Uniforme de gala

NEUTRAL CORNER

De Jacinto Fuensanta era difícil imaginar que nadie pudiera sorprenderlo así: atacando con una taladradora el hormigón del cementerio para profanar la tumba de su padre. Se lo llevaron al cuartelillo, donde el sargento, que era un conocido de los tiempos de las pachangas en la playa cuando ambos eran estudiantes, le dio un caldo y lo trató con delicadeza. Pero aun así quiso saber qué podía haberle pasado por la cabeza a un hombre serio, querido en el pueblo, hijo de militar, para enajenarse hasta el punto de ponerse a profanar tumbas. No habría cargos ni comunicación a los juzgados, en eso podía quedarse tranquilo. Pero el sargento necesitaba estar seguro de que semejante conducta no se repetiría.

Mientras Jacinto Fuensanta permaneció en silencio, sorbiendo el caldo con un molesto sonido que recordaba los estertores de un gorrión, el sargento aventuró conjeturas. Jacinto podía haber tenido una mala experiencia con las drogas, quién sabe, volvía después de un tiempo en los Estados Unidos y a lo peor se había aficionado allí a sustancias que en el pueblo ni se conocían. Tal vez Jacinto buscaba en la tumba algo de valor. Tal vez el dolor por haberse perdido el velatorio lo había incitado a dispensar a su padre la despedida con la que no pudo cumplir. El sargento aplicó a Jacinto algunas técnicas de interrogatorio suaves, tampoco es que se las estuviera viendo con un criminal al que era obligado apretar, sino con un vecino respetado que acababa de cometer una gigantesca excentricidad. Cuando Jacinto por fin habló y le contó qué había sucedido, el sargento se relajó, trató de contener la sonrisa que le asomaba a los labios y estuvo seguro de que, en los años venideros, los parroquianos del bar de la plaza reirían con la historia de los Fuensanta.

Ramón Fuensanta, general retirado, sospechó que no volvería a ver a su hijo cuando este partió a Boston para buscarse allí la fortuna. Quedó a cargo de dos hermanas viudas que parecían recién sacadas de la casa de Bernarda Alba o de una cripta transilvana. Su hijo Jacinto le afeó que se pusiera demasiado solemne en la despedida y que incluso le confiara sus últimas disposiciones para el entierro en caso de que muriera estando él en el extranjero. Más tarde, Jacinto recordaría que también él tuvo un feo presentimiento justo cuando el avión despegaba hacia el Atlántico. La llamada lo sorprendió seis meses después, cuando ya había encontrado trabajo e incluso una pandilla de latinos con los que jugaba al fútbol los domingos en un parque de Boston. Lo despertaron a una hora intempestiva, como si el que llamaba no fuera consciente de la diferencia horaria, y una de sus tías le dijo que su padre había muerto de repente mientras pintaba húsares de plomo en su estudio. Jacinto y su tía se dieron mutuamente las condolencias, luego él le dijo a ella que le apenaba mucho pero no podía ir al entierro, no sin arruinar todo lo que estaba construyendo en Boston. Le pidió que lo velaran bien y que lo metieran en el ataúd con el uniforme que él deseaba y que estaba guardado en una caja sobre el armario de su alcoba.

Jacinto Fuensanta tardó otros seis meses en regresar a casa de visita. Abrazó a sus tías y, apenado, sintió la ausencia de su padre. Tanta pena que se fue a la alcoba para ponerse melancólico con las posesiones de su padre que ahí quedaban. Encontró una caja debajo de la cama, la abrió, dentro estaba el uniforme de gala de general de Artillería con el que su padre pidió ser enterrado. Llamó a sus tías y les preguntó con qué uniforme habían enterrado al general. «Con el que estaba encima del armario, como tú dijiste. A nosotras también nos pareció raro, pero, en fin, era su voluntad». Jacinto Fuensanta hizo memoria y, horrorizado, de pronto recordó que, antes de morir ella misma, su madre ordenó cosas, movió cajas y en el alto del armario le dijo a él que guardaba el uniforme del Atleti que tanto le había gustado usar en las pachangas de la playa.

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