En 1939, Albert Einstein escribió al presidente Roosevelt alertándole de que los nazis estaban trabajando en un arma nueva y terrible. También le instaba a que hiciera todo lo posible por adelantarse a ellos. Estados Unidos llegó antes a la bomba atómica, pero acabó usándola contra ciudades indefensas. Y el padre de la relatividad, pacifista convencido, nunca se lo perdonó. Por: Rodrigo Padilla
• La decisión crucial de Truman: ¿lanzar la bomba atómica o invadir Japón?
“Vey iz mir”, exclamó Albert Einstein cuando supo lo que acababa de ocurrir en Hiroshima. La noticia le sacudió de tal manera que por un instante volvió al yiddish de sus mayores. Aquel “ay de mí” condensaba la tristeza, la frustración y, sobre todo, la profunda sensación de culpa de un hombre bueno, un pacifista que se sentía responsable del infierno desatado en aquella lejana ciudad japonesa. La segunda explosión atómica en Nagasaki terminó de grabar a fuego una culpa que ya nunca le abandonaría. Pero él no creó la bomba. Es más, ni se le pasó por la cabeza que sus trabajos teóricos acabarían siendo la base de semejante destrucción. Fue Leó Szilárd, un físico húngaro, también judío y que también había llegado a Estados Unidos huyendo de los nazis, quien le desveló lo que se podía hacer con sus ecuaciones, un poco de uranio y los neutrones liberados por la fisión nuclear. “¡Nunca se me habría ocurrido!”, dijo Einstein. A otros sí. Entre ellos, a los científicos alemanes que, según le contó Szilárd durante aquella conversación de julio de 1939, ya estarían trabajando en el desarrollo de una bomba.
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El doctor Leo Szilard, Profesor de la Universidad de Chicago que participo en los experimentos que ayudaron a la creación de la bomba atómica. No le sorprendió la noticia que dio el presidente de los Estados Unidos, Truman, anunciando que Rusia ya poseía tal bomba.
Einstein se quedó helado. Había que hacer algo. Lo mismo pensaba Szilárd, por eso había recurrido a él: era el científico más famoso del mundo, el padre de la relatividad, su prestigio le abriría todas las puertas, incluidas las de la Casa Blanca. Porque el presidente Roosevelt tenía que conocer la amenaza a la que se enfrentaba el mundo. Einstein se mostró de acuerdo y aceptó firmar una carta en la que urgía al presidente a acelerar la investigación nuclear para adelantarse a los nazis. Alex Sachs, un economista amigo de Roosevelt, se la entregó el 11 de octubre. Así empezó el Proyecto Manhattan.
Y ahí terminó la aportación de Albert Einstein. Como su pacifismo le hacía sospechoso a ojos del FBI, se quedó fuera.
Aceptó firmar una carta en la que urgía al presidente a acelerar la investigación nuclear para adelantarse a los nazis
Los caminos de Einstein y la bomba no volvieron a cruzarse hasta 1945. Con Alemania al borde de la derrota, ya no había motivos para fabricar un arma tan terrible. Así se lo dijo al presidente en una segunda carta. Por desgracia, Roosevelt murió sin llegar a leer a y su sucesor, Harry Truman, aprobó el lanzamiento de la bomba contra Japón.
A pesar de que Einstein condenó públicamente el uso de la bomba atómica desde el primer momento, su nombre quedó asociado a ella en el imaginario colectivo. Quizá porque su e=mc 2 tenía tal poder de evocación que terminó convertido en símbolo de todo lo que no se entendía en aquel mundo de avances sorprendentes. La fórmula aparecía entre el humo del hongo atómico que acompañaba al rostro de Einstein en la portada del número de julio de 1946 de la revista Time. “Toda materia es velocidad y llamas”, rezaba el sugerente titular. Otra portada, esta la del Newsweek de marzo de 1947, lo describía como “el hombre que lo empezó todo”.
Él sabía que no era así. Más de una vez aseguró que no se consideraba “el padre de la utilización de la energía atómica”, que su participación había sido “bastante indirecta”. Eso es lo que le decía la razón. Por dentro, la culpa iba creciendo.
Entre otros motivos, porque no dejaba de recibir cartas de gente que le llamaba asesino, o que le preguntaba por qué hizo lo que hizo. Una de ellas se la envió a principios de los años 50 Seiei Shinohara, un filósofo japonés. Empezó así una correspondencia que se prolongó hasta la muerte de Einstein en 1955. En una de las cartas, fechada el 23 de junio de 1953, el científico afirmaba: «Condeno totalmente el uso de la bomba atómica contra Japón, pero no pude hacer
nada por impedirlo”. Y añadía: “Si lo hubiese sabido, no hubiera escrito jamás esa carta” al presidente Roosevelt. Palabras parecidas pronuncia en una grabación realizada en Princeton en 1951 y recientemente salida a la luz, en la que se le oye decir con su marcado acento alemán: “Me arrepiento mucho, creo que fue una gran desgracia”.
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Einstein durante una entrevista en la NBC
Sus remordimientos quedan más claros en una conversación con su amigo Linus Pauling en noviembre de 1954, cinco meses antes de morir. “He cometido un gran error en mi vida: firmar aquella carta”, le dijo. Y, a pesar de los años transcurridos, a pesar de las razones objetivas que lo exculpaban, se seguía sintiendo obligado a justificarse: “Lo hice”, añadió, porque “existía el peligro de que los alemanes fabricaran la bomba”. Explicarse era una necesidad recurrente. En otra de sus cartas a Shinohara le aseguraba que, aunque era un pacifista convencido, pensaba que había “circunstancias en las que es necesario el uso de la fuerza”. Una de ellas habría sido enfrentarse a “un oponente cuyo objetivo decidido era destruirme a mí y a mi pueblo”.
Es esa combinación de culpa y arrepentimiento, esa necesidad de compartir una carga y al mismo tiempo de justificarse, esa imposibilidad de acallar sus sentimientos con argumentos racionales, lo que dibuja el retrato íntimo de un genio con una mente prodigiosa pero, por encima de todo, profundamente humano.
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