¿Qué motivo tenemos hoy para ser felices?

Aunque no lo crean, hoy tenemos más motivos que nunca para ser felices. Tomen perspectiva histórica y piénsenlo. Hoy vivimos más y mejor que nunca gracias a la medicina, las mejoras higiénicas y el avance de la tecnología. Las verdades científicas por fin han sustituido a los intocables dogmas del pasado. La violencia está en declive, pese a que los medios de comunicación nos recuerden a todas horas que aún no la hemos extinguido; y, a cambio, el altruismo y la cooperación se expanden. Las redes sociales consiguen mantenernos conectados en masa y ponen en jaque al monstruo de la soledad.

Pero el descubrimiento reciente que ha revolucionado nuestro modo de ver las cosas es, sin duda, el aprendizaje social y emocional. En los últimos años, en mis charlas con centenares de científicos de todo el mundo, he podido constatar que el aprendizaje social y emocional se sustenta gracias a tres grandes experimentos.

El primero es el que realizó Walter Mischel, psicólogo de la Universidad de Columbia, con niños que debían resistir, durante diez o veinte minutos, la tentación de comerse una golosina para ganarse una ración doble a modo de recompensa. Con este test, Mischel puso a prueba su fuerza de voluntad y demostró, tras años de estudios, que esta capacidad puede influir en su comportamiento durante la edad adulta. Luego, Eleanor Maguire, del University College de Londres, a través del estudio que realizó con los taxistas de Londres y que ya he explicado en anteriores ocasiones, evidenció el proceso denominado ‘plasticidad cerebral’ o, en otras palabras, el impacto de nuestras acciones en el desarrollo del cerebro.

Y el tercero ha sido descubrir la enorme importancia del pensamiento intuitivo. Gracias a los estudios de John Bargh, de la Universidad de Yale, sabemos que el espacio que la intuición ocupa en el cerebro es mucho mayor que el correspondiente al pensamiento racional; y que no solo podemos, sino que debemos, fiarnos de nuestros instintos y emociones básicas y universales.

Podría seguir citando ejemplos, pero hay una razón que tiene una importancia aplastante. ahora disponemos de más tiempo que nunca para dedicarnos a ser felices. Desde hace más de un siglo y medio, la longevidad de los habitantes de los países prósperos no para de crecer. Y sigue al alza a una tasa constante que los demógrafos estiman en dos años y medio por cada década. Eso significa que disponemos de más años de vida, cada vez y si no los invertimos en ser más felices, mal lo tendremos. Implantar el aprendizaje social y emocional en las escuelas implicaría dotar a la gente de la calle de las herramientas básicas para entender y gestionar sus emociones, lo que tendría enormes repercusiones en sus niveles de felicidad.

Esto me lo explicó otra gran neurocientífica del University College de Londres, Tali Sharot. Según las evidencias que ha podido recopilar en sus años de carrera investigadora, Sharot ha llegado a la conclusión de que el ser humano llega al mundo con un optimismo innato. Seguro que cualquier lector de estas líneas está convencido de que conduce mejor que la media, que toma mejores decisiones que los demás, que es más listo. Pero párese y reflexione. la mayoría de la gente cree lo mismo, y es imposible que la mayoría sea superior a la media.

Eso se debe a que tenemos una visión sesgada de nuestra vida y nuestras expectativas. Es lo que Sharot denomina el ‘sesgo optimista’.Este carácter optimista es necesario para que podamos tirar adelante, para emprender, para innovar, y es el motor que nos impulsa hacia la felicidad. De no existir esta visión optimista de lo que nos depara el futuro, les aseguro que no avanzaríamos en nuestra búsqueda de la felicidad. De hecho, no haríamos nada. En realidad es en este camino, en la propia búsqueda, donde reside la felicidad.

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