La OMS considera que existen 43 organismos infecciones que  podrían usarse como arma biológica. Y el COVID-19, ¿también podría utilizase en bioterrorismo? John M. Barry, el especialista en salud pública que más sabe de la gripe de 1918, nos resuelve las dudas. Por C. M. Sánchez / Foto: Getty Images

«No lo creo», afirma John M. Barry. «Este virus no es una buena arma biológica. Necesitas algo más letal para utilizarlo en bioterrorismo. La gripe española sí lo era. De hecho, hace unos años se ‘resucitó’ aquel virus para estudiarlo. Se secuenció el genoma; se discutió si era buena idea hacerlo viable de nuevo en el laboratorio y se llegó a la conclusión de que valía la pena porque podíamos aprender mucho. Sin embargo, fue una decisión difícil».

 «Pero la amenaza del terrorismo biológico es real, advierte Barry. Y señala que la Organización Mundial de la Salud cree que existen 43 organismos infecciosos diferentes que podrían utilizarse como arma. La OMS considera que las amenazas más serias son el ántrax, la peste y la viruela. Y también hace una mención especial a la toxina botulínica, que paraliza y mata. La buena noticia es que se puede hacer frente a todas estas amenazas: con vacunas y antibióticos, y hay una antitoxina para el botulismo. Además, ni el ántrax ni el botulismo se transmiten de persona a persona. La capacidad de hacer frente a estas amenazas no significa que su empleo no pueda causar el terror, incluso si se utilizan de forma aislada.
La OMS ha estudiado lo que llamó el peor escenario posible en caso de un ataque de peste neumónica (la encarnación más letal y contagiosa de la peste bubónica) en una ciudad de cinco millones de habitantes. Y concluyó que haría enfermar a 150.000 personas y 36.000 morirían. Si se ajustan los datos de población, estas cifras son considerablemente inferiores a las de la gripe de 1918 en una ciudad como Filadelfia.

«La pandemia de 1918 nos ofrece un caso perfecto para estudiar la respuesta que podrían dar el Gobierno y las autoridades sanitarias en caso de un ataque bioterrorista a gran escala», sugiere Barry.

«De modo que la pandemia de 1918 nos ofrece un caso perfecto para estudiar la respuesta que podrían dar el Gobierno y las autoridades sanitarias en caso de un ataque bioterrorista a gran escala», sugiere Barry. Y nos enseña dos lecciones importantes. La primera tiene que ver con la valoración de la amenaza, la planificación y la asignación de recursos. Y vale tanto para una pandemia como para un ataque bioterrorista.  «Por ejemplo, asegurarse de que los primeros vacunados son los trabajadores sanitarios. Si ellos enferman, no pueden cuidar de nadie. Los servicios de urgencias tienen que ser capaces de reconocer los síntomas que representan una amenaza de primer orden, aunque la mejor pista es el estallido del número de casos. Los investigadores tienen que estar preparados para identificar un patógeno y los epidemiólogos han de saber cuáles son las mejores formas de contenerlo».
La segunda lección tiene que ver con el poder y la ética. «Los responsables de salud pública necesitan autoridad para obligar a que se cumplan una serie de decisiones, incluso algunas que parecerán implacables. Si, por ejemplo, los individuos no vacunados representan una amenaza no solo para sí mismos, sino para el resto, y se convierten en un reservorio viviente para el cultivo de patógenos, las autoridades pueden imponer la vacunación obligatoria». Además, ya hemos visto que, con la COVID-19, las cuarentenas y restricciones de movilidad se están aplicando de manera más o menos férrea en numerosos países. ¿Pero qué pasaría si para contener la propagación de un patógeno hay que aislar a todo un edificio o una calle, y salvar muchas vidas a costa de los que residen en ese lugar? Es algo que, a otra escala, ya ha sucedido en algunas residencias de ancianos. Y en los hospitales, cuando hubo escasez de respiradores, se priorizó quién recibía tratamiento inmediato. Decisiones muy duras, a vida o muerte, y en un contexto de máxima presión. Por último, concluye Barry, las publicaciones científicas han desarrollado una serie de directrices, una especie de código deontológico voluntario, sobre qué debe publicarse. Para no dar ideas a los malvados…

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