Hace un año, el primer ministro de Etiopía, Abiy Ahmed, recibió el Nobel de la Paz en medio del aplauso internacional. Hoy ha llevado a su país a una guerra civil con tintes de limpieza étnica. ¿Qué está pasando? Por Charles Emptaz y Uli Rauss/Fotografía: Olivier Jobard/Cordon/Beatlemaniak

Tiene la cabeza cubierta de heridas y le duele al respirar. Se llama Habrehaly y es un hombre joven y musculoso de 22 años. Está acuclillado en una construcción de cemento sin ventanas en el campo de refugiados de Hamdayet (Sudán). El médico que lo atiende, refugiado como él, dice que sufre hemorragias internas. Y que, probablemente, perderá una mano.

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El joven Habrehaly es un refugiado. Viene de Mai Kadra, ciudad donde las milicias tigrayanas asesinaron a 600 personas. Tras la matanza, la etnia rival desató la venganza.

Habrehaly es etíope de la etnia tigray y llegó al vecino Sudán escapando del terror en su país. Según cuenta, está vivo de milagro. Primero, lo golpearon con palos. Después, con un pico. Y así hasta que perdió el sentido. «Pensaban que me habían matado», suelta. ¿Quiénes? «Los amharas. Vinieron a buscarme. Me acusaban de pertenecer a las milicias tigrayanas que defendían la ciudad. Una excusa para lincharme. Quieren matar a todos los tigrayanos».

Fueron casa por casa asesinando sin piedad. Con una soga al cuello, las víctimas eran arrastradas por la calle. Los que huían murieron abatidos en las afueras…

En el campamento sudanés de Hamdayet, las historias que cuentan todos los refugiados se parecen a la de Habrehaly. Cada vez que alguien habla con los periodistas blancos, la gente se reúne alrededor. «Tranquilo, cuéntales lo del genocidio», se escucha. Todos han huido de la región de Tigray, epicentro del último conflicto surgido en tierras africanas.

En el campamento, pensado para 300 personas, hay unos 30.000 refugiados. De un día para otro, familias enteras dejaron atrás casas, cosechas, estatus social… Muchos son médicos, profesores, contables, empleados de banca… Al fin y al cabo, los tigrayanos fueron la etnia gobernante en Etiopía durante casi tres décadas. Ahora, sin embargo, viven al raso porque en el campo de refugiados no hay colchones para todos. Solo los enfermos y heridos duermen, por turnos, bajo techo. Cristianos ortodoxos, dicen que la huida de su pueblo es un éxodo de proporciones bíblicas.

La matanza de Mai Kadra

Habrehaly es de Mai Kadra, localidad de 40.000 habitantes en Tigray donde más de 600 personas fueron asesinadas a cuchillo, hacha, estaca y machete los días 9 y 10 de noviembre. Las víctimas de la masacre, sin embargo, no eran tigrayanos, como Habrehaly. Eran personas de la etnia amhara, jornaleros llegados, como todos los años a principios del otoño, para trabajar en las cosechas de mijo y sésamo. Se vieron atrapados sin remisión en el conflicto que, cinco días antes, había estallado entre el Ejecutivo del país y el gobierno rebelde de la provincia de Tigray.

 

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Agotados, los miembros de una familia tigrayana alcanzan la orilla sudanesa de un río fronterizo con Etiopía. «Vivimos un éxodo de proporciones bíblicas», denuncian los refugiados en Sudán.

El 4 de noviembre, el primer ministro Abiy Ahmed envió al Ejército a Tigray. El premio Nobel de la Paz justificó la avanzada acusando a las tropas de la región de atacar -el apagón informativo en la región es casi total- una base de las fuerzas armadas federales. La zona rebelde quedó así rodeada y aislada. Se cortaron las líneas telefónicas, Internet, el suministro eléctrico y el de agua.

Mientras tanto, en la ciudad de la que procede Habrehaly, Mai Kadra, la Policía Local y las milicias tigrayanas se desplegaron por todas partes y prohibieron a los temporeros amharas abandonar la zona. Se cortaron las carreteras y las milicias levantaron puestos de control. El 9 de noviembre, agentes locales y paramilitares empezaron a identificar a la población para comprobar su origen étnico. Sacaron a mujeres y niños tigrayanos de la ciudad y poco después comenzaron a ir casa por casa asesinando sin piedad a los que no eran tigrayanos. Anudaban a las víctimas con una soga al cuello y las arrastraban por la calle. Apostados en los cruces, abrían fuego sobre los amharas en fuga. Quienes burlaban el cerco eran perseguidos y abatidos en los campos que rodean esta ciudad de 40.000 habitantes. Solo se salvaron mujeres y niños. Al día siguiente, los asesinos huyeron ante el avance del Ejército federal. Las tropas gubernamentales hallaron cadáveres por todas partes. Tardaron tres días en recoger y enterrar más de 600 cuerpos.

