Se contactó con ellos en 1974. Se han resistido a abandonar la selva e integrarse en la civilización. Pero, al final, los korowais de Papúa-Nueva Guinea han claudicado. Quieren que sus hijos tengan acceso a la sanidad y la educación. El problema es cómo acceder a las ventajas del progreso sin perder los valores de su cultura.
En medio de la ciénaga, entre palmeras de sagú y ficus gigantes, un grupo de korowais camina cantando a voz en grito «¡Cantamos porque estamos contentos des estar juntos!»
Ellos viven como hace siglos, pero a menos de 80 km los coches circulan por carreteras asfaltadas
Sus cantos resuenan en lo más profundo de la selva. Ndahi y Kualaré, dos cazadores korowais, retoman con toda la potencia de sus voces las melodías que los caminantes repiten. Ndahi marcha en cabeza y lleva sobre sus hombros a uno de sus hijos. Detrás de él, su esposa Dingo y sus dos hijas disfrutan con los gritos de su padre.
Sus cuerpos desnudos y fuertes se deslizan con ligereza y elegancia. Parece que nada pueda detenerlos en esta exuberante jungla. Para los korowais -también conocidos como kolufos-, la búsqueda de alimento es constante. Conocen todos los nidos de insectos y larvas, y cada presa capturada es meticulosamente envuelta en una hoja y depositada en el noken, el cesto de las mujeres.
Juntos, pero no revueltos
Enclavada en un claro de la selva, la casa, que se alza sobre gigantescos troncos, parece flotar por encima de los árboles. Antes de entrar en ella, hay que atravesar el enorme claro creado por los hombres durante su construcción. Cortar esos árboles es indispensable para despejar el terreno donde crecerán sus jardines y huertos. Para acceder a su refugio, los korowais instalan dos grandes pértigas de madera, marcadas por profundos tajos a modo de peldaños. Una entrada es para los hombres y la otra para las mujeres, para que los muchachos no miren por debajo de las faldas de las chicas. Aunque los korowais viven prácticamente desnudos, son tremendamente púdicos. Hombres y mujeres conceden una gran importancia a las diminutas prendas que cubren su sexo, por minúsculas que sean. En el interior de la morada, cada uno tiene un sitio: en un lado se ponen los hombres; en el otro, las mujeres. En el techo están colocados los trofeos de la caza y la pesca: espinas de peces, cabezas de gamba, huesos de cerdo salvaje. Indican a los visitantes la calidad de los cazadores de la casa y la abundancia de su jardín y su huerto.
Hay una entrada para hombres y otra para mujeres. Pese a ir casi desnudos, son muy pudorosos
Cuando llegan, Ndahi y Dingo reavivan las brasas y preparan un poco de leña seca. Los peces se cocinan en unos envoltorios de hojas de bananera, a la ‘papillote’. Todo se acompaña con harina de sagú, el alimento básico de la selva. Hombres, mujeres y niños tendrán una parte equitativa. Cuando termina la cena, la casa se transforma en un fumadero. Las conversaciones se encadenan y los niños se adormecen en los brazos de sus padres. Los chicos duermen con sus padres, y las chicas con sus madres. Acurrucados los unos contra los otros, estarán calientes toda la noche. Una jornada más acaba de terminar. Mañana, la vida retomará su curso. Ndahi, Kualaré y los suyos irán al pueblo o incluso a la ciudad, ya tan cerca y tan desarrollada. A menos de 80 kilómetros, los coches circulan sobre carreteras asfaltadas. Una inmensa pista de aterrizaje acoge incluso varias avionetas a la semana.
Dividen a sus hijos: a unos los envían al colegio, para que los ayuden más tarde, y otros se quedan con la tribu
La región se está desarrollando de forma fulgurante gracias a la vecindad de una de las minas de oro y cobre más importantes del mundo. La compañía estadounidense Freeport-McMoRan explota desde hace más de cuarenta años el monte Grasberg. Con el permiso del Gobierno y para proteger los intereses norteamericanos, miles de papúes han sido expropiados. La contaminación del suelo, de los ríos y de las capas freáticas afecta a varios cientos de kilómetros cuadrados a la redonda. Esta mina explota la región, pero sus habitantes no reciben prácticamente nada de los dividendos que se obtienen en sus tierras.
Cercados por la civilización
Los primeros contactos con los korowais los hicieron misioneros evangelistas a finales de los años setenta. Antes de ese periodo, los korowais formaban parte de esos pueblos desconocidos de los confines del planeta. Más tarde, misioneros protestantes instalaron algunos puestos de avanzadilla. Y, en 1986, la Administración indonesia inauguró el primer poblado del Gobierno: algunas casas de madera alineadas a lo largo de una extensa calle central. De esta forma, los korowais pasaron del aislamiento total a una cohabitación bastante cercana con la modernidad en menos de dos generaciones. Hace apenas diez años, la vida cotidiana de esta tribu era sinónimo constante de terror y angustia. La violencia en el seno de su propio pueblo o con las tribus vecinas era muy frecuente. Kualaré se acuerda de las batallas. «Nos temblaban las piernas cuando sacábamos las flechas», cuenta. Y Ndahi añade: «Nadie se aventuraba solo en la selva. Todos íbamos armados las 24 horas del día con arcos y flechas·.
Hoy, Dingo y su marido desean ver a sus hijos estudiar y elegir un oficio. Anhelan más comodidad para su familia y para su comunidad. Al igual que numerosas poblaciones aisladas, Ndahi y Kualaré buscan beneficiarse de lo bueno del progreso sin por ello perder su identidad ni su cultura. Imaginan soluciones de transición y saben bien que el futuro pasa por los jóvenes y la educación. Como muchas de las familias originarias de este tipo de comunidades, Ndahi y Dingo dividen a sus hijos. Algunos irán al colegio y podrán ayudarlos más tarde, mientras que otros se quedarán en la selva para ocuparse de los huertos. Serán los guardines de una cierta tradición. Para la pareja, estos cambios no significan su desaparición, sino su transformación. Para Ndahi, un korowai será siempre un korowai, viva en la ciudad o en la selva.
En la región está una de las mayores minas de oro y cobre del mundo, aunque los papúes no ven un dólar
Se trata de hombres y mujeres que desean mejorar sus condiciones de vida. Al intentar preservar esas culturas, a menudo nos olvidamos de las personas y de los individuos que las mantienen vivas. Idealizando a estas comunidades, acabamos por no pensar en los beneficios del progreso. El mensaje de Ndahi, Kualaré y de sus familias nos recuerda que algunos aspectos de una cultura, el aislamiento y la precariedad, pueden ser también fuente de sufrimiento.
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