El 9 de agosto, un autobús escolar saltó por los aires en Saada (Yemen). La bomba era saudÃ. Murieron 40 niños. La noticia dio la vuelta el mundo y Yemen, por un momento, ocupó titulares. Luego, otra vez, silencio. Una periodista ha recorrido el paÃs en busca de respuestas. ¿Cómo fue posible? ¿Qué está pasando en Yemen? Un viaje al horror, donde las bombas y la guerra se mezclan con la propaganda. Por Fiona Ehlers
⢠En Yemen los niños no tienen futuro
El padre nos conduce al austero salón de su casa. Nos pide que nos sentemos en el suelo y nos ofrece té y pan dulce. Saca un móvil y reproduce un vÃdeo que él mismo grabó. Tres jóvenes, con túnicas de colores, bailan al ritmo de los tambores. «Les gustaba tanto bailar…», dice. De una bolsa saca las túnicas de sus hijos. En los cuellos, todavÃa se ven los nombres escritos con bolÃgrafo: AlÃ, de 9 años; Ahmed, de 11; Jusef, de 14.
Este drama no está causado por una inundación o un terremoto. Ha sido provocado exclusivamente por el ser humano
Los tres hijos de Husein Tayeb, de 38 años, están muertos. El 9 de agosto, a las nueve de la mañana, los alcanzó una bomba en Dajhan, un pueblo al norte de Yemen, en la provincia de Saada. Su autobús saltó por los aires. Murieron 51 personas; entre ellas, 40 niños.
La noticia de esta tragedia dio la vuelta al mundo, puso fugazmente el foco de atención en la catastrófica situación de Yemen, donde los rebeldes hutÃes y las tropas fieles al Gobierno llevan años combatiendo, donde una coalición internacional liderada por Arabia Saudà está reduciendo el paÃs a escombros con sus bombardeos.
Pero Yemen volvió a desaparecer poco después de los titulares, regresó a su invisibilidad, a su naturaleza de guerra olvidada. Hay dos motivos: a casi nadie se le permite entrar en el paÃs, sobre todo si son informadores occidentales, y a casi nadie se le permite salir.
Es la primera vez que Husein relata su historia a periodistas extranjeros. Han pasado semanas desde del ataque. Husein es cantero, nos cuenta; lo que más hace ahora son lápidas.
Aquella mañana llevó a sus hijos en moto hasta la parada de autobús. Los niños iban de excursión escolar. Se despidió de ellos con un beso. Acababa de montarse en su moto cuando cayó la bomba. Tayeb corrió hacia el autobús en llamas, se adentró en el amasijo de hierros y sacó el primer cuerpo. Era Ahmed, el mediano, y ya no respiraba.
Tayeb cuenta su historia sentado en el suelo de una casa de barro, en el mismo lugar donde tendió los cadáveres de sus hijos para llorarlos. Ahora también está rodeado de niños, los hijos de los vecinos. Cuando un estampido sordo llega desde la distancia, los pequeños se encogen y se tapan los oÃdos con sus manitas. AlÃ, el joven rebelde hutà que nos ha traÃdo hasta aquÃ, observa todo desde la puerta. Mohamed, de 4 años -el único hijo que le queda a Tayeb-, lleva un uniforme de camuflaje y una ametralladora de juguete, parece algo turbado, como si todavÃa estuviera en estado de shock. Mira el vÃdeo del autobús en llamas en el móvil de su padre y pregunta. «Papá, ¿cuándo viene el próximo autobús? Quiero ver a mis hermanos».
De la visita a esta casa se pueden extraer dos enseñanzas sobre la guerra de Yemen. La primera, que los que más la sufren son los civiles, sobre todo las mujeres y los niños. La segunda, que la historia de este padre y sus hijos también se está usando con fines polÃticos. Los rebeldes hutÃes nos han traÃdo a un grupo de periodistas para recorrer la parte norte del paÃs, la que se encuentra bajo su control, para presentarse a sà mismos como las vÃctimas y para apelar a Occidente a que detenga los bombardeos de los saudÃes. El precio que tenemos que pagar por este viaje de Saada a Saná es la presencia constante de un empleado del Ministerio de Información, que no se separa de nosotros, y ver que a las personas con las que hablamos se les pide discretamente el nombre y el número de teléfono.
