Discapacidades en el mundo COVID-19

Tener una discapacidad en un mundo que todavía se prepara para acogernos a todos de manera igualitaria, es complicado. Tenerla en un mundo recién sacudido por una pandemia mundial es aún más difícil. El COVID-19 nos ha desafiado a todos, pero para aquellos que ya nadaban a contracorriente el oleaje se ha multiplicado. Por Amanda Alonso

¿Cómo se vive una epidemia mundial con menos referencias visuales, auditivas o cognitivas? ¿Cómo se sienten, comparten y gestionan emociones colectivas inéditas como las del confinamiento de 2020 a través de los aplausos y la música en los balcones sin tener imágenes, sonidos o una comprensión completa ante un peligro global sin precedentes?

¿Cómo se sobrelleva, a fin de cuentas, una pandemia en braille, en lengua de signos o en una nueva cotidianidad en la que las personas del entorno cambian radicalmente de actitud hacia uno sin comprender bien por qué? Nadie mejor para responder a estas y otras preguntas que los propios afectados.

Silenciando los gestos

Cuando el 14 de marzo de 2020 el Gobierno de España declaró el estado de alarma, comenzó un bombardeo mediático de datos cambiantes y una creciente incertidumbre social. Además, para José Luis Carrasco y Rubén Golpe también comenzó la batalla contra la desinformación. Ellos son trabajadores de la Federación de Personas Sordas de la Comunidad de Madrid y entre sus labores se encuentra la de asegurar que la información llegue limpia a las familias y demás miembros de la asociación.

«Como no sabíamos qué estaba pasando, hablábamos entre nosotros por WhatsApp para compartir información»

«Las normas para nosotros no estaban claras –cuenta Rubén–. Tres semanas después de la declaración del estado de alarma, incluso las federaciones y el movimiento asociativo de personas sordas reclamaron a las administraciones por lo que estaba pasando, pidiendo que se reforzara la atención en lengua de signos y que hubiese un intérprete en cada comunicado. No podía ser que nos enterásemos de lo que pasaba dos días después. Somos ciudadanos de primera, no de quinta».

Al mismo tiempo, José Luis recuerda: «Como no sabíamos qué estaba pasando, hablábamos entre nosotros por WhatsApp para compartir información, pero, como suele ocurrir, acababan enlazándose cadenas de teléfono escacharrado, gente contando cosas que no se debía, creándose bulos…».

Rubén Golpe y José Luis Carrasco, técnicos de familia FerSorCam.

Aprovechando la Semana Internacional de las Personas Sordas, la Confederación Estatal de Personas Sordas lanzó en septiembre un manifiesto público para exigir mayor atención a las necesidades del colectivo en este momento en el que las desigualdades se han hecho más evidentes.

«Reivindicamos la promoción de entornos plenamente accesibles e inclusivos –se lee en el manifiesto–. Tras la declaración del estado de alarma, se han multiplicado los servicios de atención telefónica, que discriminan a las personas sordas y que imposibilitan su acceso a la información sobre el coronavirus, la gestión de ayudas y prestaciones, la atención sin barreras durante la hospitalización o el seguimiento domiciliario, la asistencia psicológica o incluso, en el caso de personas mayores o dependientes, la satisfacción de necesidades básicas como comprar comida o medicamentos. Nuestra igualdad requiere de interpretación en lengua de signos, de vídeo-interpretación, de textos escritos».

José Luis Carrasco afirma que son viejos problemas, ahora acentuados. Así lo demuestra también el primer estudio a gran escala realizado con personas sordas en Reino Unido, que declara que la esperanza de vida de las personas sordas en países desarrollados es cinco años menor que la de las personas oyentes, debido al deficiente acceso a la información sanitaria.

Familia García Amador.

El acceso a una educación completa e integrada no es problema para Laura y Lucía García Amador, dos hermanas sordas que estudian en el Gaudem, un colegio bilingüe de lengua de signos. A diferencia de Rubén Golpe –que estudió en un colegio normativo en una época en la que casi nadie conocía su lengua– ellas, al nacer en una familia de miembros sordos, han contado, pese a todo, con un entorno bastante inclusivo, lo cual confirma la importancia de generar entornos que contemplen cada vez más las necesidades de las personas con algún tipo de discapacidad.

A la espera de que homologuen mascarillas transparentes a un precio accesible para todos, el colectivo sordo nos recuerda que si solamente las llevasen ellos, no servirían de nada. La inclusión debe ser un esfuerzo de todas las partes de la sociedad.

La distancia de invisibilidad

Luka, Martín y Nerea aún están aprendiendo a convivir con su discapacidad. Es por ello que estudian en el Centro de Recursos Educativos de la ONCE, una institución que se encarga de prestar apoyo temporal a todos aquellos alumnos con alguna discapacidad visual.

Luka, Martín y Nerea , alumnos del Centro de Recursos Educativos de la ONCE.

