacer nada».
A Gaziantep, antes básicamente un lugar de paso, han llegado tantos sirios que los alquileres se han disparado. No en vano en Turquía viven ya 2,9 millones de sirios. La mayoría convive con los turcos en los barrios más humildes de las grandes ciudades, son pocos los que están en campamentos de refugiados. «Los sirios debemos ganarnos el dinero. No deberíamos vivir a costa de nadie», reclama el empresario.
«Es mejor tenerlos trabajando que verlos todo el día en la calle sin hacer nada», dice el dueño de una fábrica
Nuri podría estar ahora en Alemania si hace 2 años su familia hubiese tenido dinero para huir a Europa. Es decir, antes de que el presidente Erdogan retuviera a los refugiados en la orilla turca del Egeo y de que los países balcánicos cerraran sus fronteras para evitar que siguiera entrando por ellas gente como Nuri.
Es jueves por la mañana y a Nuri le quedan 34 horas de trabajo hasta la tarde del sábado, para recibir sus 120 liras semanales (30 euros). Les da el dinero a sus padres, que le dejan 10 liras para sus cosas. «Somos 9 hermanos y mi padre gana lo mismo que yo. Por eso, los hijos hemos de trabajar. Así son las cosas».
Nuri lo lleva bien, pero sabe que hay otro mundo más allá del mar. Su padre tiene una tableta y en casa hay Internet, aunque lento. Unos parientes que consiguieron llegar a Estados Unidos les enseñaron su nueva casa por Skype. Los dormitorios, el sofá, el baño… «Todo era enorme -dice-. Nunca había visto una casa tan grande». A Nuri, en todo caso, más que acabar allí o en algún país europeo lo que le gustaría es volver a Siria: «Quiero que todo sea como antes».
Siempre malas noticias
Cuando empezó la guerra, su familia se fue a vivir al campo con unos parientes. Su vida, el taller de zapatos de su padre, el colegio de Nuri, los amigos en la calle; todo quedó atrás. Hoy Nuri no sabe bien qué ha pasado en su ciudad natal, Alepo. No le gusta ver las noticias, pero las lee en el rostro de sus padres, siempre malas noticias sobre Siria.
La llegada de los sirios a Gaziantep ha propiciado el auge de un mundo paralelo en los alrededores de su antiquísima fortaleza. Fábricas que producen al margen de la ley para Irak o Turkmenistán, calles llenas de diminutos talleres instalados en los sótanos; los productos suelen ser zapatos baratos, a veces también ropa. Luego están las familias sirias con sus numerosos hijos, que hacen lo mismo que Nuri, pero en sus casas. Las fábricas les llevan el material, y la familia entera
-padres, abuelos y niños- se ponen al tajo.
El trabajo infantil está prohibido en Turquía, pero muchos dueños de fábricas presumen de buenas relaciones con los funcionarios «que se pasan de vez en cuando a inspeccionar». Ven a los niños, pero se van sin hacer nada.
Nuri, de mayor, quiere ser electricista. «Es un trabajo que difícilmente podrán hacer las máquinas -razona a sus 14 años, sopesando los cambios en el mercado laboral al hacer planes de futuro-. Durante mucho tiempo seguirá haciendo falta gente que trabaje como electricista».
Nuri sabe lo que cuestan las cosas. La camiseta que lleva vale unas 15 liras (3,6 euros); los vaqueros, 20 (4,8); y los zapatos, 30 (7,2). Dice que solo podrá permitirse una vida mejor si aprende un oficio que le haga ganar más. «Harían falta unas 2500 liras al mes -afirma-. Así que para una familia de 11 personas nos harían falta unas 1000 liras más a la semana».
La incapacidad de soñar
Cabe pensar que a Nuri, a sus 14 años, se le ha olvidado lo que es soñar. Él prefiere pensar solo en el siguiente paso. Por eso señala a la máquina de coser. Pronto, dice, le gustaría trabajar en una de ellas. No porque le paguen más; es solo que quiere aprender. La máquina, cree Nuri, podría hacerle estar un paso más cerca de tener un oficio de verdad.
