Sammy Basso nació con progeria, una enfermedad que le impediría llegar a los 14 años. El pronóstico no se ha cumplido y ahora licenciado en Biología investiga sobre su enfermedad. No es el único. Otros también lo dejaron todo para dedicarse a investigar las enfermedades raras que padecen. Por Ixone díaz Landaluce
Sonia dejó su carrera de abogada para hacerse bióloga molecular e investigar su propia enfermedad. La madre de Sonia Vallabh enfermó de la noche a la mañana. En semanas pasó de ser una mujer sana y vital de 51 años a no hilar una sola frase coherente. Murió en menos de un año sumida en una extraña demencia. La autopsia resolvió el misterio. Kamni padecía una enfermedad producida por priones conocida como ‘insomnio familiar fatal’, y sus hijos tenían un 50 por ciento de probabilidades de padecerla. Aquel día de octubre de 2011, Sonia lo recuerda como el más duro de su vida. Su marido, Eric Minikel, no paró de llorar durante todo el viaje de regreso a casa.
Pero Sonia quería saber más. En menos de dos meses se sometió a un test genético para comprobar si ella era portadora de la mutación. Lo era. Después de una semana tratando de digerir la terrible noticia, Sonia y su marido decidieron cambiar el destino y pasar a la acción.
Sonia, que acababa de graduarse en Derecho por Harvard y había empezado a trabajar en un bufete, lo dejó todo para dedicarse a entender a qué se enfrentaba. Para ello se apuntó como voluntaria en el laboratorio de un hospital mientras asistía a clases nocturnas de biología molecular. Su marido, formado en el MIT y analista de transporte, también se reinventó especializándose en bioinformática.
Ahora, los dos están terminando sus respectivos doctorados en el Broad Institute, un centro de investigación gestionado por Harvard y el MIT, mientras dirigen la ONG Prion Alliance, que recauda fondos para la investigación.
La pareja, además, está desarrollando un tratamiento basado en los llamados ‘oligonucleótidos antisentido’ en colaboración con la farmacéutica Ionis. El objetivo es disminuir la cantidad de las proteínas en el cerebro que desencadenan la enfermedad para ralentizarla. Su esperanza es que Sonia pueda empezar a recibir un tratamiento experimental en los próximos años.
En cuanto confirmaron que tenía la mutación del gen, Sonia y su marido pasaron a la acción. Dejaron sus carreras y empezaron a estudiar biología molecular
Pero saben que no es sencillo. No se trata solo de su habilidad y la de sus colegas como investigadores. Necesitan dinero. Ahora mismo, nada menos que un millón de dólares. La limitación de recursos, la burocracia y la ‘política’ interna frustran a muchos científicos, pero cuando uno es al mismo tiempo investigador y paciente, ‘frustración’ es una palabra insuficiente. Con todo, Sonia sigue adelante.
Permanece asintomática y en 2017 decidió dar un paso importante: quedarse embarazada. Eso sí, empleó los avances científicos a su disposición. Se sometió a una fecundación in vitro y un diagnóstico genético preimplantacional para asegurarse de que su hija no heredaría la mutación. La niña está sana.
LA LUCHA DE SAMMY
«La progeria no me impide ser la persona que quiero ser»
«Nuestra alegría era indescriptible. Era precioso. Un niño activo y sano. No había duda de que estaba bien». Así recuerda Amerigo Basso a su hijo Sammy en el momento de nacer. La realidad llegó 2 años más tarde, cuando los médicos les informaron de que el bebé padecía progeria o síndrome de Hutchinson-Gilford, una enfermedad genética extremadamente rara que se caracteriza por el envejecimiento precoz y de la que apenas existen 156 casos documentados en el mundo. También les advirtieron de que su hijo no cumpliría los 14 años. La visita terminó con un «lo sentimos, no hay nada que hacer».
Pero su pronóstico no se ha cumplido. El año pasado, Basso cumplió 23 años y se licenció en Biología. Además, colabora con Carlos López Otín, catedrático de la Universidad de Oviedo y una autoridad mundial en los mecanismos moleculares implicados en el envejecimiento. Juntos acaban de publicar un prometedor estudio que ha conseguido detener el desarrollo de la enfermedad y elevar la esperanza de vida de ratones con progeria hasta un 25 por ciento. Los resultados suponen un enorme avance: la progeria ocurre debido a una mutación en el gen LMNA que provoca que el núcleo de las células (de todas las células del cuerpo) acumule una proteína tóxica que desencadena un deterioro progresivo del organismo. Los investigadores utilizaron la edición genética CRISPR para actuar sobre la mutación y conseguir que la proteína dejara de producirse. El hallazgo supone una nueva esperanza para estos enfermos. Basso es optimista sobre la investigación y sobre su propia vida. «No puedo hacer muchas cosas sin ayuda, pero la progeria no me impide ser la persona que quiero ser».
LA LUCHA DE JEFF
«Es mejor hacer algo que salir corriendo»
Jeff Carroll vio morir prematuramente a su madre y a su abuela después de luchar durante años contra la enfermedad de Huntington, un trastorno genético y degenerativo que ataca las neuronas provocando graves problemas motores y mermando severamente las capacidades cognitivas. En último término, la dolencia se apropia de la memoria y la personalidad de los enfermos, que suelen fallecer entre 10 y 20 años después del primer diagnóstico. Hasta que cumplió 25 años, Jeff nunca se había planteado una carrera científica. De hecho, abandonó el instituto para alistarse en el Ejército y terminó en Kosovo como parte de una misión de la OTAN. A su regreso, y cuando su madre ya había enfermado, decidió someterse a una prueba genética. El resultado confirmó lo peor: él también portaba la mutación. En realidad, tres de sus cinco hermanos tienen el mismo defecto en el cromosoma 4, según contó a Seattle Times. Desde entonces, Carroll se dedica a la investigación del trastorno. Primero, como pupilo de Michael Hayden -uno de los especialistas más reputados del mundo- y, ahora, en la Universidad de Western Washington. Aunque existen fármacos para mitigar los síntomas, la enfermedad no tiene cura.