Cómo empezó la guerra
¿Cuál es el motivo de esta guerra, que empezó como un conflicto local y que ha escalado hasta convertirse en una guerra indirecta entre las potencias regionales? Hace 7 años aquà también floreció la Primavera Ãrabe, el odiado dictador Alà Abdalá Salé tuvo que abandonar el poder. En el otoño de 2014, los hutÃes -chiÃes de la rama zaidÃ- se hicieron con el control de la capital, Saná, tiempo después disolvieron el Parlamento y el nuevo presidente se vio obligado a huir del paÃs. Esta cadena de sucesos precipitó la intervención de Arabia SaudÃ. Riad no estaba dispuesto a permitir una fuente de inestabilidad a las puertas del reino, y mucho menos la presencia de aliados de Irán, su archienemigo.
Hoy, en el cuarto año de guerra, Yemen lleva mucho tiempo siendo el campo de batalla de las principales potencias de la región. En un lado se encuentran los pobremente armados hutÃes, apoyados por Irán con dinero y misiles. En el otro, la coalición en torno al antiguo Gobierno, encabezada por una Arabia Saudà que cuenta con un suministro constante de armas que le llegan desde Estados Unidos y el Reino Unido.
Esta guerra es por la hegemonÃa en la penÃnsula arábiga, también es una lucha contra Al Qaeda y el Estado Islámico. Lo que Riad habÃa planeado como una operación militar limitada en el tiempo se ha convertido en una catástrofe humanitaria, que ya ha dejado 10.000 muertos y provocado una hambruna que afecta a millones de personas. Hace unas semanas fracasaron en Ginebra las primeras conversaciones de paz celebradas en 2 años, y una solución polÃtica sigue pareciendo muy lejana.
Inflamar el odio
AlÃ, el joven hutà que nos ha traÃdo a la casa del abatido Husein Tayeb, nos dice que es hora de marcharse. Alà lleva a los forasteros en un todo-terreno por un paisaje de escombros al que él se refiere como «mi ciudad». En el salpicadero lleva un banderÃn verdirrojo con los mismos mensajes que se ven en los muros de la ciudad: «Muerte a Estados Unidos», «Muerte a Israel», «La victoria está con el islam».
A derecha e izquierda de la carretera se alzan edificios de barro, vencidos unos sobre otros como castillos de naipes. Saada, la capital de la provincia y cuna del movimiento hutÃ, es un montón de escombros. Por todas partes hay fotos de mártires muertos en los combates con los saudÃes; dentro de poco se sumarán a ellas las fotos de los tres chicos fallecidos en el ataque al autobús. Delante de un par de puestos con comida, unos niños mendigan un bocado. Alà reparte limosnas entre ellos con generosidad, pero no permite que compren latas de Pepsi o Coca-Cola, «Estados Unidos financia con ellas sus armas», dice.
AlÃ, de 29 años, también luchaba en el bando hutà hasta hace unos meses. Disparaba a todo lo que se movÃa con su Kaláshnikov, en el frente que discurre al sudoeste de la ciudad. Los rebeldes le ordenaron que volviera a Saada. Alà dice que ahora su arma son las palabras. Que es el cronista de esta guerra.
Alà lleva un diario en su portátil, anota cada bombardeo, apunta quién ha resultado muerto o herido. Este dÃa de primeros de septiembre ya son tres los ataques, al caer la noche serán 20. Alà tiene dos móviles, uno de ellos lo lleva constantemente pegado a la oreja. Ha establecido una especie de servicio de emergencia para que los ciudadanos informen de nuevos ataques. También graba vÃdeos de los supervivientes y escribe artÃculos para los hutÃes. Al final del dÃa, si tiene tiempo, toma un poco de qat, la droga tradicional del paÃs: arranca unas pocas hojas de esta planta, se las mete en la boca y las mastica, acumulándolas en sus carrillos.
Las historias de Alà tienen como objetivo inflamar el odio y atraer nuevos combatientes para la causa. Su papel en esta guerra es el de propagandista, pero también es una de sus vÃctimas. Aunque él no lo ve asÃ, qué otra cosa va a decir. El futuro de Alà se vio truncado por la guerra. En realidad le habrÃa gustado ser médico, reconoce, y su mujer querÃa ser maestra. «O morimos en nuestras casas o nos defendemos. Vamos a luchar hasta el final», asegura.
