El abuelo fue el primero en subir a la estratosfera, el hijo inventó el batiscafo y el nieto dio la vuelta al mundo en globo y sin escalas. Los Piccard, una saga obsesionada por la exploración. Por Juan José Esteban/ Fotos: Cordon Press
Hay familias reales, sagas de periodistas y dinastías de banqueros. Hijos que imitan la profesión de sus progenitores y padres que insisten en que sus retoños sigan sus pasos. Pero por mucho que se rebusque, ninguna familia del mundo ha llegado al grado de imitación, obsesión y afán por la superación de los Piccard. Y en un campo prácticamente vetado para el común de los mortales: el de la exploración y la investigación científica. Si los médicos descubren alguna vez que existe un gen que predisponga al riesgo ése deben tenerlo los miembros de esta familia.
El apellido Piccard es sinónimo de aventura desde que Auguste, el abuelo de la saga, se convirtió, el 27 de mayo de 1931, en el primer hombre en alcanzar la estratosfera con la única ayuda de un globo aerostático y una cápsula presurizada. Allí, a 15.781 metros de altitud, fue también el primer privilegiado que vio, con sus propios ojos, la curvatura terrestre. Auguste había nacido 47 años antes en Basilea (Suiza) y siempre había demostrado su interés por la ciencia. Se había licenciado en Físicas y daba clases en la Universidad de Bruselas. Su especialidad era el estudio de las radiaciones cósmicas. Pero la investigación con el pie en la tierra no le aportaba los datos que él necesitaba, así que se planteó abandonar la atmósfera terrestre para obtenerlos in situ.
«La exploración es el deporte de los científicos», decía. Esa máxima le llevó a inventar la cápsula presurizada que le izó hasta la estratosfera. Su intención no era batir ningún récord, sino estudiar las radiaciones cósmicas, pero logró 27 y dejó la plusmarca de altitud en globo en 23.000 metros.
Albert Einstein y Marie Curie se contaban entre sus amigos y el dibujante belga Hergé se inspiró en él para dar cuerpo a uno de los personajes de Tintín, el profesor Tornasol, con el que tenía un asombroso parecido físico.
En 1937, Auguste presentó un nuevo invento, el batiscafo. En esencia, era una cámara presurizada igual que la barqueta del globo que le había llevado más allá de la atmósfera terrestre, pero adaptada para maniobrar en las profundidades oceánicas. Lo bautizó con el nombre de Trieste en honor de esta ciudad, que sufragó los gastos para su desarrollo y construcción, en el que empleó más de una década.
A pesar de su vitalidad como inventor y científico, Auguste, que a estas alturas ya contaba 53 años, no podía aventurarse solo a las inmersiones submarinas. Así que, a la vez que desarrollaba su proyecto, convenció a su hijo Jacques, entonces estudiante de oceanografía, para que lo acompañase. Juntos realizaron las primeras inmersiones en el Mediterráneo. Tras una serie de pruebas, el 30 de septiembre de 1953 llegaron hasta 3.150 metros de profundidad en aguas del mar Tirreno, la máxima que se había alcanzado hasta esa fecha.
El batiscafo de los Piccard era, básicamente, una nave maniobrable para manejarse en las profundidades. Y era autónoma, a diferencia de las batisferas que se utilizaban hasta entonces, que se mantenían unidas a un buque en la superficie por cables, con el riesgo que significaba su rotura. El Trieste utilizaba para sumergirse un pesado lastre de bolas de hierro, que en caso de emergencia se soltaban automáticamente, y disponía de un ‘globo’ con gasolina (más ligera que el agua) que garantizaba su flotación y estabilidad.
Después de demostrar su óptimo funcionamiento y del récord logrado en el Mediterráneo, el órdago por la conquista de las simas oceánicas estaba echado. Dos franceses, el comandante Georges Houot y el ingeniero Pierre Willm, les arrebataron la marca el 15 de febrero del año siguiente, al descender con el batiscafo FNRS-3 hasta 4.050 metros de profundidad. Pero entre tanto, la Marina de Estados Unidos, que había quedado cautivada con el invento, se lo compró a los Piccard para emplearlo en la investigación oceánica, y Jacques se trasladó a América para trabajar en su desarrollo y perfeccionamiento. En enero de 1960, Jacques Piccard y Don Walsh, capitán de la Marina estadounidense, alcanzaron con el Trieste los 11.263 metros de la sima Challenger, en la fosa de las Marianas, el punto más profundo del planeta. Allí donde la presión supera las 1.100 atmósferas descubrieron corrientes de agua y criaturas vivientes nunca vistas hasta entonces. La primera fue un pez en forma de lenguado de 30 centímetros de longitud y provisto de ojos, pese a que esa profundidad la luz es inexistente.
Tras un abuelo y un padre como los que le cayeron en suerte, Bertrand, el nieto, pareció abandonar el redil aventurero y se doctoró en medicina por la Universidad de Lausana. Pero la genética es tozuda, y el tirón de la aventura pudo más que su trabajo como psiquiatra y la barqueta de los globos aerostáticos más que el diván de psicoterapeuta experto en hipnotismo.
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