Nicaragua: volver a las barricadas

En abril comenzaron unas protestas por la bajada de las pensiones que han acabado convirtiéndose en una revolución contra el gobierno de Daniel Ortega con un precio muy alto: 448 muertos y 700 desaparecidos de momento. Por Mercedes Gallego/ Fotografías Javier Bauluz

«En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz», decían los militares de García Márquez a los familiares de los tres mil muertos de Cien años de soledad. Tampoco en Nicaragua pasa nada, según el presidente Daniel Ortega, pero, como en la novela, «en la noche, después del toque de queda, derribaban puertas a culetazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso».

«¿Cómo no nos dimos cuenta de que se estaban convirtiendo en monstruos?», dice una anciana sandinista sobre los Ortega

Los 448 muertos y 700 desaparecidos que contó hasta final de julio la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos, con nombre, apellidos y hasta cédula de identidad, «son falsos», aseguró el comandante Ortega en una entrevista.

No hay cifras más actuales porque una semana después de presentar ese informe Álvaro Leiva, forense de la masacre, tuvo que huir del país con su equipo de investigadores. Como el cantautor Carlos Mejía Godoy, que puso el himno a la revolución en los 80 y ahora llora por los estudiantes caídos. O también los médicos que atendieron a los heridos en contra de las órdenes del Gobierno, los maestros que hospedaron a los estudiantes y las decenas de miles de personas que el Gobierno purga de su libro de leales para escribir este escalofriante capítulo de realismo mágico latinoamericano.

«Esos adoquines son la única protección contra las balas-explica el fotógrafo. Usan morteros artesanales que disparan polvora comprimida.

Es la ‘fase Pinochet’ de una represión que comenzó el 19 de abril, cuando francotiradores dispersaron con disparos certeros las protestas contra la reforma de la Seguridad Social que reducía un 5 por ciento las pensiones. A los jubilados les respondieron a golpes, a los estudiantes que salieron a defenderles, a balazos. A los vecinos que no les permitieron disparar desde sus azoteas les quemaron las casas mientras dormían, con toda la familia dentro. Eso incluyó a un bebé de tres meses y a un niño de tres años en el incendio del barrio Carlos Marx. Apostados tras las llamas y escoltados por la policía, los paramilitares disparaban a los que intentaban saltar por el balcón y a quienes acudían en su auxilio.

La trinchera o el exilio:  huyen 500 nicaragüenses  cada día

En solo cinco días, la represión dejó 27 muertos. Solo el Día de las Madres –30 de mayo en Nicaragua–, cuando medio millón de personas desafió el miedo para solidarizarse con las madres de abril y pedir la renuncia de Ortega, los paramilitares añadieron otras 16 muescas en sus rifles. Los heridos se cuentan por millares, y los 25.000 refugiados en Costa Rica, el único país que les da asilo, aumentan a razón de 500 diarios. Huyen los más dignos, perseguidos incluso allí por el largo brazo paramilitar y soslayados por la comunidad internacional, que pone nombre a los cheques de su solidaridad sin entender que en la frontera se desborda un nuevo Río Bravo de fugitivos harapientos con el estómago vacío. A Nicaragua, un país de apenas 6,3 millones de habitantes se le escapa la savia por las costuras.

A los vecinos que no dejaron a los paramilitares disparar desde sus azoteas les quemaron las casas mientras dormían, con toda la familia dentro

Oficialmente no hay toque de queda, pero esos que según el Gobierno no existían y ahora son «policías voluntarios» salen puntualmente a las cinco de la tarde a acribillar coches, rafaguear casas y sembrar el terror para mantener al pueblo inmóvil. En las calles de los pueblos reprimidos solo se ven viejos. Ser joven es sospechoso. Llevar una bandera de Nicaragua, sentencia de muerte. La que agitan los paramilitares es la rojinegra del Frente Sandinista, otrora estandarte de la izquierda. Como el terror solo sirvió para avivar la indignación, el ejército privado de Ortega cambió los AK-47 por ametralladoras y lanzacohetes para embestir las barricadas. Las palas excavadoras devoraron los muros de adoquines arrebatados a las calles. Los adolescentes las defendieron durante horas con las armas «hechizas» que se fabricaron ellos mismos a base de tuberías soldadas rellenas de pólvora que encendían a mechero. Así les mantuvieron en jaque durante casi cien días que ha inmortalizado Javier Bauluz para conjurar el delirio de la posverdad.

