Ha visto de cerca la ascensión y caída de todos los presidentes desde Kennedy y el hundimiento de varios imperios, así que, a pesar de que sus 87 años le han restado energía, su testimonio sigue teniendo tintes de oráculo.  Por James Harding 

Durante un tiempo fui hincha del New York Cosmos… o lo intenté. Pero prefiero la liga inglesa. Me gustan el Arsenal y el Manchester United.

A Henry Kissinger, nacido en Alemania, le gusta el fútbol europeo, pero hasta cuando se le pregunta por su equipo favorito opta por la vía diplomática y elige a los dos mayores rivales de la Premier League inglesa. Si hay un tema recurrente en la vida de Kissinger, ya sea en su condición de judío escapado de Alemania en 1938, de historiador de la Europa del siglo XIX, de negociador estadounidense con el enemigo comunista en los años 70 o de sempiterno amigo y asesor de los presidentes, ese tema es la gestión del poder frente a un poder rival. Se trata de la cuestión central de su último libro, en que el analiza cómo manejarse con la nueva potencia que es China. También es la cuestión que hilvana nuestra conversación. ¿está llegando a su fin la era de la supremacía estadounidense? E

«En cierto modo, sí», responde Kissinger. Es un hecho, argumenta, que Estados Unidos ha retirado a sus soldados de Irak y tiene previsto hacer otro tanto en Afganistán. La superioridad norteamericana, como potencia nuclear y económica, ya no es la que era. Pero la sensación que se tiene de que Estados Unidos está encerrándose en sí mismo y dándole la espalda al mundo -la negativa de Washington a respaldar la revolución verde en Teherán, las vacilaciones a la hora de tomar postura ante la primavera árabe no tiene tanto que ver con la capacidad de Estados Unidos, sino con su actitud. «Para algunos de los asesores de Obama, lo que usted describe como la supremacía del poder estadounidense resulta indeseable y yo diría que hasta inmoral», afirma.

Ni que decir tiene que él abomina de esta concepción de la política exterior de su país. Entre 1969 y 1977, Kissinger fue un diplomático de línea dura, por decirlo finamente. En su calidad de asesor presidencial para la seguridad nacional hizo que Estados Unidos dejara su sello en la situación política del sureste asiático, Oriente Medio y Latinoamérica. Inspiró el secreto bombardeo sistemático de Camboya y trató, sin éxito, de negociar una paz en Vietnam durante las conversaciones de París con los líderes norvietnamitas [aquí conviene recordar que esta última iniciativa valió a Kissinger el premio Nobel de la Paz, episodio que provocó que el humorista Tom Lehrer anunciara públicamente que se retiraba del mundo del espectáculo, «porque, después de lo visto, la sátira política ya no tiene ningún sentido»].

«La supremacía de EE.UU. en cierto modo ha tocado a su fin. Algunos asesores de Obama la consideran indeseable y hasta inmoral»

Kissinger ha conocido personalmente a todos los presidentes de su país desde John F. Kennedy. Pronto queda claro que, en su opinión, Obama es el menos dotado de los diez presidentes que ha tratado. Los demócratas, por su parte, tienden a desdeñar a Kissinger, presentándolo como un republicano a ultranza, un furibundo halcón de la política exterior, la personificación por antonomasia del chiste atribuido a Ronald Reagan. «Nuestra mano derecha a veces ignora lo que está haciendo nuestra mano extrema derecha».

Kissinger reconoce la muerte de Osama bin Laden como «una gran operación y una inyección de ánimo», pero eso no ha hecho que cambie su opinión sobre Obama. «Es un hombre que pretende conseguir la supremacía internacional mediante el poder de las convicciones morales. Y aquí es donde se da el conflicto, el conflicto entre el idealismo y el realismo. Por descontado, Kissinger sería el representante del realismo». Como apunta: «La gente siempre me describe como un defensor de la realpolitik«. Y agrega: «Mi experiencia vital me indica que es imposible garantizar la paz en el mundo si no hay cierto equilibrio, pero con el simple equilibrio no basta». En opinión de Kissinger, la realpolitik precisa de una orientación moral. Pero cuando le pregunto si cree en Dios, se muestra casi ofendido. ¿Es una persona religiosa? «Sí y no -responde-. No en el sentido de que sea seguidor de una religión organizada. Sí en el de que creo que existe una estructura…» No llega a terminar la frase. «¡Yo no hablo de mi vida interior! Soy un enemigo jurado de Facebook. Pero tengo claro qué es lo que pienso».

