El texto ‘La rendición de Breda’ no era de Fernán Gómez, era de Pérez-Reverte
Un texto atribuido a Fernando Fernán Gómez fue utilizado de base para un monólogo teatral en el Museo del Prado. Un columna que, en realidad, escribió y publicó Arturo Pérez-Reverte en su sección de ‘XLSemanal’, en 1992.
Una idea que parecÃa perfecta se ha convertido en un bochornoso fiasco: el actor  Daniel Ortiz  representaba en el Museo del Prado un monólogo inédito de Fernando Fernán Gómez junto al cuadro ‘Las lanzas’, de Velázquez, con motivo de la celebración del centenario del dramaturgo, nacido el 28 de agosto de 1921. Sin embargo, el texto ni era inédito ni era de Fernán Gómez, en realidad era un artÃculo escrito por el académico Arturo Pérez-Reverte en su columna ‘Patente de Corso’ en ‘XlSemanal’, en agosto de 1992, con el tÃtulo ‘La rendición de Breda’.
‘La rendición de Breda’, por Arturo Pérez-Reverte
El caso es que allà estábamos, en aquel cerro que se llamaba Vangaast o Vandaart o algo por el estilo, con una treintena de picas y otros tantos mosquetes como guardia de honor, con las banderas de los tercios y toda la parafernalia. El resto de las compañÃas en lÃnea ladera abajo, la cruz de San Andrés desplegada sobre los morriones de nuestros piqueros, lanzas y más lanzas, y mosquetes, que era un gusto mirarlos hasta el llano donde estaba la artillerÃa apuntando al valle y la ciudad. Y al fondo, difuminada y azul entre el humo de los incendios, con manchas de sol que iban y venÃan entre las motas grises de las fortificaciones y los edificios, Breda a nuestros pies.
Sitúense ante el cuadro y miren a los holandeses, a la izquierda del lienzo. Observen sus caras. HabÃan subido la cuesta despacio, tomándose su tiempo, como si los que iban a rendirse fuéramos nosotros. Y Justino de Nassau endomingado como para una boda, bajándose del caballo con cara de asistir a su propio funeral, mirando alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre diablo le temblaba la mano que sostenÃa la llave de la ciudad. Algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en negocio como la guerra, crecidos en campos fértiles, con llanuras y rÃos y graneros bien abastecidos, comiendo caliente desde renacuajos. Burgueses cebados y con mucho que perder. HabÃa uno de sus cachorros, rubio e imberbe, jovencito, con casaca blanca y manos de damisela que, aunque destocado por el protocolo, miraba con desprecio nuestras botas con remiendos, las barbas mal rapadas, nuestras caras de lobos flacos, peligrosos y arrogantes. Y hasta tal punto galleaba el mozo que mi capitán Urbieta, que tenÃa el genio vivo, empezó a retorcerse el mostacho y a acariciar el pomo de la espada, sugiriendo una sesión privada de esgrima. Un compañero del holandés captó el gesto y, poniendo la mano en el hombro del joven oficial, lo reconvino en voz baja hasta que éste bajó los ojos humillado y furioso, a punto de romper en lágrimas. Demasiado tierno, como casi todos ellos. Asà les habÃa ido la feria.
A la derecha estamos nosotros; mi lanza es la tercera por la izquierda. En torno sonaban redobles, cascos de cabalgaduras, capitanes dando órdenes como latigazos. Y allÃ, descabalgando, nuestro general, con media armadura negra rematada en oro, cuello de encaje y banda carmesÃ, el apunte de una sonrisa en los labios, Ambrosio SpÃnola, el viejo zorro. Con aire de circunstancias, pero disfrutando por dentro el espectáculo. Al fin y al cabo, aquélla era su fiesta.
Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente se para ante el cuadro, en el museo, son SpÃnola y el holandés, el jovencito imberbe y la plana mayor de nuestro general, quienes acaparan todas las miradas. Nosotros sólo somos el decorado, el telón de fondo de una escena en la que hasta el caballo de don Ambrosio, sus cuartos traseros, parece tener más importancia. Y sin embargo, allà en Breda como antes en Sagunto, Las Navas, Otumba o PavÃa, o después en los Arapiles, Baler, Annual o Belchite, quienes en realidad hacÃamos el trabajo duro éramos nosotros. Los nombres dan igual, porque durante siglos fuimos siempre los mismos: Antonio de Ãbeda, Luis de Oñate, Ãlvaro de Valencia, Miguel de Jaca, Juan de Cartagena⊠Con la España que tenÃamos a la espalda, no habÃa otra solución que huir hacia adelante. Por eso éramos, qué remedio, la mejor infanterÃa del mundo. Secos y duros como la ingrata tierra que nos parió, hechos al hambre, al sufrimiento y la miseria. Crecidos sabiendo lo que cuesta un mendrugo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de ocho siglos de acogotar moros o de acuchillarnos entre nosotros, crueles e inocentes a un tiempo, traÃdos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia so pretexto de tantas palabras huecas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas banderas a cuánto la vara de paño de Tarrasa, de tantas fanfarrias compuestas por filarmónicos héroes de retaguardia.
FÃjense en nosotros: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todos los cuadros y todos los monumentos y todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infanterÃa. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los SpÃnola que nunca se manchan el jubón, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al holandés no, don Justino, faltarÃa más, no se incline. Estamos entre caballeros. El resto queda para nosotros: cruzar un rÃo helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergÃŒenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillerÃa te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose rÃo abajo mientras en la orilla los generales y los polÃticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.
Ãchenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda esa ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia. Y cuántas veces, en los últimos doscientos o trescientos años, no habremos visto ante nosotros, mirando con fijeza hacia el modesto rincón que ocupamos en el lienzo, un rostro de campesino, de esos arrugados y curtidos por el sol como cuero viejo. Un rostro parado ante el cuadro con aire tÃmido y paleto, dándole vueltas a la boina o el sombrero entre las manos nudosas, encallecidas, de uñas rotas. Los ojos de un hombre indiferente a la escena central del cuadro, buscando aquà atrás, en la modesta parte derecha de la composición, al fondo, bajo las lanzas, entre nosotros, una silueta confusa, familiar. Tal vez la de aquel hijo al que una vez acompañó un trecho por el sendero que conducÃa al pueblo, llevándole el hato de ropa o la maleta de cartón, liándole el primer cigarro. El hijo al que, ya parado en el último recodo, vio alejarse con su pelo al rape, las alpargatas y el traje de domingo, llamado a servir al rey. Hacia una guerra lejana e incomprensible de la que no habrÃa de volver jamás.
FÃjense en el cuadro de una maldita vez. Nosotros le dimos nombre y apenas se nos ve. Nos tapan, y no es casualidad, los generales, el caballo y la bandera.
[publicado el 30 de agosto de 1992]