Arriba el telón

El whisky es transparente como la ginebra y luego le agregan un colorante que lo vuelve dorado. Estas son las cosas de las que uno se entera cuando bebe con un escocés. El whisky hace trampa y se aplica en la piel un tinte bruñido, como Berlusconi. Quién lo habría dicho de un licor tan sincero, tan escasamente ridiculizado con sombrillitas por la coctelería, tan polvo del camino y el caballo atado fuera, tan propio para conferir lubricante a la voluntad antes de una pelea a puño desnudo. No puede confiar uno en nada. el whisky se tiñe y cualquier día se pondrá bótox.

También me dijo el actor Gary Piquer que el agua de los ríos escoceses resulta, por no sé qué carencias minerales, perfecta para el whisky pero insuficiente para el consumo. A ello atribuye que los escoceses estén todos desdentados. Un agua que sólo sirve para hacer whisky y un pueblo que, con tal de beberlo, sacrifica hasta sus propios dientes. Esto es una maravilla por la cual los escoceses no han obtenido un reconocimiento suficiente de su gloria. Ahora casi me avergüenzo de haber preferido siempre el whisky irlandés, más dulce y fácil, más parecido a los sabores de Tennessee, pero cuya agua no exige el tributo de las dentaduras y vuelve por tanto menos heroico el merecimiento del néctar regalado por dioses druídicos relacionados con marmitas y muérdagos. La palabra druídicos fue aportación del whisky.

La noche en que cenamos y bebimos, Gary Piquer venía de estrenar en el Español el homenaje teatral de Garci al rat pack del Arte Nuevo. En las dos piezas, Piquer hace de un Cristo beat y de un padre de familia en pantuflas que, mientras gorronea tabaco y prensa, no sospecha siquiera las urdimbres que el pecado teje en su propio hogar de clase media humilde, de la que se vocea con los vecinos por el patio interior. Los elementos provocadores de las obras de Sastre y Fraile, del Arte Nuevo todo, necesitan comprenderse en el contexto de la época en que fueron escritas. Ahora es difícil épater les bourgeois con un Cristo que fuma porros mientras redime a los buenos asesinos. O con una empleada de galería comercial de la que se sospechan inclinaciones incestuosas mientras su padre no se entera porque está refugiado en un pequeño mundo de certezas reconocibles y ordenadas por la voz del No-Do. Pero perviven la calidad, la delicadeza de la adaptación y de su puesta en escena, con un juego visual que convierte las luces en otro personaje, acaso el más triste y sinuoso de todos, el que deforma a todos los demás, el que hace que las condiciones humanas afloren dislocadas.

Existe una uniformidad Garci. Chaqueta y corbata sobre un pantalón vaquero. Es un modo de vestir basado en una contradicción o una dualidad que ciertas noches corresponde con la de la máscara bifronte del teatro. Garci, que ha cometido una digresión teatral justo cuando este amigo suyo pensaba que se iba a encerrar a escribir novelas en la casa de guionista americano que se ha construido en el falso Malibú del sur, tiene que aprender algo con urgencia. Tiene que aprender a saludar. A inclinar la cabeza con donaire cuando el elenco y su director salen a recibir los aplausos de la platea antes de que se abata sobre ellos el tremendo telón recuperado del Español. Los actores son flexibles, tienen gracia, están acostumbrados. Hacen una inclinación que complacería al emperador del Japón. Pero Garci, ay, madre. Garci pega una cabezadita corta, austera y violenta, como si un coche hubiera pegado al suyo por detrás, o como si se le acabara de escapar, a la salida de un córner, el balón que trató de rematar. Solidario, Gary Piquer no volvió a saludar, sino que permaneció en la tiesura Garci. Faltaba sólo un rato para que me destrozara el buen nombre del whisky ventilando todas las infamias de su vida privada. El whisky se tiñe para disfrazarse como la lluvia de oro en la que se disolvió Zeus para inseminar a Dánae. Llega a saberlo John Ford y todo su cine habría sido distinto. Con sombrillitas.

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