En estos días de aislamiento provocados por la pandemia del Covid-19 y en la que nuestros mayores están siendo los más castigados por el contagio del coronavirus, queremos homenajearlos con la mejor herramienta que tenemos: las palabras.
Hace un par de meses Arturo Pérez-Reverte quiso agradecer el bonito detalle que tuvo Manuel Souto Candal, de 89 años, regalándole su propia gabardina, en este artículo de su columna semanal
La trinchera de un amigo
(Esta columna de Arturo Pérez-Reverte fue publicada el 5 de enero de 2020)
Hace un mes estaba firmando novelas en la librería Arenas de La Coruña (pongo La Coruña porque lo escribo en castellano, del mismo modo que cuando lo haga en gallego escribiré A Coruña), cuando entre la fila se adelantó un señor bastante mayor –luego supe que tenía 89 años– que caminaba con dificultad, apoyado en un bastón y en compañía de su hija. Traía una bolsa en una mano, y para mi sorpresa me la entregó. «Es una gabardina de las de antes –dijo él con extrema cortesía–. De las que usted buscaba. La tengo desde hace muchísimo tiempo, está casi nueva, y me gustaría que la aceptase». Aquello me dejó sin habla. Abrí la bolsa y en efecto: allí dentro, cuidadosamente doblada, había una Burberry’s clásica con cinturón y dos filas de botones, de las antaño llamadas trincheras. Una prenda soberbia de color caqui, larga hasta muy por debajo de las rodillas, de toda la vida. De las que ya ni se hacen ni se encuentran. Una gabardina de verdad. Sigue leyendo…
También nuestro columnista Juan Manuel de Prada dedicó hace algunos años esta emotiva columna a su querido abuelo.
Háblame de tu abuelo
(Esta columna de Juan Manuel de Prada fue publicada el 7 marzo de 2004)
Me hubiese gustado que en mi niñez existiera un concurso como el que, desde hace seis años, convocan las Fundaciones Santa María e Independiente, Háblame de tu abuelo, háblame de tu nieto (los interesados pueden solicitar información a los teléfonos 91 533 96 00 o 91 388 09 94), para rendir homenaje a la persona que más ha influido en mi vida, mi abuelo Juan Manuel, de quien heredé el nombre y también algunos rasgos del carácter, pero sobre todo un yacimiento de recuerdos que guardo como mi mejor tesoro. Dicen que la misión de los padres consiste en criar a sus hijos, mientras que los abuelos los miman, malcrían y acceden a sus caprichos. Mi abuelo nunca asumió este reparto de papeles; más bien al contrario, su temperamento severo, a veces incluso un poco desabrido, lo incapacitaba para la blandenguería. También es cierto que, cuando estábamos juntos, dimitía de esa aspereza de trato que solía dispensar a los adultos, para convertirse en un hombre menos estricto, menos abrupto y cascarrabias; pero este cambio que se operaba en su naturaleza era nuestro secreto, y sobre él se sustentaba aquella fluencia recíproca de afectos y complicidades que procurábamos esconder al resto del mundo… Sigue leyendo…
Pero no solo nos emocionaron los artículos de nuestro columnistas. Una lectora nos envió una conmovedora carta, la firmaba Pilar, desde una residencia de ancianos. «A la emoción y la intensidad de su historia se unía la firmeza y la claridad de su escritura», así lo describía nuestro personal cartero Lorenzo Silva
Lo que tengo y lo que no tengo
Esta carta fue publicada en XLSemanal el 17 julio de 2016. Autor: Pilar Fernández Sánchez (Granada)
He llamado así a esta carta porque representa el balance de mi vida. Tengo ochenta y dos años, cuatro hijos, once nietos y dos bisnietos y ahora tengo una habitación de unos doce metros cuadrados. Ya no tengo mi casa ni mis cosas queridas, pero tengo quien me arregla la habitación, me hace la comida y la cama, me toma la tensión y me pesa. Ya no tengo las risas de mis nietos, el verlos crecer, abrazarse y pelearse; eso sí, algunos vienen a verme alrededor de cada quince días; otros, cada tres o cuatro meses; y otros, nunca. Ya no hago croquetas ni huevos rellenos ni rulos de carne picada, tampoco hago punto ni ‘crochet’ ni punto de cruz, porque veo menos, aún tengo pasatiempos para hacer y sudokus que entretienen algo.
No sé el tiempo que me quedará, pero tengo que acostumbrarme a esta soledad, voy a terapia ocupacional y ayudo en lo que puedo a los compañeros que se encuentran peor que yo, aunque no quiero intimar demasiado porque desaparecen con demasiada frecuencia. Dicen que la vida se alarga cada vez más y yo me pregunto. « Para qué?». Claro que, cuando estoy sola, puedo mirar las innumerables fotos de mi familia que me acompañan y algunos recuerdos de casa que me he traído. Y eso es todo. Es lo que me queda. Espero que las próximas generaciones recapaciten y vean que la familia se forma para tener un mañana (con los hijos) y pagar el crédito que le debemos a nuestros padres por el tiempo que nos regalaron al criarnos.