Humillaciones

Juan Manuel De Prada

Humillaciones

Me comentaba el otro día un amigo su frustración creciente ante las humillaciones que recibe de un jefe o jefecillo muy lerdo que nunca le deja adoptar iniciativa alguna; y que, cuando la adopta, inmediatamente se apresura a desbaratarla, para rebajarlo y escarnecerlo ante sus compañeros. No es la primera vez que un amigo me cuenta parecidas tribulaciones; y yo mismo, aunque no dependo de jefes o jefecillos, alguna vez he padecido situaciones humillantes en las que el trabajo en que pongo mayor brío y empeño resulta después despreciado, pisoteado, malinterpretado o incomprendido por quienes hociquean en la cochiquera. Todos tenemos experiencia de estos vejámenes morales que nos hacen trizas el alma; y como a nosotros les ocurriría también a nuestros antepasados, desde la noche de los tiempos.

Creo, sin embargo, que estas humillaciones ocurrían antes por ‘abuso de autoridad’; mientras que hoy ocurren por la causa exactamente contraria, por el decaimiento del principio de autoridad, que impide el reconocimiento de la valía del prójimo. Vivimos en una sociedad en la que, por contaminación del principio democrático en su versión más rencorosa, hemos dejado de percibir el mérito en el prójimo, al que consideramos siempre nuestro ‘igual’ (y, si ocupa una posición inferior en el escalafón laboral, nuestro ‘subordinado’), aunque nos dé mil vueltas en casi todo, o sobre todo si nos las da. Y allá donde no se reconoce autoridad en quien de verdad la posee (y utilizo la palabra ‘autoridad’ en su sentido originario, como expresión de prendas personales dignas de emulación que nos ayudan a ser mejores), es inevitable que afloren el irracionalismo y la arbitrariedad. Una sociedad en la que no rige el principio de autoridad es una sociedad condenada a ser regida por la fuerza, donde todo lo bueno y meritorio es inexorablemente humillado, zaherido y arrojado al fango.

Después de que mi amigo me contara las humillaciones a las que lo sometía su jefe o jefecillo me quedé en verdad muy entristecido, pues conozco bien sus prendas y méritos. Entonces le recordé, consoladoramente, aquel episodio de la vida del hombre acaso más sublime que ha dado España, San Juan de la Cruz, en el siglo Juan de Yepes, a quien allá por 1578, coincidiendo con la persecución contra la reforma del Carmelo que había impulsado su amiga Santa Teresa, fue prendido y llevado a un convento de carmelitas calzados, donde fue sometido a las más repugnantes humillaciones. Durante meses lo tuvieron preso en una celda chorreante de humedad, de apenas seis pies de ancho por diez de largo, con un mísero ventanuco por el que apenas entraba un sol de limosna. Solo le daban pan y agua como alimento, al principio todos los días; luego, viendo que no renegaba de sus posturas y se mantenía muy mansamente recalcitrante en su ‘rebeldía’, tres veces por semana; y, por último, solo los viernes.

Todas las noches los bestias de los frailes que lo tenían preso y al borde de la inanición lo llevaban al refectorio, donde lo obligaban a arrodillarse, desnudo de cintura para arriba, y giraban en su derredor repartiéndole vergajazos en las espaldas, que para entonces debían de ser apenas piel y hueso, hasta que sangraba copiosamente. Solo con imaginarse uno la escena se le enardece el ánimo y le entran ganas de viajar en el tiempo para detener la mano de aquellos bellacos; pero San Juan jamás exhalaba la menor queja, pensando en los azotes que le dieron a Cristo. Así, humillado y maltrecho, lo devolvían cada noche a la celda inmunda. El sayal se le pegaba a las heridas, multiplicando su dolor; y, mientras allí estuvo, nunca se lo cambiaron, para que su humillación y laceria fuesen mayores. Y las cicatrices de aquellos vergajazos le duraron mientras vivió.

Pero fue allí, en aquella celda insalubre en la que apenas podía rebullirse, subido a un taburete para poder ver la luz del sol que entraba a través del mísero ventanuco, donde aquel frailecico humillado compuso su hermosísimo Cántico espiritual, tal vez la más divina obra humana que vieron los siglos; y tuvo que componerla mentalmente, aprendiéndola de memoria estrofa por estrofa, por falta de papel y pluma. Y es que las humillaciones, por muy acerbas y crueles que sean, nunca pueden llegar a matar nuestro espíritu; y hasta me atrevería a afirmar que, allá donde menudean las humillaciones, nuestro espíritu se hace más fuerte, más limpio, más ardiente, más apasionado e intrépido, más dispuesto a brindar sus mejores frutos. Porque contra nuestro espíritu divinamente alumbrado no hay jefe ni jefecillo que pueda, ni contrariedad por humillante que sea que consiga doblegarnos.

"firmas"