Una cueva natural horadada en la roca caliza de los Picos de Europa a 1200 metros de altitud esconde en su interior uno de los mejores quesos del mundo, que llega a cotizar a más de diez mil euros el kilo: el queso de cabrales Teyedu. Por Carlos Manuel Sánchez / Fotos: Javier Sánchez
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Veinte mil quinientos euros a la una, a las dos… ¡Adjudicado!». Que una pieza de queso de 2,4 kilos alcance el precio de una obra de arte debe de tener sus razones. Para Iván Suárez -propietario del restaurante Llagar de Colloto, que ganó la subasta organizada por la Denominación de Origen Cabrales-, son el orgullo y el marketing. Para Andrea Fernández -la dueña de la quesería Arangas, la ganadora-, es la tenacidad: estuvo a punto de emigrar y hoy vende los 15.000 kilos anuales que produce. Y para Pepe Bada -el ‘afinador’ del queso, toda la vida entre pastos y ganado-, es la paciencia. «La gente se aburre de esperar».
El mejor queso azul del mundo se hace en Asturias. Se llama Teyedu, como la cueva donde se madura en los Picos de Europa. El kilo (cuando no hay puja de por medio) se cotiza a partir de 40 euros. Y es un trabajo de equipo, familiar. La materia prima es leche de vaca (también se puede hacer con leche de oveja y de cabra) de dos ordeños, de amanecida y de anochecer, que se deposita en un tanque frío y se traslada a Tielve. «Quedan unos pocos superhombres y supermujeres que mantienen la tradición del pastoreo», explica Bada. A pesar de los ataques del lobo y de otros ‘mordiscos’: la burocracia, la competencia industrial, la falta de relevo…
En la cueva, las estalactitas supuran agua helada que el ‘afinador’ recoge en calderos para hidratar los quesos
Andrea y Vanesa Pumares vuelven a calentar la leche en unas bañeras hasta alcanzar los 26 grados y añaden el cuajo. La mezcla se revuelve; cuando la cuajada se forma, se deja reposar antes de quitarle el suero. Luego se vierte en moldes, se sala y seca. Y es entonces cuando Bada comienza su particular ‘audición’. «No hay dos quesos iguales. Cada uno me va diciendo lo que tiene dentro… A los que veo posibilidades, me los llevo a la cueva». Los mete en una mochila y, ayudado por Jorge González, lleva las piezas al Teyedu. Una hora de subida a pie y otra de bajada, 600 metros de desnivel por sendas de roca, maleza y nieve. Fue descubierta en 1968 por un vecino de Tielve, una de las diez parroquias que forman el concejo de Cabrales.
Es un lugar frío y húmedo donde el queso fermenta lentamente. Las estalactitas supuran agua helada que Bada recoge en calderos para hidratar los quesos. «La ventilación es perfecta», explica Bada. Es el hogar ideal para el hongo que aporta las vetas azules y verdosas. Bada trabaja iluminado con la tenue luz de un frontal. Revisa los quesos uno a uno, comprueba la textura. Les da la vuelta para que sazonen por ambas caras. Los cepilla y los mima… «Unos dan más quebraderos de cabeza. Con alguna pieza me puedo pasar una hora pensando qué debo hacer».
Dicen que el cabrales es o no es… «Pero este queso te enamora. Es dulce, sin amargor, nada astringente, con mucho retrogusto. Hay quien lo compara con un caramelo. Yo lo que digo es que un queso francés, un roquefort, es tan perfecto que al tercer bocado ya te aburre. El cabrales tiene vida dentro».
La cueva es una despensa natural de roca caliza que nunca baja de seis grados ni supera los nueve. El hogar perfecto para el hongo Penicillium, que va aportándole sabor, cremosidad y tonalidades. La maduración ronda los seis meses. «Pero se le da el tiempo que haga falta. La naturaleza va haciendo su trabajo y cada queso evoluciona de distinta forma», explica Pepe Bada.