Sin medicamentos
Las consecuencias de la guerra las podemos ver en una pequeña localidad llamada Chamir, en el hospital Al Salam. En muchos lugares se ha hecho imposible encontrar medicinas, ni siquiera analgésicos, por culpa del bloqueo al que somete al paÃs Arabia SaudÃ. Asà que gente recorre a pie largas distancias para llegar a los hospitales gestionados por Médicos sin Fronteras.
Muchas veces ya es demasiado tarde. Llegan medio muertos, aunque solo sufran una diarrea. El motivo es que han tenido que caminar durante dÃas. El Estado lleva meses sin pagar los sueldos y ni los profesores ni los policÃas o los funcionarios pueden permitirse comprar gasolina.
En la sala de neonatologÃa del hospital encontramos bebés con problemas respiratorios, inflamaciones pulmonares y sondas de oxÃgeno; sus madres, cubiertas por velos de pies a cabeza, se inclinan sobre ellos y ahogan los sollozos. En la sala de cuarentena, donde están los casos sospechosos de cólera, chicas esqueléticas vomitan en barreños de plástico. Una de ellas es Asma, de 10 años. Se le pueden contar todas las costillas y tiene la piel delgada como el pergamino y los ojos perdidos en el vacÃo.
«HabrÃa que inventar un medicamento para borrar de las neuronas toda forma de ideologÃa», dice un doctor
El personal del hospital asegura que los peores meses ya han quedado atrás, hasta 700 pacientes por médico llegaron a tener. A sus quirófanos también llegan las vÃctimas de los combates, cubiertas de sangre y retorciéndose de dolor. Cuando han terminado de atender a los heridos, a menudo los tienen que llevar a salas separadas para evitar que los partidarios de los distintos bandos se abalancen unos sobre otros. Es algo que hace sufrir hasta a los médicos más endurecidos, dicen.
Los médicos vienen de diferentes regiones de Yemen, sus ideas polÃticas son diferentes, pero trabajan juntos dÃa tras dÃa, son un equipo. Uno de los doctores cuenta que a veces le gustarÃa inventar un medicamento capaz de borrar de las neuronas humanas toda forma de ideologÃa.
También hay niños soldados
El camino que va de Saada a Saná atraviesa varios puestos de control, vigilados por niños armados con Kaláshnikovs y con los carrillos hinchados por el qat. «¿Quiénes sois? -gritan-. ¿Qué queréis?». Un montón de permisos de entrada y salida cubiertos de sellos oficiales nos franquean el paso. A esta periodista se lo facilita, además, el rostro velado con el obligatorio niqab y un amplio chal negro.
En el centro de Saná, en la plaza Tahrir, hay instalada una tienda de campaña en la que los hutÃes muestran fotos y vÃdeos de los heridos y muertos causados por la guerra. Los rebeldes reclutan aquà a sus retoños, luchadores llenos de odio que han perdido a sus familias y -como AlÃ, el joven de Saada- arden en deseos de combatir. Por lo que se ve desde la plaza, la destrucción en Saná parece menor que en las ciudades del norte del paÃs, aunque varios edificios gubernamentales se han venido abajo por las bombas. Los jefes de AlÃ, pertenecientes al Ministerio de Información, han tenido suerte; su sede sigue en pie, solo se han roto unas pocas ventanas, igual que en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
El responsable de las relaciones internacionales de los hutÃes llega en un Mitsubishi Montero. Se llama Husein Al Ezzi y es un hombre de aspecto atlético. Dice «five million dollar», cinco millones de dólares. Ese es el precio que los saudÃes han puesto a su cabeza. En Yemen es un verdadero honor. Al Ezzi se muestra moderado: «Nos llaman rebeldes, pero no hemos asaltado el poder. No somos rebeldes, somos revolucionarios, hemos traÃdo orden y seguridad a nuestro Estado», dice.
