El templo vacío
El párroco Abdalla Khabaze, de la iglesia San Jorge de Alepo. «El número de feligreses católicos se ha reducido por la guerra. De veinte mil a nueve mil», dice con preocupación. La mayoría huyó al comenzar la guerra
El recreo de la esperanza
Diez de la mañana. Hora del recreo y del almuerzo en el patio del centro educativo de los maristas azules en Alepo. Alrededor de 500 niños, musulmanes y cristianos, vienen diariamente a este lugar en la parte occidental de la ciudad, un oasis en el infierno de la destrucción
El hombre de azul
El marista Georges Sabé visita a dos familias de desplazados que residen en un antiguo hospital de Alepo. «Tenemos miedo a que esto se derrumbe. Dormimos en lo que eran quirófanos. Son las zonas más aseguras»
El regreso imposible
Mariam, de 43 años, con tres de sus cinco hijos en las ruinas del barrio Boustan el Bacha, uno de los primeros que ocuparon los rebeldes. Mariam y su familia huyeron y durante cuatro años se refugiaron en una residencia universitaria del otro lado de la ciudad. Ahora viven en el último piso de este edificio. Sin agua ni electricidad. Su marido, funcionario, apenas gana 60 dólares al mes. «Estamos cansados», susurra Mariam.
El recuerdo de una guerra atroz
En el hospital de San Luis de Alepo, la hermana Arcángela recogía las balas que les alcanzaban y las transformaba en crucifijos. «El Señor me ha inspirado para convertir las balas en símbolos de vida. Muchos musulmanes me han pedido que les dé uno, en recuerdo de esta atroz guerra que nos ha hecho tener aun más fe».
La fuerza de Leyla
Laica y voluntaria de los maristas azules, Leyla Moussalli abraza en medio de las ruinas a dos niñas musulmanas que viven entre escombros y a las que atiende. Leyla se ha jugado la vida muchas veces. Una de ellas, en 2013, cuando rompió el cerco de Alepo disfrazada de musulmana para ir a la zona controlada por los rebeldes islamistas. Se habían quedado sin alimentos para las 30 familias que tenían acogidas en la casa de los maristas. «Si me hubiesen descubierto, me habrían matado. Nuestra fe nos da la fuerza».
Se los reconoce por su sudadera azul, el color de su congregación. Son un grupo de maristas que no abandonaron la ciudad de Alepo, en Siria, ni durante los peores bombardeos. Ayudan a católicos y musulmanes a reconstruir su ciudad y sus vidas. Por Iván Benítez
Desde el púlpito veo el terror en sus ojos». El padre Abdalla Khabaze, párroco de la iglesia San Jorge de Alepo, también tiene miedo, pero jamás se permite demostrarlo.
La mayoría de sus feligreses se encuentra en situaciones mucho más duras que él. Son familias ‘desplazadas’; gente que tuvo que abandonar sus hogares y trasladarse a otro punto de la ciudad cuando Alepo quedó dividida en dos en 2012.
Sin casa y sin apenas medios, a muchas de estas familias las atienden los maristas azules, una congregación católica que, al comenzar la guerra, decidió quedarse en Alepo. Su misión: ayudar tanto a los desplazados cristianos como a los musulmanes. A estos maristas, que en 2016 recibieron el Premio Navarra a la Solidaridad, se los llama ‘azules‘ por el color de su sudadera, que identifica su orden humanitaria formada por 85 personas, entre religiosos y laicos.
«La vida en Alepo es ahora más triste que durante la guerra. A las restricciones te acostumbras. Pero no a la pobreza… ni a la falta de esperanza», dice un médico voluntario
«Para entender lo que está pasando en Siria, hay que vivirlo desde dentro. Los medios aportan una idea muy limitada. La gente está perdida, destrozada para siempre. Nos hemos convertido en un pueblo de mendigos. Y no queremos ser mendigos. Queremos vivir…», se lamenta Georges Sabé, uno de los dos hermanos maristas azules que dirigen la congregación.
En 2012, Alepo quedó enquistada en un doble cerco. Una parte, el este, la controlaban los ‘armados’ islamistas de ISIS y Al Nusra; y otra, la zona oeste, estaba dominada por el Ejército sirio. Los rebeldes del este (que luego acabarían siendo definidos como ‘organizaciones terroristas’, aunque en principio se rebelaban contra la dictadura de Al-Asad y contaron con el apoyo de buena parte de Occidente) cortaron los suministros básicos a los distritos leales al Gobierno, además de la luz y el agua.
Un año y dos meses después de la liberación de Alepo (es decir, cuando el régimen de Al-Asad recuperó el control apoyado por tropas rusas), en la zona este de la ciudad aún quedan barrios enteros sin luz ni agua. Allí, una vez al mes los maristas reparten cestas de alimentos y productos de primera necesidad a cientos de familias. Además, se encargan del realojo, la atención sanitaria, la educación, la formación para mujeres…
«Ahora, la vida en Alepo es más triste si cabe que durante la guerra», cuenta Nabil Antaki, miembro laico de los maristas azules y uno de los pocos médicos que decidieron quedarse en la ciudad. «Durante la guerra vivíamos con restricciones. Y te acostumbras. Pero ahora la vida no es buena por la pobreza, la falta de empleo, de esperanza…».
Un pueblo dividido en dos
Además, está el problema de la reconciliación. Los habitantes de Siria han quedado divididos entre los que apoyan y los que rechazan al presidente Bashar al-Asad. Georges Sabé es consciente de la dificultad de la reconciliación. «Una parte cree que la otra representa el mal. Hablar, imaginar y crear con el vecino parece hoy imposible». Este cisma los desplazados lo ‘visualizan’ cada día al ver la destrucción que los rodea. «El desplazamiento de las familias en la propia ciudad, el saber que tu casa está a escasos metros pero que no vas a volver, conlleva un sufrimiento psicológico serio. Las guerras no solo son las bombas. Hay otras batallas más difíciles de afrontar».
El sonido de las bombas tampoco ha callado aún. En los suburbios quedan grupos armados, y los morteros siguen alcanzando el centro de la ciudad. De hecho, el 18 de febrero uno cayó a 600 metros de la casa de los maristas azules, situada en la zona oeste.
A los escombros se une el odio entre vecinos, divididos entre partidarios y oponentes a Al-Asad. «Una parte cree que la otra representa el mal», admite el hermano Sabé
También Unicef alertaba hace unas semanas de que la situación está empeorando en todo el país. El régimen de Al-Asad sigue bombardeando a la población civil. Solo en los dos primeros meses de 2018, 1000 niños han muerto o han resultado heridos.
Sabé es consciente: «El prudente optimismo que teníamos hace algunos meses sobre al final de la guerra y una paz verdadera se ha transformado en pesimismo. La situación en Siria se ha convertido en un embrollo imposible de deshacer. Con el Ejército turco en el noroeste, las tropas americanas que apoyan a las milicias kurdas en el noreste, las incursiones israelíes por el sur, y la situación en Damasco y Guta, no quedan motivos para ser optimista».
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