Martes, 10 de Noviembre 2020
Tiempo de lectura: 7 min
A estas alturas está bastante claro: tenemos un problema. O dos. O más. Con lo que recordamos y con lo que olvidamos. Con cómo recordamos lo que no queremos olvidar y cómo olvidamos lo que recordar no queremos. No es la primera vez que nos lo señalan los lectores. Esta semana son dos, y cada uno apunta a una memoria –y a un olvido– diferente. Pasa a menudo, entre nosotros, que quien recuerda mucho algo olvida mucho otra cosa parecida, pero con la firma de otro a quien por lo que sea siente más cerca. Podemos seguir jugando a este escondite condenado al fracaso por los siglos de los siglos. O podemos empezar a apartarnos de todos los verdugos: todos, y no solo los que nos quedan lejos. Y a respetar y compadecer a todas las víctimas: incluidas, o sobre todo, las que causaron los 'nuestros'. LA CARTA DE LA SEMANA 'Me he equivocado'. Una frase sencilla, tres palabras, pero ¡cuánto cuesta pronunciarlas! Nos equivocamos consciente o inconscientemente desde que tenemos uso de razón. Se equivocan niños, padres, educadores, jefes y subordinados, políticos y cualquiera capaz de pensar, hablar y actuar por cuenta propia o en representación de un colectivo. Gracias a las equivocaciones, adquirimos conocimientos y experiencias porque el aprendizaje se adquiere del continuo contraste entre error y acierto. Juzgar sobre el error ajeno y esperar que lo reconozcan es fácil, basta con asumir el papel de espectador para sentirnos con derecho a exigir rectificaciones. Lo difícil es hacer ese juicio sobre nuestra propia persona y sobre nuestros propios actos o dichos y expresarlo en palabras. Cuando el resultado de una equivocación es evidente y externo, solo hay una forma de restablecer la armonía y la confianza. Esto pasa necesariamente por la rectificación, que en su expresión más sencilla significa decir: 'me he equivocado'. Primero, reconocer; después, expresar con palabras… Es mucho, pero no es todo porque, cuando de una actuación equivocada se derivan perjuicios e injusticias, lo obligado –y este sería el tercer y más importante paso– es pedir perdón. No existe ninguna otra forma de recuperar la credibilidad y el respeto perdidos por los errores cometidos que decir estas cuatro palabras: 'perdón, me he equivocado; perdón, nos hemos equivocado'. Y esto nos concierne a todos, no solo a los que aparecen en televisión. Marian Rico. Zaragoza
Por qué la he premiado… Porque todos necesitamos que nos lo recuerden de vez en cuando.
Yo sí recuerdo a Miguel Ángel Blanco
Un 60 por ciento de los encuestados por la consultora de investigación GAD3 desconoce quién fue Miguel Ángel Blanco. El joven concejal del PP –tomado rehén por la banda terrorista ETA– fue asesinado tras recibir dos disparos en la cabeza el 12 de julio de 1997 tras constatarse que el Gobierno no atendería la solicitud realizada –a modo de chantaje– de acercar terroristas presos a prisiones vascas. Miles de ciudadanos llenaron las calles de toda España durante las 48 horas de secuestro y tras la confirmación de su muerte a las cinco de la madrugada del 13 de julio. Desde entonces y hasta ahora, Miguel Ángel representó y representa tres aspectos muy transcendentes. El primero –aunque con un elevado precio que pagó con su vida– es la no claudicación de la democracia ante un grupo extremista que durante años trató de imponer mediante el terror sus ideas, confundiendo los votos en las urnas con las balas 9 mm Parabellum. El segundo es que se erigió involuntaria y humildemente en el mayor representante de todos los extorsionados, secuestrados, mutilados y asesinados por ETA, y sigue siéndolo. Y el tercero es que su secuestro y posterior asesinato hizo despertar a una atemorizada sociedad, haciéndole entender que la voluntad de una gran mayoría no podía ser tan injustamente maltratada y tergiversada por la de una minoría extremista y sin escrúpulos. Por todo ello, le recordaremos siempre. Luis Alberto Rodríguez Arroyo. Santo Tomás de las Ollas (León)No te olvidamos
Como tantos otros, mi abuelo salió de casa un sábado y siete días después nos comunicaron que había fallecido. Dejó este mundo sin que una mano amiga sostuviera la suya en sus últimos momentos, y sin que ninguno de los suyos pudiera despedirse de él. No se lo merecía; unas semanas antes estaba disfrutando de una vida plena. Tenía ilusiones, proyectos… pero todo se terminó repentinamente. No nos entregaron su cadáver ni sus cenizas, pero tenemos la suerte de saber dónde fue enterrado, junto a otros quince desgraciados. A mi abuelo no lo mató la COVID, lo asesinó una cuadrilla de desalmados que le arrebataron la vida el 4 de octubre de 1937. Hay quienes piensan que debemos olvidarlo, que hay que pasar página… ¿Es que alguien puede creer que los familiares de las pobres personas que han fallecido solas estos últimos meses en nuestros hospitales, aun contando con los mayores cuidados de los mejores sanitarios del mundo, lo olvidarán algún día? Fernando Estévez Carretero. Valoria la Buena (Valladolid)Me debe una caña, señor Garciandía
