Una revolución flota en el ambiente. Matemáticos, físicos y filósofos trabajan en común. Buscan lo que esconde el fondo de un agujero negro. Allí donde espacio y tiempo se ‘funden’, esperan encontrar las respuestas a todas las preguntas que lleva haciéndose el ser humano. La primera imagen real de un agujero negro ha sido un gran paso: «Es la foto de nuestra ignorancia», dicen. Hablamos con los científicos que lideran la investigación. Por Johann Grolle
• ALMA, el mayor observatorio astronómico del mundo
Cuando los astrónomos del observatorio del pico Veleta (en Sierra Nevada, Granada) vieron el agujero negro, pensaron que era exactamente como esperaban. Habían visto un montón de imágenes parecidas antes. Pero esta era diferente: era auténtica. Suponía el triunfo del espíritu descubridor del ser humano. Para conseguirla, ocho telescopios de lugares muy distantes unos de otros sincronizaron sus poderosas antenas y las enfocaron a un diminuto punto de la constelación de Virgo.
En la imagen obtenida se aprecia el centro de la gigantesca galaxia Messier 87 (M87*). Y el objeto cuya oscuridad se hace visible es monstruoso: un agujero negro supermasivo, tan pesado como 6500 millones de soles juntos. La imagen muestra el borde de la nada, abre una ventana al fin del mundo.
Los agujeros negros reúnen una masa descomunal en un único punto. En ningún otro lugar actúan campos gravitatorios tan potentes. Por eso son el sitio donde los teóricos esperan encontrar la respuesta a la pregunta de cómo se pueden unificar las leyes del microuniverso y del macrouniverso, del interior de los átomos y de las galaxias, en una única teoría del todo. Desde hace años, los científicos se devanan los sesos tratando de crear una teoría que integre los dos pilares de la física (la mecánica cuántica y la relatividad) hasta ahora incompatibles y que proporcione una idea acerca de cómo comenzó el universo. Los agujeros negros pueden tener la respuesta.
«En el fondo del abismo del agujero negro se solapan el espacio y el tiempo hasta hacerse uno»
Los astrofísicos sospechan que en el centro de muchas galaxias se esconden agujeros negros supermasivos. El problema es que están demasiado lejos. La naturaleza solo ha sido generosa con los astrónomos en dos casos: uno de ellos se oculta en el centro de nuestra Vía Láctea, en la constelación de Sagitario, por lo que los astrónomos lo han bautizado como Sgr A*. El otro, el M87*, está mil veces más lejos, pero es casi mil más pesado y más grande. Por eso, vistos desde la Tierra, M87* y Sgr A* son muy parecidos.
Una idea nacida en plena guerra
La idea de que tenía que haber agujeros negros nació durante la Primera Guerra Mundial, en un campamento alemán en el frente ruso. Cuando llegó a manos del teniente de artillería y astrónomo Karl Schwarzschild un ensayo escrito por un tal Albert Einstein, el oficial vio el enorme potencial que encerraba. Tras la lectura de la teoría de la relatividad general desarrolló la idea del agujero negro, aunque no le puso ese nombre. No tuvo, sin embargo, oportunidad de presentar su propuesta al mundo. Falleció con apenas 42 años.
Incluso al propio Einstein la teoría de Schwarzschild le pareció demasiado radical. Einstein había descrito cómo la materia deforma el espacio a su alrededor, pero Schwarzschild fue más allá y concentró una masa enorme, por ejemplo de una estrella, en un solo punto. Centró su trabajo en la curvatura del espacio que se produciría a su alrededor. Aventuró que el espacio estaría tan curvado que incluso la luz sería incapaz de escapar. Esta trampa para la luz que rodea al núcleo del agujero se denomina hoy con el término ‘horizonte de sucesos’. Si una astronave cayera en sus fauces, desaparecería para siempre.