«Aquí se ponen al día en todas las herramientas que tienen a su alcance y en el código de lectoescritura para que, cuando regresen a sus centros, puedan seguir las clases como el resto de sus compañeros», cuenta Germán Moya Hernández, director del Centro. Sin embargo, la pandemia lo cambió todo.

El centro, como tantos otros del grupo ONCE, se puso a disposición de la sanidad, y la residencia de los niños se ocupó primero por médicos y personal sanitario, y más tarde por enfermos. Además, para que los niños pudiesen continuar con sus clases se desplegaron todos los recursos posibles. Según Germán «fue muy importante la labor de los instructores tiflotécnicos»,  que conocen las herramientas tecnológicas para el acceso a la información de las personas ciegas, pero también la de las familias que «fueron cómplices de los maestros desde el otro lado».

La tasa de analfabetismo entre las personas con discapacidad es más de 12 veces mayor que entre las personas sin discapacidad.

Él descubrió la ONCE cuando había acabado su carrera universitaria. Por aquel entonces ya llevaba casi quince años conviviendo con su discapacidad; una patología conocida como retinosis pigmentaria que provoca la disminución progresiva del campo visual hasta la ceguera total o parcial. «Llego a la ONCE y llego tarde, y me doy cuenta de lo tarde que he llegado cuando veo el abanico de posibilidades que tenía para poder acceder a la educación y ganar mayor autonomía». Su experiencia personal es la que le ha llevado a estar tan enamorado de su trabajo.

Germán no se equivoca: son muchos los que se quedan por el camino. Según el Observatorio Odismet de la Fundación ONCE, la tasa de analfabetismo entre las personas con discapacidad es más de 12 veces mayor que entre las personas sin discapacidad. A la universidad llegan unos pocos que pasan a formar parte del 1,5 por ciento del alumnado con discapacidad. No obstante, el número de alumnos que requieren necesidades educativas especiales en España es de casi 230.000, la inmensa mayoría (el 82%) escolarizados en centros ordinarios.

Germán Moya Hernández, director del Centro de Recursos Educativos de la ONCE en Madrid.

Luka Portero tiene ocho años y, aunque conoce sus limitaciones, tiene claro que cuando crezca será músico. Para él no supone ningún problema hablar con sus amigos de su discapacidad visual porque todos entienden que es un rasgo más de su persona: «Me gusta mucho estar con ellos y ahora que no puedo, los echo mucho de menos, se lo digo muchas veces a mi madre».

Para Nerea Fernández es más complicado, ella tiene dieciséis años y ha perdido la inocencia que caracteriza a los más pequeños. Su discapacidad visual fue consecuencia de una medicación que tomó cuando era niña. Ahora, además de aprender a convivir con ella, Nerea está aprendiendo a convivir con los prejuicios y la discriminación de la sociedad hacia las personas diferentes. «En el colegio en el que yo estaba antes de venir aquí, mi discapacidad sí solía ser un problema para relacionarme, porque la gente no entiende… y porque ves así, no se suele acercar a ti…».

El confinamiento domiciliario supuso para ellos un auténtico reto, porque, aunque en el Centro de Recursos Educativos apuestan por el uso de la tecnología desde que son pequeños: «Nos ha costado adaptarnos a tanta telemática», afirma Germán. No obstante, la producción de braille para libros, apuntes y exámenes no paró, «estudiábamos las necesidades de cada alumno y se los enviábamos a sus domicilios para facilitarles la continuidad del curso».

«Le dije al conductor que cogiese 1,50 de las monedas que tenía en la mano porque yo no podía verlas. Él me contestó que ese no era su trabajo»

«Un día me subí al autobús y no llevaba el bono recargado –cuenta Blanca–. Le dije al conductor que cogiese 1,50 de las monedas que tenía en la mano porque yo no podía verlas. Él me contestó que ese no era su trabajo y se negó a ayudarme. Miré alrededor insistiendo en que no veía bien para que alguien me echase una mano. No hubo respuesta, tuve que bajarme del autobús y volver a mi casa».

Blanca le lleva algunos años de ventaja a Nerea y está más hecha a este tipo de situaciones. Como no quiere tener que depender de nadie, se conoce el mapa del metro de memoria. Además, está terminando Derecho en la universidad y aspira a ser fiscal en la Unión Europea; cree que los derechos de las personas con discapacidad todavía tienen mucho camino por recorrer: «Me interesa trabajar para proteger la integridad física y la intimidad. Queda mucho por conseguir». Y por si fuera poco, y para contrarrestar su punto flaco, es cinturón marrón de kárate.

Para todos ellos, la pandemia está siendo un obstáculo difícil de sortear. Robarle a una persona ciega la posibilidad de tocar es despojarla de su herramienta primordial para conocer lo que tiene delante. La mascarilla tampoco se lo pone fácil para comunicarse. «Hemos tenido que reaprender los caminos y las referencias. Reaprender a escuchar y también a mirar».

