¿Fue el emperador azteca un traidor que se vendió a los españoles o una víctima de una civilización compleja? ¿Lo mataron sus propios súbditos o los soldados de Hernán Cortés? Por Carlos Manuel Sánchez
Los presagios eran como para echarse a temblar. El avistamiento de un cometa, el incendio de un templo, la caída de un rayo en un altar, una crecida catastrófica del lago, seco en la actualidad, que rodeaba la legendaria urbe de Tenochtitlán (actual Ciudad de México) y un eclipse, poco menos que el preludio del fin del mundo para unas gentes que adoraban al Sol como una divinidad poderosa. Por si fuera poco, llegaron noticias aterradoras de los confines del imperio que hablaban de la aparición de unos extraños seres, deformes y con dos cabezas (en realidad, hombres montados a caballo), con largas barbas y unos bastones mágicos que escupían fuego y mataban a distancia. Dioses, seguramente… O eso pensó Moctezuma. Todos aquellos portentos precedieron a la llegada de los conquistadores españoles. El emperador azteca, que se encontró el 8 de noviembre de 1519 frente a frente con Hernán Cortés, un aventurero que había dejado los estudios para hacer fortuna en ultramar, estaba convencido de que se hallaba ante el mismísimo dios Quetzalcóatl, cuyo regreso al mundo de los mortales no auguraba nada bueno.
¿Quién era Moctezuma? Su figura es una de las más denigradas de la historia de la conquista de América, quizá injustamente. Le llovieron los palos por todas partes, tanto por el bando de los invasores como por el de los vencidos. Moctezuma reinó sobre el imperio azteca, una sociedad refinada y compleja, de arquitectos y poetas, pero también sedienta de sangre y sacrificios humanos, entre 1502 y 1520. No fue un cobarde, aunque sí supersticioso. El soldado español Bernal Díaz del Castillo lo describe como «un hombre de unos cuarenta años, de buena estatura, proporcionado, pocas carnes, no muy moreno, con el cabello no muy largo, barba negra y rala, rostro alegre, ojos expresivos que denotaban amor o gravedad; pulido y limpio, se bañaba cada tarde, nunca utilizaba su ropa más de un día; tenía muchas mujeres por amigas y dos esposas legítimas. Contaba con doscientos sirvientes, quienes tenían que ir descalzos al visitarlo y dirigirse con las palabras: «Señor, mi señor, mi gran señor» sin darle la espalda y con la vista abajo».
Moctezuma construyó un nuevo palacio en Tenochtitlán, de 250.000 habitantes (en aquella época, sólo dos urbes europeas, Nápoles y Constantinopla, estaban más pobladas) y creó lo que un viajero europeo de la época describió como la Venecia de América. Considerado como una figura semidivina por sus gentes, ganó batallas en las fronteras del imperio que extendieron sus territorios desde el Pacífico hasta el golfo de México.
Los aztecas ofrecían sacrificios humanos, pero eran, a la vez, grandes astrónomos y médicos: Y ‘crearon’ el chocolate y las palomitas de maiz
El azteca (o mexica) fue un imperio al mismo tiempo brutal y sofisticado. Bebían chocolate en los rituales religiosos, desarrollaron jardines e islas flotantes, inventaron las palomitas de maíz, fumaban tabaco, creían en el horóscopo, desarrollaron la astronomía, tenían su propio calendario, predecían los eclipses, construyeron pirámides… Además, la educación era obligatoria y universal, e incluía a las niñas. Un complejo entramado de dioses marcaba sus vidas, desde los cultivos hasta la sexualidad, pasando por la guerra. Un efecto colateral de los sacrificios humanos fue que permitió a sus médicos tener un minucioso conocimiento de la anatomía. Había dentistas, orfebres, esclavos y sacerdotisas destinadas a satisfacer a la élite de guerreros. Las leyes eran estrictas. Pena de muerte para los delitos de asesinato, traición, aborto, incesto, violación, robo y adulterio. La sociedad se dividía en castas: guerreros y sacerdotes en la cúspide. No había clase media. Artesanos y agricultores debían pagar impuestos muy altos.
