Leo CastellI: el dandi que descubrió el ‘pop art’

Fue el primer galerista moderno. Un auténtico rey Midas del arte que, en tiempo récord, transformó el mercado para siempre. Un  discreto seductor que descubrió, entre otros, a Andy Warhol, Jasper Johns y Roy Lichtenstein. Porque detrás de todo gran artista hay un gran marchante. Y detrás de todo gran marchante, una apasionante historia. Por Antonio Padilla

«¿Quieres el güisqui con o sin hielo?». «Con», respondió Leo Castelli. No podía imaginar que con tan sencilla decisión iba a cambiar su vida y, de paso, el mercado del arte mundial.

Era el año 1955 y Castelli era un burgués acomodado de Nueva York y gran aficionado al arte que acababa de abrir una pequeña galería en su propia casa. Quien le ofrecía la copa era Robert Rauschenberg, un amigo y artista que empezaba a hacerse un nombre. «Entonces vuelvo enseguida -le dijo Rauschenberg- porque mi vecino Jasper Johns es el dueño de la nevera que compartimos los dos». «¿Has dicho ‘Jasper Johns’?», repuso Castelli, animándose. Según contó años más tarde: «Bajamos al estudio y allí vi algo asombroso: cuadros de banderas, rojo, blanco y azul; simples, sin adornos; también había un cuadro enteramente blanco; dianas con moldes de yeso encima; alfabetos; números; y todo estaba elaborado con una técnica que apenas conocía: la encáustica. Fue amor a primera vista, total y absolutamente. ‘Quiere usted estar en mi galería?’, pregunté a Johns».

En cuanto vio la obra de Jasper Johns, un desconocido, se quedó impresionado. «Fue amor a primera vista, total y absolutamente»

Castelli expuso a Jasper Johns y la muestra causó sensación, entre el gran público también, seguramente porque las pinturas de Johns resultaban mucho más asequibles que el expresionismo abstracto hegemónico hasta el momento. La ascensión de Jasper Johns en 1958 se vio secundada por la de su vecino, Rauschenberg, cuyos collages fueron recibidos con similar entusiasmo. Había nacido la galería más potente de Estados Unidos durante cinco décadas.

«Decidí que había llegado el momento de abrir una galería por el muy prosaico motivo de que tenía que ganarme la vida, de que comprendía que tenía que dedicarme a ello en serio si quería seguir pagando el alquiler». Así explicaba Leo Castelli en su vejez la decisión de convertirse en marchante de arte en 1952, cuando iba a cumplir los 50 años. Pero hay que tomarse sus palabras con cautela. En la práctica vivía del dinero de su acaudalada esposa y venía a ser un diletante más aficionado a la vida social que al trabajo duro. Eso no quiere decir que fuese un simple marchante con el verbo fácil, y prueba de ello es que fue el rey Midas del mercado artístico de la segunda mitad del siglo XX.

Castelli fue una figura tan fascinante como improbable: nacido a principios del siglo XX en la ciudad italiana de Trieste en una familia judía burguesa, Leo Krausz (la familia más tarde adoptaría el apellido Castelli por imposición mussoliniana) no parecía predestinado a convertirse en el referente internacional que iba a ser. Mal estudiante en el colegio y la universidad (si bien políglota, voraz lector por su cuenta y dotado de una gran inteligencia), a los 18 años se sentía acomplejado por su corta estatura, hasta tal punto que sus padres le pidieron cita con el famoso psicoanalista Edoardo Weiss. «No les gusto a las chicas…» , empezó el joven Leo. Según parece, tan solo fue necesaria una sesión para desbloquear a quien más tarde sería conocido por su irresistible encanto personal y por ser un verdadero imán para las mujeres.

