Su traje de exquisita etiqueta y su eterno aire bobalicón engañan. Los pingüinos han luchado duro por convertirse en los amos y señores de la Antártida. En el camino desarrollaron plumas de alta tecnología y se entrenaron para sumergirse tanto como mide un rascacielos. Pero hoy su esfuerzo puede haber sido en balde. Ésta es la historia de los pájaros que perdieron sus alas. Por Fernando González-Sitges/ Fotos: Cordon Press
Una tormenta con vientos de más de 140 km/h levanta la nieve helada del suelo y convierte el paisaje en un mundo tan blanco como mortal. La temperatura roza los 60 ºC bajo cero; un frío que hace imposible la vida. Sin embargo, en mitad de la gélida meseta antártica, un grupo de siluetas blancas espera estoicamente a que amaine. Sólo puede tratarse de un animal, el pingüino emperador, que no sólo es capaz de soportar estas condiciones, sino que lo hace cada año en el crucial momento de traer al mundo su descendencia.
Empollar un huevo en el rincón más frío de la Tierra parece a priori un disparate de tal magnitud que no fue hasta bien entrado el siglo XX cuando los científicos resolvieron el enigma de dónde y cómo cría esta especie.
Un pliegue especial entre sus patas les permite transportar el huevo y calentarlo contra su cuerpo, supliendo así a un nido que lo expondría a las inclemencias del clima; y la formación de apretadas colonias, en las que no dejan un resquicio entre un cuerpo y el del vecino, también ayuda a conservar la temperatura. Estas prodigiosas adaptaciones, que permiten al pingüino emperador criar allí donde no llega ninguno de sus enemigos, son sólo una anéctoda dentro de la extraordinaria historia de un grupo de aves que ha conquistado un ecosistema vedado para las demás: los gélidos mares del cono sur.
Todas las descripciones de estas aves realizadas entre 1487, cuando la expedición de Bartolomé Díaz de Novaes rodeó por primera vez el cabo de Buena Esperanza, y 1769 recalcan la rareza de estos animales. Joseph Banks, un naturalista que navegó en el HMS Resolution del capitán James Cook, escribió en 1769: «He visto por vez primera los llamados ‘pingüinos’, animales que se encuentran entre las aves y los peces, pues sus plumas se diferencian poco de las escamas y utilizan sus alas sólo para bucear».
El mar ofrecía un bufé para los pájaros que venciesen el frío y la vida en el agua. Los pingüinos superaron el reto
Si nos fijamos en lo que la evolución ha hecho con los pingüinos, no resultan extrañas estas apreciaciones. Porque para conseguir dominar el frío y, sobre todo, el mar han tenido que pagar un alto precio: perder su capacidad de volar.
Los pingüinos se separaron de sus ancestros voladores para comenzar la conquista del agua en el Eoceno tardío, hace 44 millones de años. Los primeros fósiles conocidos sitúan esta especialización en Australia, Nueva Zelanda y la Antártida. Hasta entonces, ningún ave había conseguido dominar el mundo submarino, y lo más que hacían algunas era alimentarse en la superficie del océano. Pero por debajo de esa estrecha franja, el mar ofrecía un bufé rebosante a aquellos que venciesen dos obstáculos: la vida en el agua y el terrible frío del extremo sur. Y los pingüinos sortearon ambos.
El resultado de su apuesta evolutiva es un cuerpo ahusado, hidrodinámico, en el que lo primero que destacan son las alas. O aletas, porque han perdido su funcionalidad para el vuelo convirtiéndose en dos poderosas palas para navegar. En segundo lugar vemos sus patas, pequeñas, fuertes y palmeadas; situadas tan atrás que los obligan a permanecer de pie cuando están en tierra, pero que les sirven como timón al sumergirse. Cuentan, además, con unos ojos adaptados a la visión submarina, un pico y una lengua armada con afilados dentículos para evitar que sus presas se escapen, una glándula que elimina el exceso de sal, una distribución de color pensada para captar al máximo el calor del sol… Y luego están sus plumas. Son pequeñas, con forma de punta de lanza y resistentes al agua. Están solapadas para aislar mejor el cuerpo e impermeabilizarlo. Pero incluso ese abrigo no es suficiente en la periferia antártica. Así que lo complementan con una capa de grasa aislante y, entre ésta y las plumas, una cámara de aire caliente.
Para sobrevivir, se comparten las tareas y organizan ‘guarderías’. Mietnras unos pescan, otros cuidan de las crías
Su comportamiento resulta también un muestrario de adaptaciones frente al frío. Los pingüinos rey reposan sobre sus talones cuando están en tierra para que el gélido suelo no les robe el calor. Los juanito y barbijo parapetan sus nidos con guijarros para que los vientos antárticos no arrastren sus huevos. Los macarrones se protegen con la poa, el único sustrato vegetal de las latitudes australes extremas, y los de Magallanes excavan galerías subterráneas para proteger sus puestas.
Pero la mayor tarea adaptativa a las duras condiciones antárticas fue su capacidad para formar colonias y repartirse las labores. Así, los pingüinos emperador y rey organizan ‘guarderías’ para que unos cuiden las crías mientras otros salen en busca de alimento. Eso les sirve a los pollos para mantener el calor y protegerse de los ataques de las aves predadoras.
Aun con sus prodigiosas adaptaciones, muchas especies han desaparecido. En otros tiempos llegó a haber 21 géneros y, dentro de éstos, 32 especies. Hoy, sólo quedan seis géneros con 18 especies en total y, pese a que cinco están en peligro de extinción, desde 1600 no ha desaparecido ninguna. Aunque a punto estuvimos de lograrlo los seres humanos.
Su apreciada grasa y la torpeza con que se manejan en tierra firme hizo que se cazaran en masa durante el siglo XIX. La grasa servía para fabricar jabón y curtir cuero y, al hervirla, se obtenía un valorado aceite. La matanza fue terrible. Sólo en las islas Malvinas se aniquilaron dos millones y medio entre 1864 y 1880.
Por suerte, la prensa empezó a contar la falsedad de que el aceite se extraía al hervir vivas las aves, y el público se concienció de la necesidad de protegerlos. En 1905, el Congreso Internacional de Ornitología urgió a Australia y Nueva Zelanda a poner fin a las matanzas. Los pingüinos de Georgia del Sur fueron protegidos en 1909 y en las Malvinas, donde algunos gozaban de protección desde 1864, ésta se extendió a todos en 1914.
Hoy, nadie caza pingüinos, pero las amenazas siguen ahí. Las prodigiosas adaptaciones que han efectuado a lo largo de los siglos se convertirán en una trampa mortal si el clima del planeta cambia. Unos pocos grados más en la Antártida y todo su trabajo evolutivo para adaptarse al frío los condenará a la extinción.