Pero eso no es todo: además del espacio, también se curvaría el tiempo. La consecuencia es que, al acercarse al horizonte de sucesos, los relojes parecerían avanzar cada vez más despacio hasta acabar deteniéndose por completo. Por eso, desde fuera nunca se verá desaparecer una nave en el agujero. Será más bien como si la imagen de su despedida se quedara congelada para toda la eternidad sobre la superficie del abismo. En lo más profundo del pozo, espacio y tiempo se imbrican hasta hacerse uno: una singularidad.
«Estamos ante una revolución tan profunda como la que supuso hace 100 años la teoría de la relatividad de Einstein»
A Einstein, todo esto le resultó enormemente inquietante. Pensaba que un universo que albergara dichos agujeros colapsaría. Estaba convencido de que la naturaleza no permitiría algo así. Tendrían que pasar 50 años hasta que la idea de Schwarzschild fuera aceptada.
Una vez más, la guerra tuvo un papel determinante. En 1939, el físico estadounidense Robert Oppenheimer presentó una teoría que podría haber hecho triunfar la idea de los agujeros negros: aseguró que las estrellas de un tamaño suficiente implosionan al final de su vida. Trillones de toneladas de materia se vienen abajo; la gravedad se vuelve imparable; aplasta el núcleo de la estrella que se hace cada vez más pequeño, infinitamente pequeño, un agujero negro.
Su trabajo se publicó el 1 de septiembre de 1939, el día en que las tropas de Hitler entraron en Polonia. Estalló la guerra y los físicos pasaron a centrarse en otras cosas. Solo cuando detonaron las dos primeras bombas atómicas y la guerra llegó a su fin, volvió al primer plano la cuestión de la misteriosa singularidad planteada décadas antes por Schwarzschild.
La belleza de las ecuaciones
Una empinada escalera lleva al ático del Jefferson Hall. En este templo del pensamiento, Andrew Strominger reflexiona sobre los enigmas del universo. Normalmente, buena parte de su jornada laboral se limita a sentarse a pensar. Es un hombre tranquilo, que solo se acalora cuando habla de las ecuaciones de Einstein: «Son hermosas. Nos regalan sorpresas cada día», dice. Este físico de la Universidad de Harvard ha dedicado su vida a esas ecuaciones. Las ha puesto del derecho y del revés. Su objetivo: descifrar el problema de la gravitación cuántica. Es decir, cómo armonizar la teoría de Einstein con las leyes microscópicas del mundo cuántico.
Antes que él, muchos físicos lo han intentado. Y todos han fracasado. Strominger solo tiene una cosa clara: «La solución girará en torno a los agujeros negros».
En tiempos, cuando Karl Schwarzschild postuló sus inquietantes singularidades espaciotemporales, los físicos se sintieron atemorizados, dice Strominger. Incluso a Archibald Wheeler, el científico que acuñó el término ‘agujero negro’, le costó asumir sus consecuencias. «Él creía que suponían la mayor crisis de todos los tiempos. Ahora sabemos que, en realidad, es la mayor oportunidad».
Una revolución flota en el ambiente, añade el científico de Harvard. «Estamos ante un vuelco en nuestra comprensión de la naturaleza, de un alcance como mínimo tan profundo como el que hace 100 años supuso la teoría de la relatividad de Einstein para nuestro concepto del tiempo y el espacio», asegura. Por fin hay imágenes reales de telescopio que le permitan verificar sus ideas.
Y entonces llegó Hawking
Cuando Andrew Strominger era estudiante, Stephen Hawking anunció una noticia revolucionaria que daba el primer paso hacia la ansiada gravedad cuántica [así se llama a la teoría que pretende unificar la cuántica y la relatividad].
A partir de sus cálculos, Hawking observó que los agujeros negros emitían radiación; extremadamente débil, cierto, pero suficiente como para que se consumiera con el transcurso de miles de millones de años.
