El final de la escapada
El final de la escapada
PEQUEÑAS INFAMIAS
El exiliado, personaje nostálgico, a menudo elige para su refugio ciudades culturalmente parecidas a la suya en las que trata de recrear un simulacro de la existencia perdida. Por eso siempre me intrigó que Stefan Zweig, después de una larguísima escapada desde Viena que lo salvó de los campos de exterminio, terminara en un lugar tan ajeno a su hábitat cultural como Petrópolis, en Brasil. Allí fue donde se suicidó junto con su joven esposa, Lotte, después de expresar el deseo de que al menos sus contemporáneos sobrevivieran para contemplar el amanecer posterior al nazismo. Los encontraron a ambos vestidos de domingo, cogidos de la mano en el lecho mortuorio, cercano el vaso del cual bebieron veneno.
Encontré hace poco un libro fascinante de George Prochnik, un descendiente de exiliados que eligieron vivir y dar continuidad a la propia sangre, que indaga en esta disolución gradual de Zweig, en su renuencia a adaptarse a un mundo que ya no era el que tenía por reconocible. A su impaciencia, incluso, pues ni tiempo se dio para conocer el desenlace de la guerra cuando las victorias alemanas parecían convertir el Atlántico en una barrera definitiva. El libro no es un panegírico. De hecho, ahonda en cierto reproche a Zweig, al intelectual que en vez de comprometerse huye sin poner la escritura al servicio de un imperativo moral. La deserción fue tal que Zweig eligió morir aun después de que Bertolt Brecht le dijera que era obligatorio vivir porque la supervivencia de los despojados era su última resistencia.
En eso, aunque en circunstancias más dramáticas, Zweig me recuerda a Borges, otro intelectual renuente, distante de lo mundano, para quien ciertos acontecimientos históricos no merecían ni apartar la atención de las devociones particulares. La diferencia es que Borges jamás tuvo que escapar ni se sintió aludido por peligro alguno. Mientras que Zweig, si hubiera intentado permanecer en Viena, habría sido absorbido por la cadena de montaje de la muerte industrial fabricada por Adolf Eichmann. Asumida esta certeza, y convertido en un fugitivo de la primerísima hora, fugitivo casi preventivo cuando las deportaciones aún no eran sino una posibilidad, el periplo de Zweig se convierte en un ir desplomándose en un mapa en el que cada caída a lo siguiente más remoto es alegórica y completa su lógica con la caída final, que es la muerte. Cuando se suicida, Zweig ya no podía ir más lejos, como no fuera a la jungla para existir como un jíbaro. Y mientras huye, el nazismo le pisa los talones como una mancha que se va extendiendo, como la Nada de Michael Ende, como esa presencia espectral de Casa Tomada, el relato de Cortázar en el que los habitantes de una casa van perdiendo su espacio pieza a pieza.
Zweig, desprovisto de coraje, llegó a Londres. Los bombardeos del Blitz lo empujaron a Bath. El miedo a la invasión, a la derrota inglesa, lo arrojó al mar para navegar hasta Nueva York. Para entonces, en los actos públicos ya pedía perdón por expresarse en el mismo idioma que los nazis. Y los amigos que se lo cruzaban por Manhattan, como Klaus Mann, hablaban de un walking dead que incluso vestido con un atildamiento de café vienés ya era todo él una voluntad de residuo. Londres y Nueva York eran ciudades en las que resultaba posible construir un simulacro vienés culturalmente colindante con el hábitat perdido. Pero Zweig ya tenía decidido extinguirse, y primero se fue empequeñeciendo los espacios vitales. De Nueva York a la Ramapo Road de Ossining, un villorrio sin alicientes. Y de ahí a la Rua Gonçalves de Petrópolis, adonde llegó sin máquina de escribir, como si el escritor se hubiera anticipado al hombre en la muerte, y donde aun así tuvo una breve reconciliación con la vida. se decía feliz en las cartas, jugaba al ajedrez, trabajaba en su biografía de Balzac. La conjetura es que los titulares de prensa que hablaban de Alemania como de una trituradora implacable le hicieron creer que no existía ese amanecer por el que demorarse.