«Tengo que ir empezando a pensar en casarme algún día», dice. En Siria, cree, podría permitírselo; allí su familia era dueña de una casa, no pagaban alquiler. Y podía ir al colegio. Tres años fue, antes de la guerra. Le gustaban las matemáticas, dice, los números en general. Pero luego, en 2013, con su llegada a Gaziantep, se acabó el colegio para Nuri. Por culpa del alquiler que su familia tiene que pagar aquí. «Así son las cosas», dice Nuri, una vez más.
Nuri no ha oído nada del acuerdo al que los europeos llegaron con el Gobierno turco. No sabe nada de los 6000 millones de euros que la Unión Europea ha destinado a ayudar a los sirios en Turquía.
Si aceptaran a su familia en el plan de ayuda a los más necesitados, les darían 100 liras al mes por cabeza. Son 9 hermanos, más la madre y el padre, lo que supondrían 1100 liras. Podrían sacar el dinero directamente del cajero automático con una tarjeta. Sin embargo, las ayudas suelen ir a familias en las que, por ejemplo, falta el padre o han quedado a cargo de los abuelos.
Nuri no espera ayudas de ningún tipo. Ya se ayuda él solo. Hay orgullo en su voz cuando lo dice. No se le nota si está cansado, ni por la mañana ni por la tarde ni al caer la noche, él sigue cortando sus piezas de material sintético una tras otra. ¿En qué piensas durante todo este tiempo, Nuri?
«Casi siempre estoy sin pensar en nada -responde-. Bueno, sí, a veces, me acuerdo del domingo pasado. Estuve en el parque, jugamos al escondite».
Una limonada y una bicicleta
Un sueño pequeño sí que tiene. Gaziantep es una ciudad muy grande, dice, y él apenas la conoce. Le gustaría explorarla, a ser posible con una bicicleta. «Una buena bici te cuesta un par de cientos de liras, menos si es un modelo viejo». Cuenta que también trabaja para poder comprársela, que ya lo tiene hablado con sus padres. De las 10 liras que le dejan que se quede como paga, siempre aparta algo para la bicicleta.
En Turquía hay 380.000 niños sirios que no van a la escuela. En las fábricas trabajan y ganan lo mismo que los adultos
¿Qué cosas te compras con tu dinero, Nuri? «Los domingos me compro una limonada en el parque». Por la tarde, a las 8, cuando vuelve a casa con su familia y después de cenar, Nuri tiene un rato para sí mismo. Si le dejan, coge la tableta de su padre. Hay un juego on-line que le encanta. Cuando las horas se le empiezan a hacer eternas en la fábrica, Nuri piensa que ojalá fuese ya de noche para poder jugar un rato.
La conexión japonesa
El juego va de un soldado que dispara a americanos, a rusos, a alemanes. «Juego contra otros niños, de todo el mundo», cuenta Nuri. Incluso con uno en Japón. Los niños en Japón juegan un rato antes de ir al colegio, allí ya es por la mañana temprano cuando Nuri se conecta en Gaziantep después de todo un día en el taller. Nuri juega para olvidarse del trabajo, de ese mismo movimiento repetido siempre, cortar la misma pieza según el modelo una y otra vez. Mientras juega, todo eso se le va olvidando poco a poco. «Disparando, me relajo», confiesa.
Nuri apenas tiene tiempo para las cosas que suelen hacer los chicos de su edad, como saltar al lago desde las rocas, meter un gol, ver películas y series, dar vueltas por la ciudad; Nuri no tiene tiempo para olvidarse del tiempo. Normalmente, cuando dan las 11 o las 12, ya está tan cansado que apaga la tableta, se echa junto a sus hermanos pequeños y se duerme al instante. Ellos se van a la cama mucho antes, todavía son niños.