Sus libros, vídeos y programas de televisión tienen millones de seguidores. Es el nuevo rey de la divulgación científica. Por Gilles Whittell.

Pero no solo eso, este neurocientífico de 44 años también es uno de los grandes inventores de nuestro tiempo, empeñado en descifrar el mayor misterio del universo. la conciencia humana.

La oruga megalopyge opercularis es pequeña y parece un animalito de peluche. Sin embargo, su mordedura, muy dolorosa, puede dejar a su víctima en estado de shock. En 2003, una oruga de este tipo mordió al neurocientífico David Eagleman. Estuvo dos días de baja. Mientras se recuperaba, creó una página web en la que tecleó una pregunta: «¿Alguna vez habéis sido envenenados por una Megalopyge opercularis?».

A continuación insertó toda la información que tenía sobre el asunto y pidió a otras víctimas que aportaran sus datos: dónde, síntomas, tiempo de recuperación…

Decenas de personas le escribieron. Eagleman utilizó sus casos para crear un mapa de Estados Unidos con las mordeduras de la oruga y sus terribles efectos. A Eagleman le encanta la masiva acumulación de datos y los resultados a lo grande.

Un nuevo da Vinci

A los 44 años, es más conocido que muchos premios Nobel. Se gana la vida como profesor de Neurociencia en el Baylor College of Medicine de Houston, pero también es un moderno Leonardo da Vinci del cerebro. Ha dejado con la boca abierta a Silicon Valley con uno de sus inventos: un aparato que logra que los sordos aprendan a oír (no estamos hablando de un audífono). También ha patentado un pequeño dispositivo que ayuda a diagnosticar la esquizofrenia. Ha creado unas aplicaciones que permiten a los entrenadores de fútbol americano detectar si un jugador ha sufrido una conmoción cerebral y a los guardias de tráfico si un conductor va drogado… Y entretanto está buscando una respuesta a la pregunta más difícil en el campo de la neurociencia: ¿qué es la conciencia?

«Me interesa el cerebro humano, no el de las ratas. Ellas no construyen civilizaciones», explica

Para contestar a esta cuestión, no usa el escalpelo ni el microscopio. Eagleman prefiere Internet, las bases de datos y el big data. Y a diferencia de sus colegas, estudia los cerebros de las personas en lugar de los de animales. «Solo me interesa saber cómo funciona el cerebro humano -recalca-. Los cerebros de animales pueden decirnos muchas cosas, pero nuestro cerebro es otro tipo de software diferente al de las ratas. Ellas no construyen civilizaciones. Las ratas no me interesan».

La magia de un gran comunicador

A pesar de sus muchos inventos, lo que ha hecho de Eagleman un personaje popular son sus dotes como divulgador y novelista de ciencia ficción. Su primer libro de ficción, Sum, fue un superventas traducido a 27 idiomas.

Sus enormes dotes como comunicador pudieron comprobarse durante una conferencia TED. Empezó contando que el cerebro tan solo percibe la diezbillonésima parte del espectro electromagnético. Nuestra mente no tiene la culpa de esta limitación. El pobre cerebro hace lo que puede con los datos que le llegan y con su oscuro encajonamiento dentro del cráneo.

Eagleman hablaba con lentitud y se movía torpemente sobre el escenario. En mitad de la charla sorprendió al auditorio quitándose la camisa de golpe. Debajo llevaba un chaleco blanco ajustado. Eagleman se giró y continuó hablando para mostrar que sus palabras estaban siendo traducidas a vibraciones transmitidas a su espalda por decenas de minúsculos motores parecidos a los de la alarma con vibración de un teléfono móvil; todos ellos, imbricados en el chaleco.

Las vibraciones convertían las señales de su laringe en patrones de movimiento en su piel que su cerebro podía aprender a reconocer como sonidos. Esa era la teoría. ¿Podría funcionar en la práctica? Eagleman mostró un vídeo en el que un individuo sordo de nacimiento aprendía a ‘escuchar’ palabras a través del chaleco y las escribía en una pizarra. Ovación espontánea. Pero lo más espectacular fue lo que pasó a continuación.

Entre el público había representantes de media docena de empresas de capital-riesgo. Todas estaban interesadas en invertir en el chaleco. Eagleman escogió una y firmó un contrato de desarrollo del proyecto. «Ahora vamos a poder producir estos chalecos en serie. Antes perdía horas y horas en rellenar formularios para becas, que luego me rechazaban por razones absurdas. Sin embargo, ahora pronuncio una charla de 18 minutos, la gente se da cuenta de la importancia del asunto, y todo marcha sobre ruedas» , cuenta Eagleman.

¿Cuál será el precio comercial de uno de estos chalecos? Su creador cree que unos 500 dólares, en comparación con los 40.000 que cuesta un implante coclear que exige cirugía cerebral invasiva.

