El pajarito de’Caillou’

Mi primogénito se enfrentó no hace mucho a un descubrimiento terrible. el de la existencia de la muerte. Ocurrió porque en un capítulo de Caillou moría un pajarito. Supuso una conmoción. Por más que uno lo proteja de películas e informativos en los que la gente se degüella, resulta que en Caillou de repente se ponen a morir los pajaritos, y el chico sale de ahí con preguntas trascendentales para las que uno mismo no tiene respuesta ni deidades consoladoras. Si llega a ser un poco mayor, la conversación habría terminado en un bar, para beber juntos y olvidar la náusea y la ansiedad de la nada que seremos. Mientras, por culpa de Caillou, el niño ha comenzado un aprendizaje basado en la resignación en el que tendrá éxito si alcanza la misma sabiduría que inspiró a Art Buchwald esta frase expresada en sus postrimerías, poco antes de fallecer, a los 82 años. Morir no es tan difícil como encontrar plaza de aparcamiento en Manhattan .

En realidad, no lo llevó tan mal. Ahora hasta es consciente de una superioridad adulta sobre sus hermanos, porque ellos ignoran un secreto que él conoce. Tiene tanta prisa por vivir que se ha echado novia y exige más frecuencia en las visitas al parque de atracciones, como en un carpe diem desesperado, byroniano. Incluso ha pasado ya, estos días, por su primera eliminación consciente en un Mundial, que eso sí que da idea de finitud. Entre el pajarito de Caillou y el 5-1, me lo ha cambiado para siempre una experiencia que los cursis llamarían iniciática. Le pesan los estragos de lo vivido, cualquier día se me cala una boina, enciende un Gauloises y me escribe un ensayo existencialista. O una elucubración sobre el hipster ante el pavor al fin del mundo nuclear como el de Norman Mailer.

Mientras digería intelectualmente su primer contacto con la muerte, lo que sí ocurrió es que yo tuve algunas noches de dormir mal. No porque estuviera buscando las respuestas que ambos necesitamos, sino porque él venía a la cama y me despertaba para comprobar que seguía vivo y no tendrían que meterme en una caja de zapatos como al pajarito de Caillou. Aquella fue una curiosa inversión de papeles porque, durante sus primeros meses de vida, cuando a mí me afectaron las angustias típicas del padre primerizo, era yo quien despertaba y le ponía la mano sobre el pecho para asegurarme de que respiraba. Eso se supera. para levantarse de la cama por el tercero, tiene que estar atacándolo Drácula. El tercero, por cierto, no puede permitirse angustias intelectuales. Bastante tiene con sobrevivir en términos darwinistas, con pelear por todo cuanto al mayor le fue dado. No me extrañaría que, en tiempos medievales, el tercero fuera siempre el más apto para la guerra.

Algo que siempre me fascina es descubrir que repito como padre experiencias que tuve primero como hijo. Entre mi padre y yo también hubo un pajarito muerto, si acaso en circunstancias más crudas, y por lo tanto más aleccionadoras. Durante un fin de semana en la finca de unos amigos en Cáceres, salimos con una escopeta casi de juguete a tirar postas a latas. Con la mala suerte de que un disparo de mi padre hecho al azar abatió un ruiseñor que cantaba en un olivo. Un animal precioso, con colores de personaje ajeno a la discreción. un pajarito dandi. Fue tal la pena que el descubrimiento que hice no fue la existencia de la muerte, sino de la mortificación por la vida arrebatada. Pensado ahora, supongo que compusimos una estampa patética, observando los dos con infinita lástima al pajarito muerto como si acabáramos de matar a un boy scout con una bala perdida y diciéndonos cosas a lo William Munny. le quitas todo lo que podría haber sido este ruiseñor . Pero creo que ahí quedó bloqueada para siempre cualquier posibilidad de que yo acabara adquiriendo con los años afición a la caza. El ruiseñor de Cáceres hasta se me cruzó en las lecturas de los relatos africanos de Hemingway, como el de Francis Macomber, igual que el pajarito de Caillou ha sacado a mi primogénito de algunos de los refugios mentales de la infancia.

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