Querido lÃder
Querido lÃder
Huraño y desolador son los dos calificativos más amables que pueden utilizarse para referirse al régimen polÃtico que tiene sojuzgada a la población de Corea del Norte, el paÃs que vuelve estos dÃas como una fiebre recurrente a la palestra mundial a cuenta de las amenazas nucleares de su ‘Joven General’, el tercer miembro de la dinastÃa Kim que gobierna con aterradora crueldad la mitad norte de la penÃnsula coreana. Recientemente ha pasado por mis manos uno de los libros más demoledores publicados acerca de la vida cotidiana, miserable y asombrosa, de los ciudadanos del paraÃso ultraleninista que instauró Kim il Sung tras la Guerra de Corea. Lo ha escrito la corresponsal del diario Los Ãngeles Times en Seúl y lleva por tÃtulo Querido lÃder. Vivir en Corea del Norte (Turner Noema, 2011). Barbara Demick, en un relato lacerante, cuenta la historia de seis norcoreanos que consiguieron escapar de su ciudad Chongjin, al norte del paÃs, cerca de China y Rusia y que lograron refugiarse en Seúl. Las peripecias trágicas de cada uno de ellos sobrepasan cualquier ejemplo conocido hasta la fecha de pobres desgraciados sometidos a la más cruel, absurda y delirante de las dictaduras del mundo.
Es un misterio la longevidad de un régimen tan salvaje como el de Pyongyang. Una élite severamente adoctrinada somete hasta lÃmites insospechados a veinte millones de ciudadanos acostumbrados al lavado de cerebro diario y a la amenaza de las más diversas represalias, que van desde la ejecución severa por actividades subversivas a la confinación en campos de trabajo si, por ejemplo, los retratos de padre e hijo -y, ahora, de nieto- obligatorios en todas las casas tienen algún tipo de mancha en el cristal. En la década de los noventa, el paÃs sufrió -como consecuencia de su imponente gasto militar y la inoperancia de sus estructuras económicas- una hambruna que le costó la vida a cerca de dos millones de personas, algo más del diez por ciento de la población. Los norcoreanos se acostumbraron a buscar desesperadamente raÃces y hierbas en campos y montañas para poder comer algo sólido al dÃa, y, a pesar de ello, el régimen sobrevivió a ese maltrato inaudito. Corea del Norte, como recuerda Demick, pervivió a la caÃda del Muro de BerlÃn, a la desintegración de la Unión Soviética, a las reformas capitalistas de China, a la desaparición de Kim il Sung, a la hambruna y a dos mandatos de Bush. Ahà sigue, como un anacronismo eterno y amenazando con arsenales nucleares a sus enemigos, reales o inventados, mientras la mayorÃa de los adultos no almuerzan por falta de alimentos y casi toda la población lleva años sufriendo desnutrición. los niños padecen déficit de energÃa y un grave retraso cognitivo y hasta el Ejército ha tenido que rebajar la estatura mÃnima exigible a sus miembros, ya que los jóvenes cada vez son más bajos.
Consigna a consigna, el régimen norcoreano ha conseguido crear un paÃs de autómatas, de soldados desfilando al paso de la oca o de niños en milimétricos ejercicios gimnásticos en los que, cuidado, no te equivoques porque toda tu familia va directamente a cualquiera de los muchos centros de detención repartidos por el paÃs. Y no es exageración.
Sin electricidad, no existe posibilidad de moverse en tren o pasar la mitad del dÃa en otro ambiente que no sea el de la oscuridad. Pero sÃ, por ejemplo, esperar la noche para poder moverse furtivamente sin despertar sospechas y gozar de un grado de libertad que normalmente resulta inaccesible. Ese es el inicio del relato de dos de los personajes del libro de Demick, una pareja de Chongjin que logró -en diferentes tandas- huir a través de la frontera natural del rÃo Tumen, que separa Corea del Norte de China. Sus vidas, como las del resto de los protagonistas a los que la autora ha entrevistado pacientemente para desarrollar el magnÃfico relato, han sido un continuo caminar por la delgada lÃnea que separa la vida y la muerte, la miseria y la nada, la tortura y la sinrazón. Un paÃs repleto de espÃas y chivatos -como corresponde a una dictadura comunista- gobernado por tres chalados consecutivos los condenó a una suerte de muerte en vida de la que, afortunadamente y no sin riesgo, pudieron escapar.