26 años viviendo con el hombre que les destrozó la vida

Estas dos mujeres, madre e hija, llevan 26 años viviendo con el hombre que les borró el rostro con ácido y mató a otra hija. ¿Por qué siguen juntos? Su terrible historia es una de tantas de la India. Por Jonas Breng / Fotos: Federico Borella

A noche, cuando por fin se durmió, con el aliento del asesino pegado a su oído, Geeta volvió a tener el sueño del espejo. En él, Geeta se halla en una cabaña. Se acerca poco a poco a un espejo para ver su rostro. Levanta la cabeza, abre los ojos y entonces ve que, debajo de su pelo, donde debería estar su cara, no hay nada. Solo un agujero negro. En ese punto del sueño siempre le invade el pánico. Unas manos se ciernen sobre su garganta, aprietan, y solo cuando Geeta siente que se asfixia, cuando todo da vueltas a su alrededor, descubre a quién pertenecen. Y se despierta aterrorizada.

El señor Mahor caminaba borracho. En la mano llevaba una mezcla de limpiador de retretes y ácido sulfúrico. El líquido devoró sus rostros

Siempre necesita unos segundos para calmarse, dice, porque en esas noches lo revive todo: el dolor, el ácido, la hija muerta. Se queda tendida en la cama, con el corazón palpitante, mirando la silueta oscura que duerme a su lado. «En esos momentos lo odio», dice Geeta.

A veces, se propone salir de casa a hurtadillas en plena noche y coger una piedra, la más grande que pueda encontrar. Pero eso tampoco mejoraría las cosas. En la India, una mujer necesita un marido. Aunque sea uno como el suyo.

Neetu se quedó ciega tras el ataque con ácido de su padre. Ella solo tenía dos años. Geeta es la guía de su hija. Ambas salen a trabajar mientras el padre se queda en casa

Esta mañana, Geeta se ha enrollado un sari verde en torno a su cara cubierta de cicatrices, que inundan el 30 por ciento del resto de su cuerpo. Mientras habla, sus ojos miran a su hija. Se llama Neetu y tiene 28 años. Es una figura menuda, una personita a la que le gusta cantar. El ácido que su padre le arrojó devoró su rostro: párpados, nariz, labios. Y se quedó ciega. Cuando Neetu era pequeña, los niños no querían jugar con ella. Le tiraban piedras, le gritaban «monstruo».

Solo sobrevivió una de ellas, Neetu. La madre lo odia, pero su hija dice que, a pesar de todo, lo quiere

Y cuando se sentaba en el patio para cenar, los chavales le quitaban el plato y Neetu removía el tenedor sobre la nada. La vergüenza hizo que durante años no se atreviera a salir de casa, dice Geeta. La gente la trataba como si fuese una leprosa. «Como si nosotras fuéramos las culpables y no las víctimas».

La aparición del monstruo

Mientras habla, un hombre asoma la cabeza por la puerta. Tiene el pelo revuelto, guiña los ojos cansados bajo la luz del sol. Geeta aparta la mirada con desprecio cuando el señor Mahor aparece, pero el rostro de Neetu, esa piel arrasada por el ácido, se estira en una sonrisa. «¡Papá!, ¿qué tal has dormido?».

El señor Mahor es un tipo enjuto con ojos desconfiados. Ni él sabe la edad que tiene. Algo más de 50, calcula. Normalmente, el señor Mahor solo habla con Neetu. Y por la noche, cuando la familia se sienta a ver la televisión, al señor Mahor le gusta acurrucarse al lado de Neetu. Se hace un ovillo y se queda calmado como un niño. Últimamente no tiene trabajo fijo, solo toca el trombón en alguna boda. Así que se puede decir que el amor es su única fuente de ingresos.

A veces, Geeta piensa en matar a su esposo, pero eso no mejoraría las cosas. En la India, una mujer necesita un marido. Aunque sea uno como el suyo

Hace un año, en mayo de 2017, Geeta y Neetu viajaron hasta Chennai, 2000 kilómetros al sur de Agra, su ciudad. Un médico le había dicho a Neetu que quizá podría recuperar algo de visión con cirugía. La intervención, pagada por una organización humanitaria, duró seis horas. Pero no funcionó.