En su laboratorio

La actividad es incesante en su laboratorio, de algo menos de 60 metros cuadrados. En una habitación, Eagleman me muestra una máquina que cuesta un millón de dólares y que es la responsable del repentino interés general en la neurociencia: el fMRI o aparato de resonancia magnética fundacional. Luego me enseña el aparato que, me dice, es el último grito para investigar centenares de cerebros a la vez: se llama Ipad. Cuesta menos de 500 euros. De hecho, cualquier modelo de tableta sirve. En la de Eagleman hay una aplicación que su equipo de colaboradores ha ofrecido a los entrenadores deportivos para que puedan determinar si un jugador ha sufrido una conmoción cerebral. Funciona como un videojuego simple y analiza 12 aspectos del funcionamiento cerebral en cinco minutos. También ha ofrecido una versión a los cuerpos policiales para establecer la ligera discapacidad cognitiva producida por la ebriedad o el consumo de drogas.

Según, Eagleman, el último grito para investigar el cerebro cuesta unos 500 dólares. Se llama Ipad

Pero hay más preguntas que este neurocientífico se plantea cada día. ¿es posible reparar los cerebros para que dejen de transgredir las leyes? ¿Los jueces tendrían que tomar en cuenta las lesiones cerebrales? Si lo hacen, ¿dónde está la responsabilidad personal? Para responder a estas preguntas, Eagleman consiguió que un amigo multimillonario financiase la clasificación de un enorme acopio de datos sobre casos delictivos. Según explica, «el resultado será el mayor experimento mundial sobre el comportamiento humano».

«Supongamos que lo acusan de haber cometido un robo por un montante inferior a los mil dólares. Sabemos si el abogado es de oficio o ha sido contratado. Sabemos quién es el juez. Sabemos cosas como su estatura, peso, número de zapato. Sabemos todo sobre la víctima». Toda esta información les permite cruzar datos y obtener patrones. Por ejemplo, han descubierto que hay una relación clara entre haber nacido en los sesenta en Estados Unidos y tener problemas con la ley, no solo en la juventud, sino a lo largo de toda la vida. ¿Hay una explicación neurológica? Nadie lo sabe aún, pero la correlación existe y permite, por lo menos, formular la pregunta.

Eagleman ha vivido rodeado de libros desde la infancia. Su madre era profesora de Biología. Su padre, médico. Tenían una tele en casa, pero a su hijo solo le dejaba ver el programa de Carl Sagan, Cosmos. Y Sagan se convirtió en su ídolo. Todavía hoy Eagleman es incapaz de ver Cosmos sin emocionarse.

¿Un nuevo Nobel?

Cuando tenía 7 años, ya estaba claro que era un niño inusualmente inteligente. A los 20 empezó a estudiar física espacial en Houston, pero la materia dejó de gustarle: no aportaba las respuestas que él buscaba. Los neurocientíficos, en cambio, estudian el cerebro. Algo que pesa poco más de un kilo y es más manejable , dice.

O eso creía él. Han pasado 22 años y las claves del funcionamiento cerebral siguen resultando oscuras. Eagleman cree que «una de las razones de esta falta de progreso es la manía de los científicos de perder el tiempo. Gran parte de lo que hacen los científicos es tedioso. Se embarcan en interminables batallitas sobre cuestiones insignificantes. Argumentan y contraargumentan pensando que, cuanto más largo es el debate, más importante es la cuestión de marras. Pero en la mayor parte de los casos la cuestión no tiene la menor importancia», afirma.

Él es más pragmático.Además del chaleco para sordos, trabaja en un proyecto sobre esquizofrenia: el desarrollo de un dispositivo de diagnóstico en tamaño de bolsillo para los pacientes. La idea es que lo usen con el fin de corregir errores minúsculos en su percepción temporal, errores que según ha demostrado Eagleman son un rasgo definitorio de su dolencia.

¿Estamos hablando de un invento merecedor del Premio Nobel? «Estamos hablando de un descubrimiento muy importante», responde. Y aprovecha para mencionar a Craig Venter, el genetista que ganó la carrera para cartografiar el genoma humano. Le den o no el Nobel, todo el mundo tiene claro que le pegó una paliza al «mundo académico convencional», sentencia.

Ciencia y espectáculo.

El chaleco inventado por David Eagleman convierte los sonidos en vibraciones. Las personas sordas, con solo tres meses de práctica, podrán aprender a ‘escuchar’ a través de las vibraciones percibidas en el torso con la misma rapidez con la que los ciegos leen al pasar los dedos sobre un texto en braille y su programa de televisión y sus libros lo ha convertido en un showman de gran éxito. Está casado y es padre de un niño de tres años.

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