Pistolas láser
NEUTRAL CORNER
Durante una visita reciente a Nueva York, fui a Strand, la caótica, enorme y bien nutrida librería cercana a Union Square que además tiene un ambiente hipster cada vez más desbocado. Se ha convertido en uno de esos lugares donde el canon de belleza incluye gafas enormes como las de las azafatas del Un, dos, tres y se liga citando a Kierkegaard. Los anaqueles de souvenirs literarios -chapitas, libretas, camisetas, imanes y chapas con frase- han entrado en guerra contra Trump: «Make America Read Again», y todo así. Al terminar mi compra, me propuse remontar Park Avenue hasta más allá de Central Station, un paseo de más de treinta calles durante el cual iba a darme ánimos con paradas técnicas para atizarme una Brooklyn Lager. En algún momento de la caminata tuve que decirme que, si seguía parando cada dos calles, llegaría ebrio a una cena en la que me esperaban. Mi regañina autoinfligida fue eficaz porque en adelante sólo paré cada tres calles.
Poco más arriba de Union, y por tanto todavía en una zona molona de la ciudad, me atrajo el escaparate de una tienda llena de parafernalia de superhéroes y de personajes de Star Wars. Camisetas, estatuillas, disfraces integrales, hasta ajuares completos ilustrados con los Jedi, los héroes de la Marvel y los soldados imperiales. Me pareció que era una oportunidad para comprar algún regalo para los chicos, que son galácticos a machamartillo y bajan al parque con la bata de Obi-Wan o la coraza de las tropas de asalto. Una renovación del fenómeno trekkie por el cual una vez un amigo me hizo el chiste de que, de provocar el estreno de El hundimiento algo parecido, los fans acabarían yendo al cine con uniformes de la SS, gorras de plato y cortes de pelo como el de Hitler.
Me fijé en unas camisetas y pedí al dependiente tallas infantiles. Cómo se puso. No se habría enojado tanto si le hubiera dicho que R2D2 tiene cara de minibar. Se encolerizó porque consideró una falta de respeto a sus devociones que yo pensara que lo que había alrededor eran juguetes y productos para niños. Juguetes ya me di cuenta de que no podían serlo, porque nadie daría a un niño, para que la destrozara, una figura de doscientos dólares. Pero lo de las tallas me pareció excesivo: era como si ese hombre tratara de disociarse con demasiada virulencia de los gustos compartidos con los niños como si fuera consciente de que, a su edad adulta, algo había fallado en su maduración si lo más importante para él eran superhéroes y Chewbaccas. Para cuando me marché, todo el local, lleno de nerds contraculturales, me dirigía una hostilidad manifiesta. Creo que uno hasta intentó estrangularme telepáticamente como Darth Vader.
Pensé en esto durante la siguiente Brooklyn Lager, una calle más arriba. Me pregunté qué no había comprendido de ese fenómeno como para faltar el respeto sin proponérmelo a un adulto que a lo mejor se toma esto tan en serio como, por ejemplo, todos esos miles de ingleses que, sin considerarlo una broma como hacen los de la Iglesia maradoniana, han convertido la religión Jedi -el jediísmo- en la quinta más profesada del Reino Unido. ¿Una religión?, por cierto, especialmente exitosa entre las tropas norteamericanas, como ocurrió con el culto a Mitra entre las legiones romanas. Me acordé también de ciertos componentes artúricos que hay en Star Wars -además del western y de la 2GM- y de aquel artículo en el que Foxá decía que ningún pueblo podía vivir sin mitología, y que los americanos se habían fabricado una propia con los pistoleros de la Frontera y los superhéroes cuyas propiedades mágicas emulaban las de los semidioses griegos, sólo que con una coartada científica -accidentes de laboratorio, etc.- que convenía a un pueblo tan mecanizado.
Pensé en los trekkies que se me enfadaron una cerveza entera. A lo mejor fue desperdiciar pensamientos y esto puede zanjarse con la consideración de que cada uno se mantiene niño como puede. A los chicos les compré camisetas de los Yankees, mitológicos ellos también.