Su suegro lo contrató en una fábrica textil, pero él se escapaba cada día para ir al MoMA o verse con Rothko y Pollock

Hijo mimado e indolente, el Leo Krausz de los años mozos respondía al prototipo de señorito de provincias frívolo. Harto de tenerlo en casa sin hacer nada, su padre en 1932 le consiguió un trabajo como oficinista en una importante compañía de seguros italiana en Rumanía. En Bucarest, dos flechazos que iban a cambiar su existencia: por primera vez se sintió fascinado por las vanguardias artísticas y conoció a la mujer de su vida, Ileana Schapira, hija de una buena familia judía y, como él, interesada en cuanto tuviera que ver con el arte moderno. Leo e Ileana se casaron al cabo de pocos meses. Siguieron unos años de vida despreocupada en el París de los años 30, donde el joven matrimonio tuvo ocasión de codearse con los surrealistas, pero la ocupación de Francia en 1940 por los alemanes puso brusco final a este feliz periodo. Leo e Ileana Castelli huyeron a América, acompañados por varios familiares. Allí, su millonario suegro rumano lo nombró director de una fábrica de ropas de punto, pero en lugar de pasar las jornadas en su despacho cogió la costumbre de marcharse a media mañana para visitar las galerías de la calle 57 o recorrer el MOMA. Su suegro a estas alturas lo consideraba un redomado inútil, pero Castelli no estaba perdiendo el tiempo: además de familiarizarse con la escena artística, hizo algunos amigos decisivos: entre ellos, el visionario director artístico del MOMA Alfred Barr y varios pintores del expresionismo abstracto: Mark Rothko, Willem De Kooning y Jackson Pollock.

A mediados de la década dio el paso decisivo y abrió su propia galería de arte en la casa donde vivía con su familia. Nacía la Leo Castelli Gallery, que iba a revolucionar la escena artística neoyorquina y que acabaría instalándose en el legendario número 420 de West Broadway, en el Soho.

Castelli no tenía demasiado interés en exponer a los expresionistas abstractos, por entonces sobradamente conocidos ni en presentar a los grandes artistas europeos, que tampoco necesitaban presentación. Lo que él quería era descubrir a artistas desconocidos. Y muy pronto iba a dar la campanada: con Jasper Johns. A partir de ahí, los años finales de los 50 fueron muy prósperos para Leo e Ileana Castelli, pero en privado la vida no era tan de color de rosa. Desde su boda, la pareja había ensayado distintos modelos de relación:  vida conyugal tradicional, periodo de separación, relación de convivencia de cara a la galería (y nunca mejor dicho)… Entre ambos había amistad e intereses económicos, pero el matrimonio se estaba yendo a pique por los constantes líos de faldas de Leo. Harta de sus infidelidades, Ileana en 1959 finalmente obtuvo el divorcio aunque ello, curiosamente, sirvió para reafianzar su relación. Tanto él como ella volverían a contraer matrimonio (él, dos veces), pero siempre mantuvieron su amistad.

Fue su mujer quien lo convenció de exponer a Warhol. Él al principio, no quería. Le incomodaban un gay ostentoso como Andy

La trayectoria vital y profesional del galerista no puede ser comprendida sin la influencia de Ileana. No solo porque ella era quien tenía dinero para comprar obras, sino porque hay quien asegura que era la verdaderamente entendida en arte moderno y que Leo, al principio, se limitaba a explotar su don de gentes e innata astucia para los negocios.

De hecho, fue Ileana quien a principios de los 60 lo convenció para exponer a Andy Warhol, que por entonces se ganaba la vida como ilustrador publicitario. Leo se mostraba reticente, en parte porque acababa de lanzar a Roy Lichtenstein, otro artista de estilo comparable, y en parte porque estaba ‘chapado a la antigua’ y no se sentía cómodo en compañía de un homosexual ostentoso como Warhol.

Lichtenstein y Warhol fueron los mascarones de proa de un nuevo movimiento artístico, el pop art, del que Castelli dudó al principio, pero que, en cuanto percibió su auténtica dimensión, no dudó en promocionar a conciencia. Nadie logró como él vender en Europa a los nuevos artistas americanos.

Durante los 70, Castelli siguió haciendo gala de su mágica capacidad para descubrir artistas: Frank Stella, Donald Judd, Joseph Kosuth, Richard Serra, entre otros, pero las cosas empezaron a decaer en los 80. El arte empezó a dejar de ser entendido como un negocio entre caballeros y el ‘todo vale’ se impuso a la hora de colocarles obras a los nuevos ricos de Texas o Miami. En un mundo así, Castelli mismo reconocía haberse convertido en un personaje de otro tiempo. Eso sí, hasta su fallecimiento, en 1999, siempre elegante, nunca tuvo una palabra fea para nadie. Por lo menos en público.

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