Los tratamientos más prometedores consisten en silenciar los genes responsables de la degeneración para ralentizar la aparición de los síntomas. Caroll se dedica a entender cuáles serán los efectos secundarios de ese silenciamiento. «Estaría mintiendo si dijera que no hay momentos en los que tengo miedo -admite-, pero es menos dañino para mi vida hacer algo que salir corriendo».
LA LUCHA DE JOSH
«Ya hemos encontrado el talón de Aquiles del gen»
Como Carroll, Josh Sommer recibió el diagnóstico en su primer año de universidad. Todo empezó con unos terribles dolores de cabeza y una resonancia magnética que descubrió un tumor en el centro de su cabeza. «Fue devastador. De pronto, me cuestioné toda mi vida», recuerda. Después de la cirugía, los médicos le confirmaron que se trataba de cordoma, un tipo muy raro de cáncer que suele aparecer en el cráneo y la espina dorsal. «Mi primer instinto fue estudiar todo lo que se sabía de la enfermedad. Así me enteré de que la supervivencia media era de 7 años. La enfermedad volvía en la mitad de los casos y, cuando lo hacía, era irreversible. Con 18 años, esos números dan mucho miedo. No estaba dispuesto a aceptarlo. Así que tomé la determinación de cambiar las cosas». Casualmente, Michael Kelley -uno de los pocos especialistas mundiales en cordoma- era profesor de la Universidad de Duke, donde Sommer estudiaba.
«Cuando con 18 años descubres que te quedan 7 de vida, esos números dan mucho miedo. No estaba dispuesto a aceptarlo y decidí cambiar las cosas»
Trabajar como voluntario en su laboratorio le devolvió la esperanza. «Me ayudó a sentirme menos impotente y con más control de la situación. Al principio, lo que me motivaba era el intento de vencer mi propia enfermedad, pero con el tiempo me di cuenta de que tratar de encontrar nuevos tratamientos es fascinante», cuenta. Pero su trabajo en el laboratorio pronto hizo evidente que los recursos básicos para su investigación (acceso a tejidos, líneas celulares y modelos en ratones) eran escasos o, directamente, inexistentes. «Para crear un impacto real, necesitaba crear un ecosistema útil para la investigación».
Así es como Sommer puso en marcha la Fundación Cordoma en 2007, que ha puesto en contacto a más de 300 especialistas de todo el mundo. «Hemos identificado fármacos muy prometedores. Hemos logrado identificar un gen, bautizado como ‘brachyury’, sin el que el cordoma no puede sobrevivir. Es su talón de Aquiles. Y esa es una gran fuente de esperanza», explica Sommer, que de momento no ha recaído.
LA LUCHA DE DAVID
«He estado cuatro veces al borde de la muerte»
La historia y la estrategia de Sommer inspiraron a David Fajgenbaum. Después de conocerse a través de un amigo común y hablar durante horas, Sommer lo animó a iniciar su propia cruzada: «Tu enfermedad te necesita», le dijo. El periplo médico de David había empezado cuando estudiaba tercero de Medicina. «Empecé a sufrir fatiga, sofocos nocturnos y dolor abdominal», explica. Un análisis de sangre descubrió que su hígado, sus riñones y su médula espinal estaban fallando. Estuvo ingresado durante siete semanas, pero los médicos no encontraban una explicación a sus síntomas. «Estuve a punto de morir por primera vez. Desde entonces he estado al borde de la muerte cuatro veces más», recuerda.
El diagnóstico tardó en llegar y, cuando lo hizo, «fue un shock, pero lo más duro fue descubrir lo poco que se sabía sobre la enfermedad de Castleman». Descrito en 1954, este trastorno inmunológico suele manifestarse con síntomas parecidos a los de una gripe, pero también con la aparición de una masa, generalmente en el pecho. Está relacionado con la secreción excesiva de una proteína (la interleucina-6) por los ganglios linfáticos. David sufre la forma más agresiva de la enfermedad, y el siguiente episodio puede terminar con su vida. Después de contactar por correo electrónico con 400 científicos de todo el mundo y convocarlos a una reunión en Atlanta, David se dio cuenta de que no existía ninguna estrategia común para afrontar el problema, ningún plan a 5 años, como haría cualquier empresa privada. Y tomó una decisión radical: abandonó la carrera, se matriculó en la prestigiosa escuela de negocios Wharton y fundó la Castleman Disease Collaborative Network, una red de especialistas, investigadores y empresas farmacéuticas para impulsar la investigación de la enfermedad.
Desde entonces, David ha propuesto un nuevo modelo para describir la enfermedad: pone en duda la explicación oficial y sugiere que la inflamación de los ganglios linfáticos no es la causa de la dolencia, como se creía, sino el síntoma de una enfermedad inflamatoria sistémica causada por un gen, un anticuerpo o un virus. También fue el primer paciente de Castleman en recibir un tratamiento inmunosupresor únicamente aprobado para otras enfermedades. Un lustro después no ha vuelto a recaer y dentro de unos meses el fármaco que lo mantiene con vida empezará a probarse en otros pacientes. «Me siento genial y tengo la esperanza de que esta remisión se prolongue mucho tiempo», explica.
PARA SABER MÁS
Chasing My Cure, de David Fajgenbaumn (en inglés). A la venta, en septiembre próximo.
Te puede interesar
«Tengo una enfermedad incurable… y te voy a contar cómo me siento»