Tras la matanza, muchos tigrayanos se escondieron por miedo a la venganza. Los que huyeron a Sudán y llegaron al campamento de Hamdayet afirman que hubo represalias masivas contra los suyos. Con la mirada vacía, Habrehaly señala a las milicias juveniles de los amharas: «Fueron los Fanos».

Esta matanza hunde sus raíces en las fracturas producidas tras la llegada de Abiy Ahmed al poder, en abril de 2018. Hasta entonces, la minoría tigrayana -6 por ciento de los etíopes, muy por debajo de los oromos (35 por ciento) y los amharas (27)- había ostentado todo el poder bajo el Frente de Liberación Popular de Tigray (FLPT), el partido de sesgo autoritario que dominó Etiopía entre 1991 y 2018.

Amor y perdón, una promesa truncada

Abiy Ahmed llegó al poder en abril de 2018 aupado por las protestas encabezadas por oromos y amharas, los dos grandes grupos étnicos del país. Durante años se habían sucedido los estados de excepción y las detenciones arbitrarias hasta que el nombramiento del nuevo primer ministro supuso un respiro para el país. Y, de paso, el fin de la supremacía tigrayana.

Ahmed, hijo de un oromo y una amhara, hizo carrera dentro de este sistema autoritario y represivo, primero como militar, luego en los servicios de información y finalmente como ministro. Prometió llevar a cabo reformas drásticas e impulsar la democracia. «Los tiempos venideros serán tiempos de amor y de perdón», dijo en su toma de posesión.

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Abiy Ahmed, premio Nobel de la Paz.

Ahmed liberó a los presos políticos y permitió el retorno de los exiliados. Puso fin al enquistado conflicto con Eritrea -territorio etíope hasta 1993- y compartió abrazo con su dictador. Abrió las empresas estatales a inversores privados, colaboró con el Banco Mundial y, con apenas año y medio en el cargo, recibió el Nobel de la Paz. «Usted representa a una nueva generación de líderes africanos que han sabido ver que los conflictos armados y las hostilidades étnicas deben ser resueltos por medios pacíficos», dijo de él Berit Reiss-Andersen, la presidenta del comité noruego.

Ahmed liberó a los presos políticos, firmó la paz con Eritrea y permitió volver a los exiliados. La nueva libertad, sin embargo, desató las viejas tensiones étnicas

La nueva libertad desató, sin embargo, las viejas tensiones. Las regiones empezaron a competir por influencia y por el acceso a los recursos. La demonización de las etnias rivales acabó generando una especie de etnonacionalismo regional. Los linchamientos y las expulsiones masivas se pusieron a la orden del día y, de repente, el país alcanzó los tres millones de desplazados. El nuevo primer ministro actuó con puño de hierro, internando a miles en campos de reeducación y arrestando a periodistas y políticos opositores. Su aura de político abierto y tolerante quedó drásticamente ensombrecida.

Hace unas semanas, Ahmed proclamó su victoria en la provincia rebelde y anunció el fin de las operaciones militares. La «banda criminal de la Junta» será perseguida y llevada ante la Justicia, anunció, pero en Tigray los combates no han cesado. El futuro de la región es tan incierto como el de todo el país. Su estabilidad es capital para que la haya en el Cuerno de África y en la región ribereña del mar Rojo. Además, Etiopía acoge la sede de la Unión Africana y es un aliado estratégico de Occidente en la lucha contra el terrorismo tras haber sido socio prioritario de China durante el gobierno del FLPT.

Las próximas elecciones, a mediados de 2021 -su aplazamiento por la pandemia fue la justificación del FLPT para lanzar las hostilidades-, serán la gran prueba de fuego para la frágil estabilidad y la democracia en Etiopía.

Guerra y sequía

El polvorín de Etiopía, la guerra civil que nadie esperaba 1Con 109 millones de habitantes, Etiopía es la gran potencia del Cuerno de África. Organizada en diez estados federados de carácter étnico, los conflictos entre sus pueblos, en un país con condiciones climáticas extremas, han expulsado a millones de sus hogares. A ellos se añaden refugiados de vecinos como Eritrea -una dictadura con un terrible historial en derechos humanos-, Somalia y Sudán del Sur. A las frecuentes sequías se sumó el año pasado una plaga de langostas que destruyó las cosechas. Hoy, casi 9 millones de personas dependen de la ayuda alimentaria.

Foto apertura: más de 30.000 etíopes de la provincia de Tigray han tenido que abandonar sus casas y se han trasladado al país vecino, Sudán, al campo de refugiados de Hamdayet. Su etnia (la tigray) dominó Etiopía durante tres décadas. Ahora son perseguidos. El campo en el que se asientan solo tiene capacidad para 300 personas.

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