Organización estatal de la ludopatía

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Cuando tenía catorce años, acerté una quiniela de trece resultados. No tuvo mucho de heroico, ese domingo acertaron tantas personas que me correspondió de premio la ridícula cantidad de 600 pesetas, cuyo equivalente al tren de vida actual sería más o menos unos 80 euros (tan sólo 4 al cambio real). Aunque conservo los billetes de cien pesetas con la imagen de Manuel de Falla que me entregó nuevecitos la dependienta del establecimiento de apuestas, muy poco después abandoné la costumbre de echar la quiniela. Era algo que hacía porque, como todos los adolescentes, yo también estaba rodeado en la escuela de amigos atocinados por el fútbol, que sólo pensaban en eso, vivían para eso. De alguna manera te sentías obligado a compartir sus pasiones para no quedarte descolgado del grupo. Ser adulto significa empezar a decidir por ti mismo, y bien rápido me di cuenta de que el juego no me iba a hacer rico. Lo que puede sorprender, a día de hoy, es que un menor pudiera apostar sin ninguna restricción. Las regulaciones modernas tienden a la hipocresía social y hoy también los menores apuestan y beben alcohol, pero lo hacen a escondidas, porque preferimos esconder debajo de la alfombra la suciedad que enfrentarnos a ella.

La más elocuente forma de fariseísmo la vemos en la restricción por la cual ninguna marca de bebida alcohólica o de tabaco puede anunciarse en eventos deportivos. Sin embargo, las cadenas de apuestas y los chiringuitos de juegos por Internet no sólo patrocinan equipos y se anuncian a degüello en mitad de los partidos, sino que hasta a veces cuentan con la colaboración de locutores y deportistas de renombre para que protagonicen sus campañas de publicidad. La ludopatía destruye familias con la misma intensidad que el tabaquismo o el alcoholismo; sin embargo, aún no estamos dispuestos a renunciar al ingreso extra que baña las arcas del Estado. Es más, cada Navidad festejamos la lotería nacional con más ahínco incluso que los Reyes Magos y concedemos a esa lluvia de millones la magia del azar y un aroma de justicia que premia a los pobres y los ayuda a tapar agujeros y olvidar la precariedad nacional. Toda una mentira bien urdida, pero que al día de hoy sigue llenando las arcas del Estado mientras encubre las carencias estructurales de un país desarrollado con una linda estampa de felicidad ocasional.

Las bien publicitadas colas delante de las administraciones de lotería cuando se acerca la Navidad vienen a igualar el ansia existencial que nos invade por tierra, mar y aire cuando el bote de alguna de las loterías semanales alcanza una cantidad tan brutal que no hay ser humano que no piense que, si le toca, resuelve la vida de su familia por varias generaciones y corra a comprar participaciones. Son manifestaciones incruentas del vicio del juego, que en los casinos, las partidas, las tragaperras y las apuestas pueden alcanzar la categoría de adicción. Por eso ha llamado tanto la atención que el organismo de las quinielas futbolísticas haya sido noticia últimamente por su bajada en recaudación y su crisis conceptual. ¿Han muerto las quinielas?

Yo no sé ustedes, pero hace años que ya ni siquiera soy consciente de la tarantela mareante que acompañaba nuestro domingo noche, con aquellos 1, X, 2 cantados por los locutores con tono de suspense. Las apuestas mutuas deportivo-benéficas carecen de sex-appeal para los apostantes que buscan hoy, con sus terminales calentitas, el premio inmediato, la recompensa a su astucia. Puede que se haya perdido el vínculo con la sociedad como lo perdieron antes las apuestas en los canódromos y en el hipódromo. Al fin y al cabo, convertidos los futbolistas en galgos bien pagados y caballos ensillados por las marcas, puede que las apuestas sobre ellos terminen por correr el mismo destino que el de sus hermanos de cuatro patas. Pero si algo no está en juego es el juego mismo. El azar, la oportunidad, el riesgo, la ocasión y la suerte siguen siendo una forma de rescate ante la realidad. Un salvavidas en el naufragio cotidiano, un poquito de azúcar en el amargo trago. Hagan juego, tápense los ojos.

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