¿Qué problemas nos causaría ser inmortales?

A todos se nos ha pasado alguna vez por la cabeza la posibilidad de ser inmortales. En realidad, el deseo no es nuevo; viene de lejos. Si hurgamos en las huellas que dejaron nuestros antepasados, encontraremos indicios de que los humanos hemos soñado con existir forever desde que vivíamos en las cavernas en manadas reducidas e incomunicadas unas de otras. Hasta llegar a hoy, las religiones se han encargado de dar continuidad a esas creencias, interpretando nuestro paso por la Tierra como un peldaño más en la escalera que nos conduce a la eternidad.

En los últimos siglos hemos echado por tierra esas ideas tan inamovibles como en absoluto constatadas. La ciencia nos ha enseñado que, lejos de esperarnos una eternidad sosegada tras nuestro breve paseo terrenal, la vida debemos buscarla aquí, ya, antes de la muerte. Centren ahí toda su atención y olvídense del después.

De todos modos, es innegable que el sueño de vivir para siempre permanece. Llámenlo ‘inmortalidad’ si quieren, pero el sentimiento en sí no es más que una expresión de nuestro instinto de supervivencia, que compartimos con el resto de los animales. Y aunque sepamos que no somos eternos, el foco de atención de la ciencia se ha centrado en buena parte en conseguir que los humanos vivamos más y mejor. Y les aseguro que, desde que empezaron a tambalear esos antiguos dogmas, lo estamos consiguiendo.

El dato me lo dio hace un par de años el gran demógrafo y matemático James Vaupel. La esperanza de vida crece, en los países bien situados, dos años y medio cada década desde la Revolución Industrial. ¿Qué sucedió para que se diese esta inflexión?

«El sueño de vivir para siempre es una expresión de nuestro instinto de supervivencia»

Básicamente, cuatro hitos clave. Primero, dimos un giro a las medidas higiénicas y sanitarias; descubrimos los antibióticos y las vacunas, y aprendimos a lavarnos las manos aunque no lo crean, esto fue una gran revolución. Luego, conseguimos frenar la mortalidad infantil, sobre todo desde principios del siglo pasado, lo que postergó nuestra fecha de defunción. En tercer lugar, la prosperidad nos hizo llegar más lejos. Tomen nota. velar por unos hábitos más sanos y menos esclavos nos regala años. Finalmente, y a ello nos dedicamos aún hoy, conseguimos arrebatar años a la muerte; es decir, dimos más años de vida a las personas de edad avanzada.

Este aumento de la esperanza de vida crece imparable y parece que no tiende a estabilizarse. Mi fascinación por este hecho hizo que mi equipo de colaboradores y yo dedicáramos el ciclo de conferencias que coordinamos cada año para la Fundación Banco Santander a indagar qué es lo que están haciendo los científicos de distintas disciplinas como la demografía, las neurociencias, la biología molecular y la biología evolutiva para que esta tendencia siga al alza.

Mientras que en la Antigüedad los humanos contábamos con un par de décadas de vida redundante en términos biológicos para dedicar a nuestras cosas, hoy estos años de madurez se extienden a cuatro o incluso cinco décadas.

Este aumento de la esperanza de vida nos plantea dos desafíos. El primero. afrontar las enfermedades propias de la edad, como el alzhéimer, la diabetes, la osteoporosis o el cáncer. El segundo desafío, no menos importante, tiene un componente social. el envejecimiento de las poblaciones está colapsando los servicios sociales y sanitarios. Y seguimos sin invertir de verdad en políticas de prevención. ¿No creen que ya va siendo hora? De golpe, hemos descubierto todo lo que nos hacía falta para poder aplicar esas políticas de prevención. que nuestra esperanza de vida ha aumentado dos años y medio en la última década; que la intuición es una fuente de conocimiento tan válida como la razón, pero más rápida; que hay una edad crítica para aplicar esas políticas de prevención y que debemos dedicarle miles de horas. El poder de la voluntad individual es insospechado.

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