A los españoles les sorprendía que Moctezuma se bañase y cambiase de ropa cada día. Lo consideraron un extravagante
Moctezuma estaba en la cima de su poder cuando llegó a la capital la expedición de Hernán Cortés: 400 soldados españoles, varias decenas de caballos y algunos miles de guerreros indígenas reclutados en Tlaxcala. Por entonces, Tlaxcala y Tenochtitlán representaban dos concepciones políticas opuestas. La primera se había organizado como una confederación de ciudades-estado unidas en una república gobernada por un senado; Tenochtitlán era un imperio, sin apenas burocracia, que basaba su poder en el terror y la recaudación tributaria. Llevaban desde 1455 enfrentándose en las llamadas ‘guerras floridas’.
Contrariamente a lo que se ha venido especulando, Moctezuma no se dejó avasallar. Primero opuso cierta resistencia a las tropas de Cortés, después lo intentó engañar atrayéndolo hacia una emboscada, por fin quiso sobornarlo con oro, «el excremento de los dioses», según los aztecas, que preferían las piedras semipreciosas verdes o azules. Fue un error fatal, pues alentó la codicia de los soldados. Así que, finalmente, Moctezuma no tuvo más remedio que dar la bienvenida a Cortés. Fue un recibimiento cordial, quizá demasiado. Colmó a los españoles de regalos, los alojó en un palacio y aceptó ser bautizado y declarado súbdito de España, donde todavía viven sus descendientes, los condes de Miravalle, que durante años han reclamado sin éxito al Gobierno mexicano la pensión en oro que se les otorgaba desde 1550 y que les fue retirada en 1934, unos 90.000 euros anuales al cambio.
Pese a la leyenda, opuso resistencia a los conquistadores, intentó engañarlos y, al final, comprarlos. Fue un error. Despertó su codicia
Cuando el emperador se dio cuenta de que los avariciosos conquistadores no eran dioses, sino hombres, ya era demasiado tarde. Moctezuma fue hecho prisionero en su propio palacio y, más tarde, asesinado. Su reputación es hoy muy controvertida en México, donde no hay ningún monumento que lo recuerde, aunque sí lo hay de su sucesor, su hermano pequeño, que continuó la lucha contra los españoles hasta que sucumbió a la viruela importada por los conquistadores. Calificarlo como un traidor es simplista. Su personalidad es más ambigua. Existe cierto resentimiento por las facilidades que le dio a Cortés, pero tenía serias desventajas: en especial, la tecnología bélica de los españoles o sus tácticas de guerra, como el sitio de las ciudades. Curiosamente, para muchos mexicanos la verdadera traidora fue una mujer llamada Malinche, que hizo de intérprete de Cortés. En México se denomina «malinchismo» a la compra de bienes importados en lugar de productos nacionales.
Moctezuma no fue el último emperador azteca. Su hermano Cuitláhuac dirigió una revuelta contra los conquistadores y consiguió expulsarlos de la ciudad. Los sitiados veían disminuir el agua, las municiones y los víveres. La única salida era la retirada. Y la hicieron en la lluviosa noche del 30 de junio al 1 de julio de 1520, conocida como la Noche Triste. En aquella retirada cayeron la mayoría de los castellanos, que al llevar muchas piezas de oro consigo murieron ahogados en el lago. A Cuitláhuac le sucedió Cuauhtémoc, que terminó rindiéndose a Cortés. Fue torturado y ahorcado.
Bajo el dominio azteca, México llegó a tener una población de 25 millones de habitantes. A principios del siglo XIX sólo había seis millones, de los cuales los nativos apenas llegaban a la mitad.
¿Quién mató al emperador?
El 21 de mayo de 1520, Pedro de Alvarado, que había quedado al mando en ausencia de Hernán Cortés, provocó una matanza en el patio del Templo Mayor. Alegando que los aztecas preparaban un ataque a los españoles, ordenó matar a medio millar de personas desarmadas. Una carnicería. Desde un balcón, Moctezuma intentó aplacar a los suyos, que querían linchar a los españoles. Y fue asesinado… ¿De una pedrada azteca o de una lanzada española?