Cof-cof-cof
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PALABRERÃA
Hipótesis. El crÃtico intentaba comprender por qué los espectadores tosÃan en el teatro. HabÃa elaborado una hipótesis: los espectadores se sentaban intimidados y lo que salÃa de sus bocas era un reflejo nervioso. Imposible atribuirlo al polvo o a la sequedad del ambiente. SucedÃa en todos los teatros, los modernos y los cavernosos, los de arquitecto prestigioso y los de memoria desprestigiada, los que olÃan bien y los que olÃan a meados mal disimulados con algún ambientador de baratillo. TosÃan, carraspeaban, expectoraban. ¿Por qué la irritación de garganta -tan irritante- era ajena al ecosistema cinematográfico? Cuando los asistentes a las salas tosÃan era ¡que estaban resfriados! Moqueantes, griposos o constipados. No era una tos nerviosa e inútil, sino una tos legÃtima y consecuente.
Platea. Por todo esto, el crÃtico -que lo analizaba todo, hasta la tensión de la seda dental- habÃa concluido que los teatros atemorizaban. Los cines, a diferencia, eran lugares expansivos, en oposición a las retraÃdas plateas. Las palomitas de maÃz y su turbio manejo ayudaban a la desacralización. En los cines se podÃa comer, se podÃa beber, y en abundancia. Los ruidos formaban parte de la banda sonora. Las personas no tosÃan, aunque se fastidiaba los unos a los otros con la ingestión permanente y los malabares con los comestibles. Cubos XXL de palomitas que perdÃan la mitad de la carga, bolsas de plástico -que contuvieron chucherÃas- en el suelo, charcos de refrescos y el correspondiente vaso gigante de plástico al lado medio aplastado. Lo pegajoso era complementario al visionado. Grupos de adolescentes que se increpaban de fila de butacas a fila de butacas como mandriles en celo. SÃ, en las multisalas pasaba eso, pero-el-personal-no-tosÃa.
OrfebrerÃa. El teatro, ¡el teatro!, era otra cosa. ¡El teatro era arte! ¡El teatro estaba vivo y era un organismo complejo, una colmena cuyos miembros eran todos reyes y reinas! ¡El cine era comida de lata y el teatro, comida fresca! Y eso, concluÃa el crÃtico, requerÃa de reglas. Llegar a la hora, silenciar el móvil, no hablar, no hacer ruido. Respetar la concentración de los actores y facilitar con el silencio y la inmovilidad que funcionara el delicado mecanismo de la orfebrerÃa teatral. «Ocupen sus asientos. Quedan cinco minutos para que comience la obra». «Apaguen el teléfono móvil». El crÃtico habÃa sugerido a varios empresarios una tercera orden por megafonÃa: «No tosan. Está terminantemente prohibido toser». Para garantizar unas gargantas hidratadas, un enfermero o enfermera meterÃa una cucharada de jarabe en la boca de cada espectador y lo obligarÃa a una tos preventiva para limpiar los tubos de elementos adheridos.
Estreno. Era noche de estreno y necesitaba concentrarse. La totalidad de las butacas estaban ocupadas porque al menos la mitad eran invitaciones. El acomodo habÃa sido lento. Los actores convidados se saludaban entre sà o eran saludados por desconocidos, operaciones que ralentizaban el sentarse. La tele habÃa vulgarizado la profesión hasta convertirlos en figuritas de Lladró, algo familiar, ñoño y decorativo. eso pensaba el crÃtico.
Orfeón. Se apagaron las luces, comenzó la obra, el escenario se llenó de actores y el patio de butacas, de toses. Primero, aisladas. Después, alternas. A continuación, seguidas. La derecha. La izquierda. Detrás. Delante. ¿Alguien las estaba organizando? Se comportaban como un coro, como si hubiera un director señalando altos y bajos, sostenidos y arrastrados. Los actores callaron y uno de ellos, el principal, se apuntó a la «tosera». Los demás, al ver la actuación del lÃder, se sumaron. Fue un espectáculo magnÃfico, un orfeón potentÃsimo. Estuvieron casi una hora dándole a la nuez. El crÃtico creyó escuchar fragmentos de un Aleluya carraspeado y una versión de Clavelitos con espasmos. Al dÃa siguiente, sentado ante el ordenador, escribió su trabajo más memorable destinado a influir en generaciones de crÃticos: «Lo mejor de la obra fueron las toses».