El vals de la realidad

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Que el mejor cine de hoy se hace en televisión es una frase fácil que nació de los guionistas norteamericanos, desesperados porque los estudios no respetaban su trabajo. En películas comerciales es habitual que pasen los guiones de mano en mano hasta perder por completo la personalidad original. Por eso, los mejores guionistas han podido refugiarse en la televisión, con series que les permiten un tratamiento adulto de los asuntos. Mientras tanto, el cine americano, salvo las raras excepciones de Alexander Payne y algunos otros autores con arrestos, es pasto de la infantilización del público. Uno de los rasgos de esa decadencia es el recurso a nuevas versiones, adaptaciones de tebeos y sagas exitosas. Pero hay algo aún peor, las películas biográficas. Eligen como protagonistas a personas relevantes de la realidad para dar eco de autenticidad a historias casi siempre fallidas y que carecen del aliento de la gran ficción. Por más que haya existido en la realidad, un personaje con dimensiones necesita ser refabricado y escrito. El biopic termina por ser acartonado y falto de profundidad y complejidad.

No hay película basada en hechos reales que haya rozado el interés y la calidad de algunos documentales de nuevo cuño como The Jinx o Making a murderer, cuyo mayor defecto es estar hinchados para dar pie a numerosos capítulos; no en vano se deben al negocio de las plataformas. Pero alcanzan a rascar en la superficie de una sociedad enferma y corrupta donde el dinero es el único dios. La última entrega de interés ha sido el serial sobre el caso morboso del asesinato de Nicole Brown a manos de su exmarido, O. J. Simpson. El juicio fue uno de los hitos pop de mitad de los años 1990. La absolución en la justicia penal y la enorme multa civil por el crimen sirvieron para ahondar en las contradicciones del sistema judicial norteamericano, el peso mediático y los diferentes raseros según sea rico o pobre el acusado. Pero más allá del documental de crímenes o de escenas judiciales, O. J.. Made in America es un relato del cinismo norteamericano solo comparable a la novela de Tom Wolfe La hoguera de las vanidades, otro hito pop de ese mismo periodo.

El recuerdo del suceso cobra más vigencia tras el doble mandato de Obama. En estos años han gozado al fin de luz los casos habituales de violencia policial contra personas negras en los Estados Unidos. El disparo a matar y las detenciones salvajes han tenido eco mediático. Pero la guerra racial ha vivido su último episodio en la elección como presidente del empresario Donald Trump. La explosividad de su afán supremacista ha sido reconocida por los partidos racistas de toda Europa con felicitaciones macabras y felices. La perspectiva del enfrentamiento en Estados Unidos se hace cada vez más palpable, porque sus minorías han perdido la inocencia y ya no van a tolerar por más tiempo el agravio. Ese agravio era más llevadero cuando tenías en la Presidencia del país a alguien sensible al problema, de origen afroamericano.

Mucho más interesante que las nulas dramatizaciones del caso, en el documental sobre O. J. Simpson se dan cita varias certezas. La primera es que la raza desaparece cuando alcanzas el éxito mediático. También cuando alcanzas el poder, la fama y la riqueza. La raza es un asunto cuando eres pobre. Sucede igual con la emigración. Nadie considera inmigrante a un futbolista de éxito por más que venga de países lejanos y empobrecidos. Sin embargo, un ciudadano libre de ese mismo país puede ser privado de libertad en España sin haber cometido ni un solo delito. Ese doble rasero es el que explotó en el caso Simpson, heredero directo de la absolución de los policías que golpearon sin medida a Rodney King, agravio judicial que desencadenó los disturbios más violentos que se recuerdan en Los Ángeles en aquel tiempo. La otra certeza es el estúpido desprecio de la ficción por parte de los traficantes de relatos basados en hechos reales. La ficción debe recuperar aquello que fue su objetivo al nacer hace miles de años. una interpretación poética y visceralmente subjetiva de la peripecia humana. Ese es el vals necesario entre realidad y ficción.

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