‘Beatus ille’
NEUTRAL CORNER
Las veladas en casa de la marquesa viuda de Casalpando fluyen, armónicas y controladas, como si fueran el resultado de varios siglos de gimnasia social. Desde que los recibe un mayordomo filipino, los invitados son incorporados a una inercia que los irá guiando por las diferentes etapas de la noche sin que ellos deban preocuparse más que de resultar amenos en la conversación cuando sean requeridos para intervenir en ella por la marquesa. Errar un turno de palabra, resultar pesado en ese instante, es algo que sin embargo penaliza. En el salón de la marquesa rige la ley de Clinton: tres errores en el uso de la palabra y estás fuera, no volverás a ser invitado. Para quien sea víctima de un mal beber no hay indulto ni redención posibles.
El único invitado habitual con el que hay benevolencia es un poeta, joven en comparación con la marquesa, viejo en comparación con un joven, que corteja con inocentes galanuras decimonónicas a la dueña de casa y recientemente ha logrado ser sentado en la cabecera de la mesa, en el mítico asiento del marqués que en los últimos años permaneció vacío, aunque con el plato servido y el vino escanciado. Hace algún tiempo, el poeta amplió su jurisdicción hasta la casa de campo de la marquesa situada en Oropesa (Toledo). Llegó allí improvisando alabanzas del Beatus ille de Horacio y de la profundidad espiritual de la existencia de los que eligen retirarse y mantenerse ajenos a los ruidos y las ambiciones del foro. Al cabo de doce horas, después de averiársele el aire acondicionado, de introducir el pie en una bosta de caballo y de encontrarse en la cama un insecto que por sus proporciones podría haber trabajado de doble en Alien, el poeta exigió ser devuelto a la ciudad mientras gritaba: «¡Me cago en la puta madre de Horacio! ¡Menudo farsante, seguro que vivía en el centro de Roma, el muy hijoputa!». Por su propio bien, el mayordomo tuvo que reducirlo con una llave cuando el ataque de pánico se volvió preocupante y el poeta se proponía pasar por el lanzallamas los jardines esquilinos de Mecenas.
En la noche de la que hablamos, el poeta ya había recuperado su aplomo. Ocupaba la cabecera con cierta altanería propietaria que no pasó desapercibida a los asistentes. Pronto se parecerá a aquel Aguirre que decía sufrir «las migrañas de los Alba». La cena fue bien. Aperitivos con líquidos de color rojo, de amarguras italianas, en la enorme terraza, ya que la primavera lo consentía. Hermosa mesa llena de viandas y cuberterías patricias que surgió como por arte de magia al abrir el mayordomo la doble puerta corredera con una afectación teatral en la que sólo faltó que dijera: «¡Tachááán!». Buena conversación en general, ni demasiado frívola ni demasiado intelectual. Ligera e interesante al mismo tiempo. Cotilla sin crueldades excesivas. Como siempre, los temas los impuso la marquesa, así como el turno de oradores, de entre los cuales los nuevos estaban nerviosos porque sabían que se jugaban invitaciones posteriores.
Después de los postres, excelentes, los invitados fueron conducidos a la etapa siguiente. los licores en el salón del piano y los bustos tutelares. Hubo un instante de silencio a la espera de que la marquesa sugiriera un tema de conversación. Al poeta se le detuvo el vaso camino de la boca cuando la marquesa lanzó su pregunta. «¿Y ahora puede explicarme alguien qué son las bolas chinas?». ¿Era una pregunta trampa para calibrar la audacia y el ingenio de sus invitados? ¿Lo ignoraba de veras? En cualquier caso, nadie se atrevía a arriesgar una respuesta que pudiera descalificarlo en adelante. Hasta que un abogado amigo de la casa levantó el índice y respondió: «Son unas pelotas que tienes que apretar con la mano para aliviar el estrés». «Ah…», respondió la marquesa, que entonces susurró algo a su mayordomo, que regresó con unas bolas unidas por un cordel que ella empezó a apretar con la mano. «¿Cómo? ¿Así? Pues no noto nada».
Los invitados comenzaron entonces a recordar que debían madrugar.
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