Acracio R. de la F. Madrid
Muchas personas, más de una empresa, educandos y hasta algún amigo del mundo de la política me preguntan qué me suscita la crisis actual en el cerebro; acostumbrado como está a descodificar la realidad para entender un poco lo que pasa alrededor, ¿cuál es su reacción ante el hecho descabellado de que la mitad de los jóvenes de este país esté sin trabajo y el paro global supere ya más del 21 por ciento? ¿Qué tentaciones tiene mi cerebro, acostumbrado como está desde tiempo inmemorial a solo dos opciones. to fight or to fly -luchar contra las dificultades o bien largarse, huir cuanto antes-?
A mis amigos les digo que no deben extrañarse demasiado si algunos de los parados, hartos de esperar en vano, deciden largarse a otra parte. Esa actitud es menos vergonzosa de lo que mucha gente imagina. Las corrientes migratorias han sido casi siempre el sostén de regímenes que languidecían; han sido las hormonas innovadoras que han alimentado múltiples esqueletos sociales. Entre los que decidían huir estaban, muy a menudo, los trabajadores más preparados, los innovadores más decididos, la gente más dispuesta y más valiente para remangarse y cruzar el río. Pero siempre fueron una minoría los que decidían irse. El problema consistía en saber por qué la inmensa mayoría había preferido luchar contra los acontecimientos quedándose donde estaba. Y por supuesto. ¿en qué cosas habían acertado y en cuáles se habían equivocado?
Resulta que la gran mayoría había intuido, a pesar de todos los desperfectos, que su hijo acabaría encontrando el lugar que buscaba en la escuela elegida, que a él no lo despedirían del trabajo, que el banco iba a ejecutar cantidad de hipotecas salvo la suya. Eso es lo que indujo a una amiga científica inglesa a preguntarme si conocía algún pesimista en mi barrio; no era una excéntrica, en contra de lo que cree el mundo mediático, mi amiga científica no hacía sino aflorar un hecho bien conocido en la historia de la evolución. la gente ha dado muestras siempre de un optimismo exagerado que la ha ayudado a soportar y superar las peores condiciones imaginables. Si hoy puedo escribir esta columna y mi lector puede seguirme, es, sencillamente, porque nuestros antepasados pecaban de optimismo.
Eso es lo primero en lo que piensa mi cerebro cuando intenta interpretar el significado de la crisis económica. Lo segundo en lo que piensa es que dos grandes descubrimientos científicos efectuados el uno en Gran Bretaña y el otro en la Universidad de Columbia, en EE.UU., han demostrado fehacientemente que se puede vencer la tendencia cerebral a negar de cuajo cualquier disonancia y que es posible cambiar de opinión y de cerebro mediante la experiencia individual. En otras palabras, está en nuestra mano cambiar el cerebro propio de los demás y, por lo tanto, el mundo.
La tercera cosa que me sugiere el cerebro es que no sirve de nada acertar en la vocación de una persona si no se es capaz, al mismo tiempo, de controlar ese instinto; solo hay una manera de controlarlo y consiste en profundizar en el conocimiento de dicha vocación. Es decir, hay que esforzarse más, y no menos, en el dominio de una disciplina o actividad cuando las cosas no van del todo bien.
La cuarta cosa que me sugiere el cerebro es que, lejos de detestar todavía más lo que me rodea, es mucho mejor desarrollar la empatía necesaria para ponerse en el sitio de los demás. Sintonizar con los sentimientos de los demás en lugar de comportarse como los psicópatas; ahora bien, hay que hacerlo sin pasarse, so pena de perder el control de la acción que estamos ejecutando.