Una necesidad afectiva

Para Claudia, su mejor amiga es una parte indispensable de su vida. Su alma gemela. Ellas van juntas al programa de formación para el empleo (FOCUS), impartido por Down Madrid. Allí tienen asignaturas muy diversas como Desarrollo sostenible, Participación comunitaria e Informática, pero para ella, sin duda, la mejor es Competencias emocionales, una clase en la que puede compartir junto con sus compañeros sus sentimientos y preocupaciones.

Con 22 años, Claudia es ya una auténtica todoterreno. Hace zumba, pádel y teatro, y canta en el coro. Aunque su sueño se aleja mucho de ser actriz o cantante famosa: ella quiere independizarse económicamente e irse a vivir con sus amigos.

Antes de la pandemia, solía hacer planes con todos ellos continuamente; ir a patinar, ir de merienda, hacer picnics, pero desde hace ya varios meses solo los ve durante sus clases. Si le preguntas qué está siendo lo más difícil para ella de todo esto, lo tiene claro: no poder abrazar ni sentir los abrazos de las personas que más quiere.

Claudia, alumna Down Madrid

En el CADP de Mirasierra, un centro residencial para personas con discapacidad intelectual, la COVID-19 ha infectado al 80 por ciento de los residentes. Además de estar en un nivel de discapacidad grave, todos ellos son colectivo de riesgo por diversas enfermedades y patologías aparte. «A la falta de información y de recursos del principio –cuenta Paloma Farto, técnica auxiliar del CADP–, se unió la falta de personal, porque muchos compañeros tuvieron que cogerse bajas por ser colectivo de riesgo, por estar contagiados o porque, al cerrar los colegios, tuvieron que quedarse en casa con sus hijos».

Para Paloma lo más duro fue convivir con el miedo y la histeria de la gente durante las primeras semanas tras el comienzo de la pandemia, porque «cuando la gente tiene miedo, se pone nerviosa, se enfada y el trabajo se hace muy complicado».

Las consecuencias físicas y psíquicas para «los chicos», como llama cariñosamente Paloma a los residentes, han sido muy importantes y han generado graves problemas en su conducta, porque muchas de las actividades que solían hacer y que funcionaban como terapias se han parado. Esto supone una involución en su desarrollo cognitivo y emocional.

Así lo confirma la encuesta realizada por Odismet para calcular el impacto de la COVID-19 en el colectivo de personas con discapacidad, en el que un 34 por ciento de los encuestados indicaba que su salud había empeorado. «Nosotros hemos intentado cubrir su necesidad afectiva, pero es muy difícil porque, cuando nos van a dar un beso o un abrazo, tenemos que pararlos, y eso muchas veces no lo entienden –explica Paloma Farto–. Tampoco pueden ver tu sonrisa y no saben muy bien qué es lo que está pasando. Para ellos es muy importante la comunicación gestual».

Fuente: Odismet

A su vez, muchas personas con algún tipo de discapacidad han visto empeorar también su salud por el hecho de que el propio acto de informarse sobre la COVID-19 se ha convertido en un medio de entretenimiento en sí mismo: así lo afirma un 35 por ciento de ellas. Eso, en muchos casos, mete a muchas personas en un círculo vicioso en el que no hay verdadera desconexión de aquello que les produce malestar y ansiedad.

Además, las consecuencias de esta pandemia para las personas con discapacidad no serán solamente emocionales. Este mismo estudio realizado por Odismet –Observatorio sobre mercado de trabajo y estadísticas para las personas con discapacidad– estima que alrededor de un 60 por ciento de ellas perderá o ha perdido su trabajo, teniendo en cuenta que más del 53 por ciento de los encuestados se encontraba ya en situación de desempleo. En 2020 la tasa de paro fue a su vez del 25,2 por ciento, algo más de 10 puntos superior a la de la población sin discapacidad, según el Servicio Público de Empleo. Y todo esto en un contexto laboral ya precario en el que solamente el 28 por ciento de quienes cuentan con un empleo tienen un contrato indefinido. El 66 por ciento, sólo un contrato temporal.

Según el estudio realizado por Odismet se estima que alrededor de un 60 por ciento de las personas con discapacidad perderá o ha perdido su trabajo

Las familias, por su parte, soportan también una carga y unos costes cada vez más difíciles de sobrellevar. Así lo detalla un estudio de la Universidad Carlos III de Madrid sobre el agravio comparativo económico que origina la discapacidad. En él se estima que en los hogares en los que residen personas con algún tipo de discapacidad el gasto medio oscila entre los 1740 y 4728 euros, según el tipo de discapacidad.

A casi un año de que la COVID-19 lo cambiase todo en nuestro país, si de algo podemos estar seguros es que todas las historias tienen muchas voces. La historia de la pandemia que asoló el mundo no podrá olvidarse de quienes la vivieron y aún la viven sin gestos, sin abrazos o a oscuras, pues se estaría olvidando de que, como dice Blanca, las discapacidades se encuentran en todos los rincones, porque no son más que características que contribuyen a hacernos diferentes.

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