Acabo de leer la carta de David Garciandía publicada en el XLSemanal del 18 al 24 de octubre, en la que usted afirma que mientras estaba tomando una cerveza con unos compañeros, estudiantes como usted de posgrado –estos, un americano, una irlandesa y una alemana–, se sorprendieron cuando usted les dijo que el ministro de Sanidad español no era médico. Llegando a afirmar el americano: «¡Ahora, Trump ya no me parece tan malo!». Como estoy jubilada y tengo mucho tiempo libre, he estado comprobando las titulaciones de estos ministros y resulta que: el ministro de Salud de Irlanda, James Reilly, es cirujano, pero el ministro Federal de Salud de Alemania, Jens Spahn, tiene la titulación de Ciencias Políticas, y en cuanto al secretario de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, Alex Azar, estudió Derecho en la Universidad de Yale. El trabajo de un ministro consiste en ser un buen gestor, por eso es frecuente que sean personas con estudios en economía o derecho. Los españoles tenemos tendencia a creer que somos los más tontos, pero no es así (o al menos no siempre). Usted debe de ser muy joven, ya que está estudiando un posgrado, pero tenga en cuenta que lo está haciendo igual que sus compañeros de otros países; quítese los complejos, que solo sirven para amargar la vida. Por cierto, mi cerveza solo le costará un par de euros. María Ángeles Muñoz. CastellónEl primer lenguaje
La pandemia crónica poliviral había sido controlada. Gracias a la Plataforma Global de Consorcios Sanitarios (PGCS), los ingenieros biomédicos y los mineros de datos desarrollaron la solución tecnológica definitiva: la Medicina Virtual Robotizada (MVR) que garantizaba atención con los datos de la inteligencia artificial y algoritmos biomédicos por una sencilla tasa sanitaria vitalicia. Las grandes compañías, generosamente, legaron los derechos de patente en beneficio de la humanidad. Hasta los colegios de médicos y asociaciones médicas mundiales se integraron en la PGCS «como no podía ser de otra manera». Los drones-robots biomédicos atendían a la masa (la nueva clase media videoasistida por el Gran Sabio). Ellos ponían en práctica las indicaciones de la MRV y aplicaban la solución tecnológica definitiva. Solo algunos ricachones tenían médicos privados humanos (una profesión en extinción para ricos estrafalarios). Por otra parte, además de los ricos y de la masa, quedaban los 'descartados'. Eran poblaciones marginales no adaptadas a la masa, que vivían en áreas despobladas y marginales. Allí no llegaban los drones-robots de la PGCS, pero estos extraños humanos eran atendidos por una no menos extraña asociación de médicos outsiders: la AMA (Asociación de Médicos Analógicos). De modo incomprensible y retrógrado, esos voluntarios outsiders tocaban a los pacientes y los asistían gratuitamente a modo de prehistórica beneficencia. Ejercían la medicina basada en el afecto, una teoría absurda y descatalogada. En el poblado, una anciana moribunda reposaba en un humilde jergón. Su nieta adolescente acariciaba su frente y cogía su mano. Allí no tenían dispositivos electrónicos de lectura digital, pero un viejo libro de papel –una rareza solo existente en estos poblados de descartados– reposaba en la mesa de la habitación. Era una antiquísima novela de una tal Margaret Atwood, El asesino ciego, y solo se podía leer con claridad una frase: «El tacto llega antes que la vista, antes del discurso. Es el primer idioma y el último, y siempre dice la verdad». F. J. Barón. A CoruñaCon la mascarilla puesta
Lleva varios días en el plano inclinado de una calle céntrica cerrada al tráfico, al lado de un gran centro comercial y ni siquiera ocupa el hueco de la entrada de ningún portal o local. A las ocho y media de la mañana sigue ahí, parece dormido, acurrucado y envuelto en mantas cochambrosas. Todo, actualmente, es incertidumbre, preocupación y miedo. Un virus letal, una economía que naufraga. Pero a mí lo que más me preocupa ahora es que ese hombre sigue ahí un día y otro, seguro que mojándose y pasando frío en noches eternas. Desconozco las razones reales por las que duerme ahí y sus circunstancias y desgracias personales; eso sí, con la mascarilla puesta para no incumplir las normas de una sociedad, cada día más hipócrita, desigual e injusta. José Fuentes Miranda. BadajozFusílenlo provisionalmente
Le dije que no podíamos quedar porque tenía que ir a ver a mis sobrinas y bromeó: «Eso es lo primero. Ellas serán las que van a empujarte cuando vayas en silla de ruedas». Era la retranca gallega de Xavier. No sé qué diría ahora cuando andan en trámites con una ley para, dicen, morir dignamente. Mientras tanto, los médicos gritan –sin que nadie los escuche– que faltan especialistas en cuidados paliativos. Sería el paso previo. Sin embargo, no hay una ley que tenga en cuenta a esos sanitarios que llevan muchos años ayudando a morir, ni a los que podrían sumarse a la tarea. Parece que seguimos con aquel viejo chascarrillo: «Fusílenlo provisionalmente, y, luego, la condena que le corresponda». En boca de Pancho Villa parece que la expresión era: «Fusílenlo, después averiguamos». Me gustaría que primero empujaran mi silla de ruedas, el tiempo que sea, con esos cuidados paliativos que, bien regulados y dotados del personal cualificado necesario, tanto ayudan a morir dignamente. Después averiguamos... si hace o no falta otra ley. M. R. G. A Coruña-
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