Un sótano insonorizado
Un sótano insonorizado
Me resultaría incómodo tener que empezar ahora una actividad secreta como psicópata. Es cierto que la pedagogía social sugiere que cualquier momento de la vida es adecuado para entregarse a una vocación nueva, ya sea esta la jardinería o estudiar una carrera. No lo es menos que estoy en esa edad fronteriza en la que, para combatir la angustia de lo que los argentinos llaman el viejazo que no es otra cosa que el descubrimiento de que el tiempo ya empieza a escasear y no puede desperdiciarse, tengo la necesidad terapéutica de encontrar un nuevo territorio de emociones. Y temo que, emociones, las hay más en la psicopatía que en la jardinería, aun siendo lo segundo más fácil de encajar en la etiqueta de hobby de fin de semana. No creo que en Leroy Merlin dispongan de un anaquel de material de tortura para Dexters diletantes.
El viejazo me hizo volver a boxear con una pasión obsesiva. Lo cual entusiasmó a mi mujer, convencida de que estaba sublimando en el ring alguna reparación de la autoestima masculina que sin la contención del boxeo habría derivado inexorablemente al adulterio masivo. Y con mozas cada vez más jóvenes a las que fuera posible extraer vitalidad con técnicas bucales semejantes a las del vampiro. Mirá, mejor que te rompan la nariz, el boludo vas a hacerlo igual, de un modo u otro . Me resultaría molesto que el estadio siguiente fuera el crimen serial. Primero, porque empezar a matar por afición después de los cuarenta sería tan extemporáneo como comenzar a fumar. Por no hablar de las complicaciones sociales, de lo difícil que sería encontrar en Internet un foro en el que compartir experiencias, lo cual sí está al alcance de quienes practican hobbies con mayor aceptación cultural. incluso hay uno de puteros en el que usuarios de puticlubes hablan de mujeres como si volvieran de probar un coche.
El problema verdaderamente insuperable que yo veo es de espacio. Con la llegada de los hijos, fuimos mudándonos a pisos cada vez algo mayores en los que me supuso una hazaña conquistar un ínfimo cuchitril en el que poder encerrarme a trabajar. No quiero ni pensar cuánto me costaría, en un barrio céntrico de Madrid, el traslado a una casa con suficiente espacio para habilitar un sótano insonorizado en el que infligir torturas a mis víctimas y en el que, además, cupiera un congelador de tamaño suficiente para albergar humanos. Imposible, porque no alcanza con un trastero. Imposible, al menos, sin acabar viviendo al otro lado de la M-30. Así va aclarándose por qué en la literatura criminal no abundan los asesinos en serie con carné de familia numerosa. Lobos solitarios. Pues claro. Al Carnicero de Milwaukee querría yo verlo asando una víctima en la cocina de un hogar en el que solo falta López Vázquez haciendo de padrino.
Lo más sensato será canalizar hacia otra cosa las tentaciones de psicópata que me nacieron este verano en la playa. No es fácil mantenerse inmune a la misantropía en la playa, eso no me lo negarán. Pero el descubrimiento terrible de que oculto un monstruo en mi interior se produjo cuando tonteábamos con un esquilero en un roquedal aprovechando las pozas dejadas por la marea baja. Yo jamás cacé, ni le corté el rabo a una lagartija de niño, ni sentí otro apetito de destrucción de una vida ajena que el necesario para ser invitado a las tertulias de la tele. Todo me lo detonó un pececillo que se quedó atrapado en el esquilero. Respiraba con dificultad. Me demoré unos segundos más de lo necesario antes de devolverlo al agua para disfrutar de la sensación de que era dueño de su destino. Hasta el darwinismo social de los nacionalismos se me explica mejor después de haber sentido lo mismo que el káiser teniendo a Bélgica en el esquilero. Esta noche saldré de casa a hurtadillas con el esquilero. En una evolución lógica de las proporciones, en invierno estaré ensayando ya con hámsteres. Luego, con ponis. Y en primavera nos mudaremos.