A casi ningún periodista extranjero se lo deja entrar en el paÃs. Por eso, esta guerra desaparece de los titulares
El ministro quiere reparar en lo posible la mala fama de los hutÃes. En cuestiones religiosas, el movimiento hutà no se considera tan radical como los talibanes, se lo compara más bien con el libanés Hezbolá. También se dice que puede que los hutÃes sean buenos soldados, pero que son unos polÃticos pésimos.
El ministro se deshace en halagos hacia su aparato de seguridad, habla una y otra vez de la elevada tasa de resolución de delitos. Pero obvia que el norte de Yemen va camino de convertirse en una dictadura, que aquà se persigue o tortura a los disidentes igual que hace su enemigo saudà al otro lado de la frontera.
Señor ministro, ¿cómo puede ser que en esta guerra estén muriendo tantos niños? «Los saudÃes son wahabÃes, un pueblo violento y sin cultura. El ataque sobre el autobús no fue un error, fue totalmente premeditado». ¿Se trató de una venganza por el lanzamiento de misiles desde Yemen sobre Riad? «Nosotros no atacamos a civiles, nunca hemos cometido crÃmenes de guerra; es algo de lo que nos orgullecemos. Nuestro corazón llora con amargura porque nuestra admirada Europa no presiona a los saudÃes. ¡Apelo a ustedes, les pido que sean la voz del oprimido pueblo yemenÃ!».
El ministro hutà acaba conmovido por sus propias palabras, da por terminada la conversación y se despide cortésmente. Al dÃa siguiente se pone en contacto con nosotros su departamento de prensa. la traducción correcta del nombre del movimiento hutà Ansar Alá no es ‘ayudantes de Dios’, sino más bien ‘seguidores de Dios’, que, por favor, lo tengamos en cuenta al redactar nuestro reportaje. Esta insistencia nos deja la sensación de estar ante un grupo de paranoicos, y la pregunta de si no tienen nada más importante de lo que ocuparse.
Un avispero ¿sin solución?
Tras la puesta de sol, un puñado de yemenÃes se reúne para masticar qat: son activistas polÃticos, profesores y periodistas convocados por una organización europea para analizar la situación del paÃs. Sus perspectivas sobre el futuro de Yemen son tan variadas como las voces que resuenan desde los minaretes.
Unos creen que los dÃas de los nuevos señores están contados porque ellos tampoco tienen una receta para Yemen. Otros alaban la seguridad que han traÃdo los hutÃes. Un tercero lamenta las influencias externas. Sin esas injerencias, dice, hace tiempo que reinarÃa la paz.
Es cierto que los yemenÃes están armados hasta los dientes, que en el paÃs hay tres veces más armas que habitantes, apunta otro, pero en el fondo es un pueblo con experiencia en resolver conflictos. De no ser asÃ, los numerosos clanes del paÃs nunca habrÃan podido convivir en paz. Alguien señala que por eso el riesgo de que ocurra lo mismo que en Siria es bastante menor. La guerra no durará para siempre, añade. Déjennos a los yemenÃes, nosotros nos arreglaremos.
La llamada a la oración se va apagando sobre los tejados, los invitados a esta ronda de qat se despiden. En tiempos de guerra, las noches son cortas y los dÃas, largos y difÃciles.
Asà se hizo este reportaje
«Si eres mujer, por Yemen solo puedes viajar con un niqab que te cubre el rostro; hasta las cejas tienen que estar tapadas», cuenta la periodista alemana Fiona Ehlers. «Por otro lado, es un buen camuflaje, no llamas la atención en los numerosos controles que salpican la carretera. diez controles en tres horas de viaje. Cuando estuve en Yemen la última vez, hace nueve años todavÃa habÃa una piscina en el hotel. Ahora todo está cerrado y todas las mujeres van tapadas».
La situación
En 2014, el histórico enfrentamiento entre el entonces Gobierno -de credo sunÃ- y los rebeldes hutÃes -de credo chiÃ- se intensificó. Los hutÃes, con el apoyo de Irán (también chiÃ), obligaron al presidente Mansur al-Hadi a dejar el paÃs. Ahora vive exiliado en Arabia Saudà (de credo sunÃ), paÃs que lidera una coalición militar para combatir a los hutÃes. Por si fuera poco, una filial de Al Qaeda se ha implantado en regiones de Yemen.
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