«No creo en un dios que se preocupa personalmente por mí, pero sí en que el universo tiene un diseño en el que todos encajamos»

Se produce una larga pausa, y la cuestión sigue en el aire. ¿Cree en Dios? «No como un Dios que se preocupa personalmente por mí, pero sí en el sentido de que el universo tiene un diseño de algún tipo, en el que yo encajo, en el que todos encajamos», responde, midiendo sus palabras con cuidado. Vuelve a detenerse y apunta: «Si hay algo que detesto, son las figuras públicas que se pasan la vida explicando lo fascinante que resulta su vida interior. Yo leo filosofía y medito sobre ella, pero no la utilizo como una explicación».

De pronto vuelve a detenerse y suelta un inopinado bocinazo a un joven colaborador que está sentado al otro lado de la estancia: «¿Se puede saber por qué lo está anotando todo? ¡Déjelo ahora mismo!». El joven se queda sin habla un momento. Trato de aliviar la tensión y comento que, aunque estoy grabando la conversación, yo mismo no dejo de tomar notas. «Usted haga lo que quiera -espeta Kissinger-. Usted no trabaja para mí».

Un momento después vuelve a soltar voces furiosas, esta vez dirigidas a la muchacha que se ha retrasado un poco al servirnos el té. Con sus empleados, Kissinger se muestra tan caprichoso y difícil como una diva de la ópera. Conmigo se muestra encantador. Hablamos sobre China, el objeto de su libro. Defiende una «coevolución», pero cuando le pido más detalles al respecto, contesta. «No sé exactamente cómo se puede llegar a ello. No tengo la solución mágica. Se trata de que todos arrimemos el hombro y trabajemos en esa dirección».

En lo concerniente a las demás regiones del mundo se muestra más tajante. Tomemos el caso de Afganistán. Según afirma, los gobiernos de Occidente se han propuesto crear un gobierno efectivo y un aparato de seguridad capacitado. «Pero yo no creo que estos objetivos puedan alcanzarse en un plazo temporal aceptable para nuestra opinión pública». En consecuencia, hay que redefinir la misión y ponerle fin a la guerra de tal manera que Afganistán no se convierta en una base para el terrorismo en toda Asia meridional.

«Cuando te has pasado 30 años asociado a un individuo como Mubarak, no puedes desprenderte de él así por las buenas. Le debíamos una salida honrosa»

¿Y Libia? «Nosotros teníamos un acuerdo con Gadafi, acuerdo que este más o menos respetaba», opina Kissinger. «No veo clara la necesidad de implicarnos en Libia, además está la cuestión de qué hacer después de la victoria». Lo piensa un momento y añade: «Me parece demencial pensar que el objetivo en una guerra sea el de diseñar una estrategia de salida. Si no hay un propósito claro por el que combatir, lo mejor es abstenerse de hacer la guerra».

¿Y qué piensa de la primavera árabe? El viejo diplomático se siente anonadado ante la retirada del apoyo estadounidense al presidente egipcio Hosni Mubarak de la noche a la mañana. «Cuando te has pasado 30 años asociado a un individuo, no puedes desprenderte de él así por las buenas, como si la relación nunca hubiera existido Tampoco estábamos obligados a garantizarle diez años más en el poder, pero sí que le debíamos una salida honrosa», argumenta.

Kissinger es una de las últimas figuras políticas de la generación que diferenciaba con claridad entre la esfera pública y la privada. Se niega a hablar de su familia. Está casado en segundas nupcias con Nancy desde 1974. Su primer matrimonio fue con Ann Fleischer, con quien tuvo dos hijos. Tampoco habla de sus amigos, aunque su último libro está dedicado al modisto Óscar de la Renta y su mujer. Cuando le pregunto por sus amistades en general, se limita a contestar: «Mis amistades acostumbran a ser permanentes». Hace una pausa, sonríe y añade: «Lo mismo que mis enemistades».

Incluso le cuesta hablar de sus hobbies, como el fútbol, aunque sí tiene sugerencias para la FIFA. A fin de penalizar el juego defensivo, los empates a cero tendrían que ser castigados con cero puntos. Tampoco es que Kissinger piense que los dirigentes del fútbol mundial vayan a hacerle mucho caso, pero insiste. «Lo que la FIFA necesita es una primavera árabe «.

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