Hace un año, Neetu recorrió medio país para operarse los ojos y recuperar algo de visión. Sin éxito. De naranja, su hermana Poonam, nacida después del ataque

«No veo más que sombras», dice cuando, algo más tarde, se sienta en un taburete y le pide a su madre que le peine la melena. Cuando Geeta termina, Neetu se gira hacia su padre. «¿Tú qué dices, papá? -pregunta, con los brazos estirados como una bailarina-. ¿Estoy guapa?».

El señor Mahor jamás pagó por su crimen. Apenas pasó unos meses en la cárcel. Pero su delito lo contempla día tras día desde los rostros deformados de su mujer y su hija.

Los Mahor se casaron hace años. Para Geeta, fue un matrimonio cargado de ilusión. Todo el mundo le decía que su marido era un hombre capaz, que sabía pintar casas y tocaba la trompeta. Los dos pertenecían a la casta dalit, los intocables.

Geeta lleva 26 años reviviendo aquella horrible noche, cocinando, lavando, limpiando y manteniendo al hombre que asesinó a su hija

Pero todo empezó a torcerse el mismo día de la boda. El señor Mahor se emborrachó y pasó toda la celebración dando voces, incluso insultó a los parientes de Geeta. Una noche, cuando llevaban un año casados, el señor Mahor intentó robar a escondidas algo de dinero de un cofrecillo. Geeta trató de impedírselo. Él cogió un cucharón de la cocina y la golpeó en la cara. «Aquel fue el comienzo», dice Geeta.

El día que todo cambió a peor

Muchos hombres pegan a sus esposas en la India y el señor Mahor también violaba y le daba palizas a la suya. Primero con un palo, luego con la correa, después con una vara. A veces sacaba a Geeta de la casa por el pelo para que los vecinos pudieran verlo todo. Al día siguiente, cuando el señor Mahor volvía a estar sobrio, suplicaba a su mujer que lo perdonara.

El padre toca el trombón. Ese es el único empleo que tiene. Se arrepiente de lo que hizo? «Todos estamos sujetos a nuestro destino», dice

Geeta no tardó mucho en darse cuenta de que en realidad tenía dos maridos. Uno que bebía y otro que se disculpaba. Y así fueron pasando los años. Geeta dio a luz a tres bebés, todas niñas. Al señor Mahor le enfurecía tener solo hijas. Las chicas son caras. Por la dote. Porque no trabajan. «¡Me estás arruinando!», le gritaba a su mujer. La espiral de violencia fue agravándose, dice Geeta. Hasta aquel 16 de julio de 1992, el día en el que todo cambió.

Era una noche calurosa, y Geeta había decidido que dormirían al aire libre. Se tumbó delante de la casa, con sus hijas, Neetu y Krishna, a su lado. La oscuridad cayó sobre ellas como una manta.

A eso de la una, todo estaba en silencio. El señor Mahor caminaba borracho. En la mano llevaba una mezcla de limpiador de retretes y ácido sulfúrico. Le había costado 80 céntimos. Poco después empezó el dolor. Geeta dice hoy que fue como si le hubiesen arrancado la piel para luego revolcarla en brasas. Gritos. Las niñas. La noche. Todo ardió.

Cuando recuperó la consciencia, al cabo de dos días, se encontró en una cama de hospital, con sus dos hijas junto a ella, vendadas como momias. Geeta pasó varios meses entre la vida y la muerte. Lo peor era cambiar los vendajes. Se desmayaba por el dolor.

Un par de semanas más tarde, cuando despertó de uno de sus periodos de inconsciencia, extendió las manos buscando a sus hijas y solo notó el brazo de Neetu. «¿Dónde está Krishna?», preguntó Geeta al familiar que velaba junto a su cama. El pobre hombre, un tío suyo, se dejó caer al suelo entre sollozos. «No lo ha conseguido», le dijo. Los médicos habían dejado el cuerpo sin vida en el suelo, así que se había llenado de hormigas. Por eso el tío envolvió a su sobrina en una tela y la llevó al Ganges, el río sagrado de los hindúes. A Geeta se le vino el mundo abajo. «¡Dejadme morir! -suplicaba-. ¡Por favor, dejadme morir!».

Neetu y ella salieron del hospital 14 meses más tarde. Sus parientes le dijeron que el señor Mahor había pasado unos días en la cárcel, pero que lo habían dejado libre a cambio de una pequeña cantidad y que había ido al hospital para pedir perdón, pero que lo habían echado.

