«Tienen una vida sencilla, duermen en el suelo y llevan el pelo largo, como las mujeres», contaba el griego Estrabón de los castreños, los habitantes del noroeste de España, allá por el siglo I a. C. Por José Manuel Novoa
En la misma época en que la ficción hacía que Astérix y Obélix se batieran en la Galia contra los romanos, este pueblo real resistía, atrincherado, al imperio.
En Galicia hay unos 3000 yacimientos de la cultura castreña, a veces confundida con la celta. Una historia tan apasionante o más que la que dibujó Uderzo.
En lo más profundo de un robledal, en un cruce de caminos, junto a un río, los druidas se han dado cita en la penumbra del crepúsculo para invocar a sus dioses lares. Los nobles presencian la ceremonia. Esperan que el oráculo les muestre el futuro. Los guardianes de los hombres sagrados llegan con un prisionero romano, un centurión capturado en las montañas. Embutido en un saco, el preso no ve la llegada del verdugo, que le asesta un golpe en la cabeza. El reo se desploma casi muerto. El druida oficiante se acerca a él, le abre el vientre y le extrae sus vísceras, que examina detenidamente. Luego se dirige a los nobles: «No hay futuro, los romanos reinarán sobre nosotros». La cultura castreña, que se remonta al siglo IX a. C., vivió escenas como esta en el siglo I a. C., cuando fueron romanizados.
Los castreños, los habitantes del noroeste peninsular en aquella época, realizaban las predicciones a través de sus chamanes de ese modo, pero su ‘sabiduría’ no pudo impedir su extinción. La cultura castreña se desarrolló desde finales de la Edad del Bronce hasta principios de nuestra era en el norte de Portugal, Galicia, la zona occidental de Asturias, León, Zamora y las riberas del Duero.
La típica casa castreña tenía planta circular y estaba hecha con adobe y piedras en las paredes y paja y ramaje en el techo
En Galicia especialmente, hoy encontramos innumerables restos de estas antiguas culturas. Son los llamados ‘castros’. Pueblos más o menos grandes formados por casas circulares de piedra, fortificados y construidos en lugares elevados, que permitían ver la llegada de los enemigos. Casi toda la información de la que disponemos de los castreños se la debemos al historiador griego Estrabón: «Todos los habitantes de la montaña llevan una vida sencilla, beben agua, duermen en el suelo y llevan el pelo largo, como las mujeres. Pero en el combate ciñen la frente con una cinta. Principalmente comen carne de macho cabrío y sacrifican a Ares machos cabríos, caballos y prisioneros».
La religión castreña era politeísta. Creían en dioses hacedores del mundo. En divinidades relacionadas con la guerra, el vigor físico y la fuerza. Y en deidades relacionadas con la producción y la abundancia. La clase religiosa -curanderos, sacerdotes y druidas- gozaba de un estatus especial. La realeza se caracterizaba por tener unos lazos místicos con la tierra y una de sus funciones principales era la judicial. Sus miembros procedían de la clase guerrera y su puesto era electivo y revocable.
En Galicia hay más de 3000 yacimientos arqueológicos de la cultura castreña. El de Baroña, situado en Puerto del Son, en la costa meridional de la ría de Noia, no es el más grande ni importante, pero quizá sea uno de los más espectaculares y enigmáticos. Una veintena de casas de planta circular u oval se asienta en una pequeña península, que se eleva formando un acantilado sobre el mar.
Las leyendas populares hablan de celtas, pero en realidad eran castreños, una cultura autóctona
Otro de los asentamientos es Lansbricae, en San Cibrán de Las, comarca de O Carballiño, en Orense. Se supone que estuvo habitado desde el siglo I a. C. hasta el IV d. C., lo que permite observar su progresiva romanización. Las primeras excavaciones se llevaron a cabo en la década de los 20, pero estuvieron muchos años abandonadas. Es el castro más grande conocido y su hallazgo ha animado la recuperación arqueológica de una cultura en ocasiones poco valorada.
Las leyendas populares describen a los habitantes de estos asentamientos como celtas, pero en realidad pertenecían a la cultura castreña autóctona. Los estudios actuales sobre las poblaciones de principios de la Edad del Hierro en esta parte de la Península Ibérica y en las tierras del Atlántico norte niegan que existiesen los celtas como una cultura homogénea, como pudieron ser griegos, romanos o fenicios. La denominación ‘celta’ es puramente lingüística, y no antropológica o arqueológica. Los castreños no eran celtas, aunque hablaban lenguas de origen celta. Los pueblos que habitaban el norte de Francia y las islas inglesas también tenían lenguas de raíz celta. Había intercambios comerciales y tecnológicos entre ellos. Galicia fue un enclave crucial en el desarrollo del comercio, tanto con culturas del Mediterráneo como con los pueblos del norte.
En la excavación del castro de la Lanzada, en Pontevedra, el arqueólogo Xurxo Ayan encontró gran cantidad de restos cerámicos y metalúrgicos de cartagineses y fenicios, que apoyan la teoría de este comercio. Posiblemente, la Lanzada era un punto estratégico para los intercambios tecnológicos, que más tarde viajaban hasta el norte de Francia y las islas británicas. Como hablaban lenguas con raíces celtas, también es posible que hubiese migraciones de poblados en busca de nuevas tierras. Se sabe que los molinos de rotación los llevaron los fenicios a Galicia. Después, los castreños los trasladaron hasta la Bretaña francesa en las navegaciones que realizaban a bordo de sus barcos de cuero, que aún se pueden ver en el norte de Irlanda. Quién sabe si en aquellos viajes el Astérix gallego no llegó a coincidir con los galos que dibujó Alberto Uderzo
PARA SABER MÁS
Guía dos castros de Galicia. J.M. Dorribo/M. Reboredo (Edicións do Cumio).
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