Aquella afirmación planteaba un gran enigma. ¿Qué pasaba cuando desaparecía un agujero negro? Toda materia contiene información cuántica: datos que hablan de esa materia. Esa información es algo fundamental e inherente al universo en el que vivimos; es decir, esos datos no pueden desaparecer. Pero, si un agujero negro se apaga, ¿adónde irá a parar toda esa información contenida en la materia que había caído en él a lo largo de su existencia y que, en un sentido cuántico, no puede desaparecer?
Pocos meses antes del fallecimiento de Hawking, Strominger estuvo en su casa acompañado por su colega británico Malcolm Perry. Juntos hacían los cálculos en una pizarra mientras Hawking miraba. Su voz computarizada solo sonaba muy de vez en cuando. «Sus comentarios llegaban con retardo, de tal manera que teníamos que volver tres o cuatro pasos atrás en nuestra argumentación», recuerda.
Trabajar con Hawking era laborioso, pero mereció la pena. En octubre apareció su último ensayo póstumo, con Strominger y Perry como coautores. En él, los tres teóricos desarrollan una idea apenas comprensible para un ser humano normal: cuando el agujero negro devora la materia, la información de la materia no desaparece. Justo antes, en el horizonte de sucesos, queda grabada una copia de esos datos.
Todo eso está muy bien, dice Reinhard Genzel, pero como algo para entretenerse durante las vacaciones. «Las mediciones que hacemos nosotros, en cambio, son un trabajo muy duro», añade. El trabajo al que se refiere este astrofísico del Instituto Max Planck de Física Extraterrestre es ahora más emocionante que nunca. Genzel ha conseguido también observaciones espectaculares de agujeros negros, y lo ha logrado gracias a una tecnología telescópica nueva. El artilugio en cuestión se llama Gravity.
El nuevo juguete de la astrofísica
Las imágenes que obtiene no alcanzan la resolución de las que recientemente han dado la vuelta al mundo, pero no le andan lejos. Las observaciones de Genzel se centran en un punto central de la Vía Láctea: el agujero negro Sgr A*.
Gravity ha permitido no solo ver dentro de ese agujero negro, también el hirviente remolino de plasma que lo rodea. Ese plasma adquiere la forma de un remolino por efecto de poderosos campos magnéticos. A continuación, estas partículas salen disparadas perpendicularmente hacia el espacio como un chorro luminoso que puede extenderse miles de años luz.
Los hornos de plasma en torno a los agujeros negros se cuentan entre los objetos que emiten la mayor cantidad de radiación del universo. En ningún otro lugar, la materia se transforma en pura energía de una forma más eficiente. Pero debido precisamente a que las condiciones que reinan aquí son tan extremas, los físicos siguen teniendo problemas para entender el fenómeno. Ese plasma está tan caliente, los remolinos son tan pronunciados, el espacio está tan curvado, que los ordenadores son incapaces de manejar semejante complejidad en sus simulaciones.
A pesar de ello, Genzel ha conseguido hacer visible el fuego de estas columnas de plasma que giran en torno al abismo de Sgr A* a un tercio de la velocidad de la luz.
El jardinero de los agujeros negros
El científico Volker Springel se dedica a otra cosa: a plantar agujeros negros. Los coloca en el centro de galaxias bebé. Crea universos en el ordenador y luego sigue su evolución. Lo hace en el Instituto Max Planck de Astrofísica. El resultado sobrecoge. Apenas pone en marcha la simulación, comienza en la pantalla de su ordenador un baile de píxeles. Dirigidos como por arte de magia, se agrupan en diminutas nubes que dan paso a delicadas espirales; exactamente lo que, a otra escala, hacen las galaxias de verdad.
Es aquí donde entran en juego los agujeros negros. Cuando Volker Springel empezó con sus simulaciones, nadie sabía qué papel desempeñaban estos monstruos escondidos en el centro de muchas galaxias, quizá de todas. ¿Eran unos parásitos que se alimentaran de toda materia que pasara a su alcance? ¿O actuaban como directores de orquesta de la galaxia?
