Ya es parte de la historia de la arquitectura contemporánea por su diseño del Centro Pompidou de París, firmado con su socio de entonces, Richard Rogers. Desde entonces, Renzo Piano no ha parado, sobre todo, de ‘hacer cosas’, con lo que más disfruta, pero también, mal que le pese, de pensar mucho qué es la arquitectura. Nos lo cuenta. Por Daniel Méndez/Foto: Cordon Press

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Los arquitectos somos como un iceberg sostiene el genovés Renzo Piano [1937]. Se suele ver la punta de nuestro trabajo, pero la mayor parte queda oculta a la vista. ¿Y qué escapa a nuestro campo de visión? «A mí me gusta llamarlo cabezonería, cabezonería suprema. Si la utilizamos bien, puede ser muy útil porque nos permite llegar a la esencia de las cosas, no quedarnos en la periferia, en la superficie».

Él ha cultivado esa cabezonería desde los tiempos de la universidad, aquellos de la militancia política, de la reinvención de la sociedad y del propio concepto de arquitectura. «Hace 50 años, me resultaba muy sencillo definir la arquitectura: es el arte de construir edificios. Una respuesta sencilla y precisa. Hoy, las cosas se han complicado más: la arquitectura es el arte de luchar contra la gravedad -algo estúpido, porque es la más rotunda de las leyes de la física., pero es también el arte de entender a la gente, de dar respuesta a sus necesidades, pero también a sus sueños. Así pues se declara perdido a la hora de responder a esa vieja pregunta solo en apariencia sencilla. «Es un arte fronterizo. Cada día llego a mi estudio a las 9, a las 10 ejerzo de sociólogo o antropólogo, una hora más tarde, me veo convertido en un poeta… Todo es parte de lo mismo».

Su estudio, Renzo Piano Building Workshop (algo así como Taller de Construcción Renzo Piano), tiene sede en Génova y París: «Trabajan conmigo unas cien personas, algunas desde hace 40 años. Es un gigantesco capital humano acumulado a base de crecer juntos». Llevan adelante proyectos en todo el mundo. «Es como dirigir una orquesta en la que, de vez en cuando, tú también coges un instrumento», bromea, aunque aclara que él ya no se sienta a esbozar los proyectos. Solo interviene en ellos, eso sí, continuamente.

Sobre la arquitectura del futuro dice: «La palabra clave de la arquitectura en el siglo XIX era acero y en el XX, globalización. Hoy, esas palabras son la fragilidad de la Tierra y el diálogo con ella, la energía. Nuestros edificios deben aprender a respirar: adiós al aire acondicionado. Hay un componente energético y tecnológico en el concepto, pero también poético. La arquitectura debe saber guiar y explicar esta transición hacia una era nueva». Cuando hace 40 años concluyó el Centro Pompidou de París, uno de los monumentos más visitados de Francia, su amigo el escritor Ítalo Calvino le recomendó en broma que «lo lavara con un gran cepillo». Pese a ello, llegaron los reconocimientos. Entre ellos, el Pritzker en 1998. En 2006, la revista Time incluyó su nombre entre las cien personas más influyentes del mundo.

Preguntas a pie de obra

→ ¿Quién me ha influido?

«De pequeño tenía como modelo a mi padre, que era constructor. Antes que ir de excursión al campo, yo siempre prefería ir con mi padre a la obra».

→ ¿Mi maestro?

«Mi primer maestro, Franco Albini, decía. Trabaja con las manos. Y una de las primeras cosas que hice en su estudio fue desmontar una tele y montarla otra vez. De ahí surge quizá el llamar taller a mi estudio».

¿Qué es un arquitecto?

«Soy alguien dedicado a ‘hacer cosas’, pero me rodeo de intelectuales: Ítalo Calvino, Claudio Abbado… Al recibir el Pritzker, cité a Galileo y a Scott Fitzgerald: la raíz humanística de mi trabajo».

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