El nombre de la cosa

David Gistau

El nombre de la cosa

NEUTRAL CORNER

Hace poco, fui a inscribir a un bebé en el Registro de Madrid. Siempre que paso por esto pienso que me parecen enternecedoras las parejas que acuden con el niño para enseñarlo porque creen que hay que demostrar su existencia y que no basta con los certificados del hospital. O como si el funcionario del Registro, al tiempo que lo apunta, pudiera someterlo ahí mismo a esa extraña ceremonia laica, emparentada con las que inventaron los jacobinos para llenar los huecos dejados por la religión extirpada, llamada ‘bautizo civil’. Es deprimente que te bauticen en un altar cuya única deidad es el Estado. ¿Se llega así a una primera comunión en la que se ingieren obleas recortadas de las páginas de la Constitución? Es como dedicar la Navidad al solsticio. Debe de ser duro abrazar el laicismo sin ser capaz de vivir sin participar en los ritos religiosos que están en la propia memoria sentimental de uno. Pero alterar esos ritos a conveniencia, manipularlos para que se adapten a la visión particular de uno, es una reverenda gilipollez antihistórica.

Me tocó un funcionario maravilloso e imbuido de respeto por su cometido que incluso procuraba cultivar una caligrafía antigua que lucía casi litúrgica en el Libro de Familia. No sé cuántos miles de nombres relacionados con bebés ignotos escribe al año: con todos ellos contornea las letras como si cada uno le pareciera valioso. Antes de atenderme a mí, el funcionario tuvo sentados ante su mesa a dos hombres. Me divirtió enterarme de que se trataba de un padre y de su cuñado, enviado por la madre del bebé, todavía convaleciente, para que vigilara que con este segundo hijo el padre no hiciera lo mismo que con el primero: inscribirlo con el nombre que le diera la gana y no con el convenido por el matrimonio después de esas largas deliberaciones por las que todos hemos pasado. Al parecer, esto ocurre a menudo. Madres que irrumpen furibundas en el Registro y son derivadas a un juez porque el primogénito no fue inscrito con el nombre de Ramón, como el abuelo, sino con el de, qué sé yo, Luka Modric García Pérez. El funcionario ha asistido a verdaderos ajustes de cuentas familiares que a buen seguro llenaron de tensión los almuerzos dominicales posteriores: suegras purgadas, borradas a traición, o agregadas aunque la madre las odie y haya insistido durante meses en que su nombre no sea heredado por la recién nacida. Devociones particulares, no compartidas por la esposa, que de repente, en el momento mismo de la inscripción, animan al padre a consagrar a ese hijo recién nacido a Mick Jagger, a Napoléon, a Darth Vader o al torero Manolete.

El funcionario, acaso temeroso, aprovechó la conversación para preguntarme si estaba seguro de que el nombre que yo traía había sido consensuado. No sé de dónde vino la sospecha, supongo que de la costumbre, porque el nombre que yo venía a inscribir no tenía nada de extravagante, más allá de ser italiano. Pero confieso que tuve un instante de vacilación. No caí en la tentación del repentismo porque sabía que, de inscribir a este bebé con un nombre distinto del acordado, las represalias domésticas habrían sido tales que tendría que haberme exiliado donde estuvo escondido el Chapo. Pero, ufff, a punto estuve. A punto estuve porque perdí el debate sobre este nombre en concreto. A la niña, porque es niña, yo quise llamarla, de primero, Roma, y de segundo, Antigua. Obviamente, esta ocurrencia mía inspiró en todos los estratos familiares unos abucheos ante los cuales sólo pude replegarme y aceptar una denominación más convencional. Pero en esa mesa, ante ese funcionario, estaba solo y acumulaba todo el poder. Lo degusté durante unos instantes, mientras el funcionario tapeteaba la mesa con el bolígrafo. «¿Y bien? ¿Qué pongo?». ¡Hasta Agripina se me pasó por la cabeza! Sólo el miedo a las represalias me impuso cordura, como dice Schopenhauer que ocurre con la condición humana, a la que sólo endereza el miedo a la Policía. Roma Antigua: cedo el nombre al padre que se atreva a registrarlo.

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