Esta última opción parecía improbable. Por muy monstruosos que puedan resultar estos devoradores de materia, para los parámetros cósmicos son diminutos. ¿Cómo iban a actuar sobre unos brazos espirales extendidos muchos miles de años luz? Springel quiso asegurarse y empezó a plantar agujeros negros en sus galaxias virtuales.
Cuando dos galaxias se acercan…
El efecto fue impactante. Al principio, el comportamiento en las simulaciones de estos agujeros gravitacionales no resultaba muy llamativo, solo atrapaban algo de gas o polvo. Pero todo cambió cuando dos galaxias se acercaron la una a la otra. En ese instante, los dos agujeros negros de cada galaxia despertaron a la vida.
Durante una colisión, muchas estrellas salen despedidas de sus órbitas estables, otras caen al centro, donde los dos agujeros negros, que no tardan mucho en unirse, se las tragan con avidez. El festín estelar no dura demasiado, pues la propia voracidad del agujero negro se convierte en un impedimento. «Como en una olla exprés, se va acumulando una presión que en algún momento termina por liberarse», explica Springel. De un momento para otro, el agujero negro empieza a escupir grandes cantidades de materia.
Estas erupciones recorren la galaxia como una ola. El viento sacude los criaderos de estrellas y afecta negativamente a la formación de nuevos soles. De esa manera, los agujeros negros contribuyen a sofocar el fuego estelar, a reducir la intensidad a la que funcionan los viveros de estrellas: son ellos los que marcan el ritmo del desarrollo de las galaxias en las que habitan.
Todo cambia cuando dos galaxias se acercan la una a la otra. En ese instante, los dos agujeros negros de cada galaxia despiertan a la vida y empiezan a escupir grandes cantidades de materia, que recorren el espacio como una ola
El saludo solo podía venir de Stephen Hawking. «¿Se me oye bien?», decía su famosa voz computarizada. En el estrado, una silla de ruedas y, profundamente hundido en ella, el físico británico. Ocurrió hace tres años, durante la presentación de la Black Hole Initiative (BHI) en la Universidad de Harvard. El primer centro del mundo dedicado exclusivamente a estudiar los agujeros negros.
Dos padres muy extraños
En este centro, sabios de diferentes disciplinas han unido sus fuerzas. Filósofos, matemáticos y astrónomos trabajan en común. «Al principio, la construcción de una única teoría sobre los agujeros negros parecía la Torre de Babel, en la que cada oficio hablaba un idioma diferente –cuenta Avi Loeb, su director–. Pero merece la pena. Siempre acaban acercando posturas. Nos une el convencimiento de que los agujeros negros son la encarnación de nuestra ignorancia sobre el universo».
En lo más profundo del pozo de la singularidad, allí donde espacio y tiempo se imbrican hasta hacerse uno, las leyes cuánticas y las fuerzas gravitacionales chocan unas contra otras. Hasta ahí llega lo que la ciencia sabe. Solo si se consigue conciliar en una única teoría de la gravedad cuántica las dos grandes ideas de la física moderna, dice Loeb, se podrá entender mejor la esencia del universo.
«El agujero negro es un hijo de dos padres muy extraños», añade. Procede de la unión de la física cuántica y la teoría de la relatividad. «Y si el padre y la madre ya son tan excepcionales, ¿cómo lo será el primer niño que una en sí los genes de los dos?», se pregunta Loeb.
LA FOTO DE UNA HAZAÑA
Los datos obtenidos por los ocho telescopios se enviaron al Instituto Max Planck, en Alemania, y al Observatorio Haystack, de Boston. Allí fueron corregidos, comparados, refinados y reunidos hasta dar lugar a esta imagen. En este proceso se tardaron dos años. Solo entonces emergió del océano de datos el rostro del agujero negro.
Así es un agujero negro
La primera imagen de un agujero negro ha revolucionado la ciencia. Matemáticos, físicos y filósofos esperan encontrar las respuestas a todas las preguntas que parecen alojarse en ese punto donde…
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