Ahora, madre e hija trabajan en un café, que emplea a otras ocho víctimas de ácido. Desde que llevan dinero a casa, el señor Mahor ya no les pega. La última vez que lo intentó, lo echaron de casa. Los vecinos tampoco las tratan ya con desprecio

Geeta se fue a vivir con su hermano. No se atrevía a pedir dinero para un abogado. Además, tenía miedo de avergonzar aún más a su familia. ¿Qué diría la gente si acusaba a su propio marido? Y qué sería de Neetu? Geeta no se atrevía ni a pensarlo.

El estigma de ‘traicionar’ al marido

Pero entonces sucedió algo que lo precipitó todo. A los dos meses de haber salido del hospital, un taxista se acercó a Geeta en el mercado. «Señora, ¿qué le ha pasado en la cara?». Geeta le contó su historia y vio como a este se le llenaban los ojos de lágrimas. El taxista la convenció para que fuera con él a ver a un abogado que ofrecía sus servicios gratis. Un par de semanas más tarde, la Policía detuvo al señor Mahor. Geeta se echó a llorar, esta vez de alivio.

Sin embargo, durante los meses siguientes el ambiente en el barrio se fue volviendo en su contra. Geeta oía a la gente cuchichear. Era una desgraciada, decían. Un monstruo que había traicionado a su marido. Geeta intentaba ignorar aquellos comentarios, pero la mala conciencia no la dejaba dormir. Un día llegó una tarjeta. Era del señor Mahor. Con una caligrafía irregular, le decía que lo sentía mucho, que estaba dispuesto a pagarlo todo, los tratamientos, las medicinas, que solo tenía que retirar la denuncia. Pero si no lo hacía, añadía, las mataría a todas. Al preguntarle hoy a Geeta cómo pudo retirar la denuncia, en sus ojos se percibe desamparo. «Entonces era una mujer distinta. Todos me presionaron. No tuve elección».

Neetu solo percibe sombras; a pesar de ello, intenta seguir lo que sucede en la pantalla del viejo televisor

Al cabo de un año, Geeta volvió a quedarse embarazada, y dio a luz a otra niña, Poonam, sana y bonita. Pero con ella volvió a empezar todo. El alcohol y las palizas.

Hoy es una clara mañana y Geeta está en su trabajo, en un café en el centro de Agra. Detrás de ellas, una mujer con los ojos abrasados por el ácido lleva una fuente de pollo a la mesa que ocupan unos turistas ingleses. Además de Geeta y Neetu, en este café regentado por una ONG trabajan otras ocho víctimas del ácido. Solo dos de los hombres que las atacaron están en la cárcel. Cuando le preguntamos a Neetu qué opina de ellos, cierra sus pequeños puños y dice que son animales, sin un ápice de humanidad. Que habría que cargarlos de cadenas, colgarlos, lo que sea.

¿Y qué pasa con su padre, con el hombre que le quitó a su hermana la vida y a ella el rostro? «Eso es diferente -responde Neetu-. Una hija tiene que honrar a su padre». Él cometió un error, pero ella lo quiere. Mientras habla, se frota las sienes, donde el ácido atacó su piel.

«Una hija tiene que honrar a su padre», dice Neetu sobre el hombre que destrozó su rostro. Perdonar no es fácil. Y ella lleva intentándolo 26 años

Al escuchar cómo habla Neetu del señor Mahor, nos damos cuenta de que estamos ante una mujer que se esfuerza por superar el crimen que cometieron contra ella. Neetu quiere ser algo más que la injusticia sufrida. Para ello, tiene que volver a convertir en un padre normal al padre que se convirtió en un criminal. Perdonar no es fácil. Y Neetu lleva haciéndolo 26 años.

Al atardecer, Neetu y Geeta se sientan en los escalones de la puerta. Neetu apoya la cabeza en el hombro de Geeta, que mira hacia el interior de la casa, donde el señor Mahor, con la rodilla hinchada por un accidente, ha vuelto a quedarse dormido. «No pienso hacer de enfermera», dice con rabia. Desde que Neetu y ella trabajan en el café y llevan dinero a casa de forma regular, algunas cosas han cambiado. No solo los vecinos las vuelven a tratar como personas, sino que el señor Mahor ya no se atreve a pegarles. Hace unos meses lo volvió a intentar. Pero lo echaron de casa a empujones, ella y Neetu, las dos juntas. Geeta sonríe al recordarlo. Le hizo sentirse muy bien.

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