«No estamos aquí para defender adoquines. La lucha sigue»

«Me recuerda muchísimo a lo que cubrí en los años 80 –reflexiona el fotógrafo español–. Los manifestantes están usando los mismos eslóganes de la revolución sandinista, con las canciones de Carlos Mejía Godoy y el famoso ‘¡Que se rinda tu madre!’ del guerrillero Leonel Rugama, antes de que lo asesinara el general somocista que lo tenía rodeado».

Frente a su lente, los estudiantes se enfrentaban con piedras y morteros artesanales a los AK-47. Por encima de las barricadas llovían los explosivos tarritos de papillas Gerber rellenos de pólvora y canicas. «¿De qué lo quieres, de bananita o de tutifruti?», cuentan que se mofaban ellos mismos. «Ese es el valor y la determinación que conocí en los 80, pero también la alegría y el ingenioso humor nica que tanto admiro», se fascina el fotoperiodista asturiano.

«Pese al miedo no pierden el humor. Por la noche en la trinchera, leían un comunicado que se viralizaba en las redes porque se burlaban del jefe de la Policía local»

A los mercenarios pagados los hicieron retroceder varias veces con los mismos alaridos que hace 500 años a los españoles, hace 40 a Somoza y hoy a Ortega. «No estamos aquí para defender unos adoquines, la lucha sigue», prometió Guardabarran-co, el nombre de guerra de uno de sus líderes.

Un grupo de jóvenes responde a las balas de la Policía con morteros manufacturados en Masaya

Desde que los hombres del pueblo huyeron por las laderas han llegado a ese reducto indígena de artesanos y bailarines autobuses con trabajadores estatales que pasean por el mirador de Catarina como falsos turistas. En la plaza de Monimbó los paramilitares se apostan en las esquinas para asegurarse de que el falso mercadillo refleje la normalidad impuesta.

Los manifestantes usan los mismos lemas de la revolución sandinista, canciones de Mejía Godoy y el famoso: «¡Que se rinda tu madre!»

En el estadio Dennis Martínez de Managua se le ha prohibido la entrada por decreto a los cronistas deportivos que denunciaron su uso por francotiradores. Los médicos que atendieron a los heridos han sido despedidos. Quienes participaron en las protestas están siendo juzgados sumariamente como terroristas. Hasta los curas son perseguidos por defender a la población y acusados de golpistas. El canciller Denis Moncada ha ido al Vaticano a pedir al papa Francisco que se lleve al obispo Silvio Báez, el nuevo ‘monseñor Romero’ que pide el cese de la represión por Twitter. La redes sociales son el arma del pueblo contra las cadenas de televisión en poder de la familia Ortega. La revolución no será televisada, pero brota inexorablemente en cada teléfono móvil.

Los muertos se cruzan con sus verdugos en los entierros, vigilados rifle en mano por los encapuchados que reprimen hasta el grito de dolor. Las órdenes estatales son claras: repriman las lágrimas delante de los turistas, bailen y beban, que hay que relanzar la economía, ahogada en el río seco de la ayuda venezolana. Para invitar a los turistas, el Gobierno ha ordenado «que se amplíen los horarios de restaurantes y bares hasta las cinco de la madrugada».

Gabo, ya lo decía el premio Cervantes de este año, Sergio Ramírez, «en sus últimos años era cortante con el tema de Nicaragua, solo me decía que se sentía estafado, que le habían vendido una revolución y esto era otra cosa». Se llama orteguismo. Casi cuatro décadas en el poder con un breve periodo democrático en el que dijo «gobernar desde abajo» y en el que aprendió a no perderlo nunca más. Cambió la Constitución para reelegirse, hizo vicepresidenta a su esposa y nombró a sus hijos directores de los medios de comunicación. Aislado en su mansión, Ortega tiene las manos tan manchadas de sangre que solo le queda la huida hacia adelante, porque si la historia sigue repitiéndose teme acabar como Somoza, asesinado en el exilio, juzgado por sus crímenes o devorado por las hormigas. Para los nietos del sandinismo la única cuestión no es si Ortega se va, sino cuántas vidas más costará.

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